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jueves, noviembre 21, 2024

Historiadores revelan: sin el catolicismo, Europa no existiría como la conocemos

Christian Pérez


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Christian Pérez

Redactor especializado en divulgación científica e histórica


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A menudo pensamos en la guerra, los pactos entre reyes y el desarrollo de ejércitos como los motores fundamentales de la consolidación del Estado en Europa. Sin embargo, un factor clave ha sido relegado a un segundo plano: el papel fundamental de la Iglesia católica en el proceso. En su obra Orígenes religiosos del Estado en Europa, Anna Grzymala-Busse presenta una provocativa tesis, cuestionando las teorías tradicionales sobre el surgimiento de los Estados europeos y subrayando la influencia de la Iglesia en la configuración de las estructuras estatales, el derecho y los sistemas de representación.

Durante la Edad Media, la Iglesia católica se convirtió en la institución política más organizada e influyente del continente. El poder del papado y de los clérigos no solo se limitaba a cuestiones de fe y moralidad, sino que permeaba todos los aspectos de la vida pública y política de la época. De hecho, el poder de la Iglesia rivalizaba con el de las monarquías emergentes. El clero controlaba vastas propiedades, administraba recursos y, a través de sus redes de cancillerías, tribunales y consejos, creaba una estructura institucional que los gobiernos europeos no tardaron en imitar.

Anna Grzymala-Busse destaca cómo esta influencia eclesiástica tuvo profundas repercusiones en la evolución de las ciudades, especialmente en el fomento de la autonomía urbana. Las excomuniones papales y las luchas por mantener su independencia fueron parte de un conflicto que acabaría debilitando a los señores feudales, a menudo demasiado fragmentados para resistir la creciente centralización promovida por la Iglesia. En lugar de unificar el poder en un solo reino o imperio, la Iglesia contribuyó a una distribución del poder político que permitió el surgimiento de diversas estructuras estatales en Europa.

A lo largo de los siglos, la Iglesia introdujo innovaciones administrativas que serían adoptadas y adaptadas por los reinos europeos. Las cancillerías papales fueron el modelo de los primeros sistemas de administración real, y los registros eclesiásticos inspiraron el desarrollo de las primeras estructuras fiscales modernas. La jerarquía y organización del clero también ofrecieron a los gobernantes un modelo que podían replicar, estableciendo las bases para la burocracia estatal y la centralización del poder.

Los tribunales eclesiásticos, por ejemplo, introdujeron prácticas legales que influyeron en los sistemas jurídicos de muchos reinos. La idea de una ley canónica, con una jerarquía judicial bien definida, no solo aseguraba la independencia de la Iglesia en asuntos legales, sino que sentaba un precedente de justicia centralizada. La representación parlamentaria, aunque en sus primeras formas estaba muy lejos de lo que entendemos hoy en día, encontró en las reuniones sinodales y concilios eclesiásticos un modelo para la consulta y la deliberación.

Uno de los efectos indirectos de la influencia eclesiástica fue la fragmentación del poder territorial. Al mantener su independencia de los reinos y otras autoridades seculares, la Iglesia ayudó a crear una estructura de poder que no permitía la consolidación de un único Estado central en Europa, en contraste con otros imperios como el chino. La autonomía que lograron las ciudades, particularmente en el norte de Italia y en el Sacro Imperio Romano Germánico, fue clave para el desarrollo del comercio y la economía urbana, contribuyendo a la emergencia de las comunas y al debilitamiento del poder de los señores feudales.

Si quieres descubrir más sobre esta fascinante perspectiva, te ofrecemos en exclusiva un extracto del primer capítulo de Orígenes religiosos del Estado en Europa, publicado recientemente por Pinolia, donde Anna Grzymala-Busse explora las tensiones y las colaboraciones entre los papas y los gobernantes medievales, analizando cómo la Iglesia fue más que una entidad religiosa: un actor político clave en la formación de la Europa que conocemos hoy.

Entorno medieval

La influencia de la Iglesia en el sistema económico se observó especialmente en la protección de las rutas de peregrinación y en la gestión de propiedades eclesiásticas, a menudo fuentes importantes de riqueza que financiaban tanto la construcción de iglesias como el mantenimiento de escuelas y hospitales. Con el tiempo, esta estructura dio lugar a comunidades urbanas con una creciente autonomía, capaces de mantener sus propios sistemas de gobierno, y a una separación entre las esferas religiosa y secular, un fenómeno que se consolidaría en la época moderna.

¿Cómo llegaron gobernantes y papas a volverse rivales? ¿Y por qué la Iglesia era tan influyente? Este capítulo esboza la relación entre papas y gobernantes en la Edad Media, así como las considerables ventajas organizativas y materiales de la Iglesia.

A grandes rasgos, podemos dividir esta relación en tres periodos. En el primero, de finales del siglo XI a principios del XII, la Iglesia se liberó en gran medida del control secular. El poder eclesiástico directo y la influencia institucional alcanzaron su punto álgido en el segundo periodo, desde principios del siglo XII hasta finales del XIII. También fue una época de intensa consolidación de la autoridad real, ayudada por los patrones institucionales y el personal de la Iglesia. En el tercer periodo, del siglo XIV al XVI, el papado desafió a unos gobernantes que se habían hecho mucho más fuertes, y lo sagrado tuvo que ceder ante lo secular.

La formación del Estado medieval y la autoridad eclesiástica evolucionaron conjuntamente mediante la rivalidad y la emulación. La Iglesia luchó por conseguir autonomía y autoridad, y se enfrentó a los gobernantes laicos para mantenerlas. Al mismo tiempo, su enorme capital humano, sus innovaciones institucionales y su saber le permitían influir en la formación del Estado por medios más pacíficos.

Preparando el terreno: Europa 888-1054

La influencia de la Iglesia no era una conclusión inevitable. Antes de mediados del siglo XI, el papado no era en Europa el poderoso actor político que sería más tarde. La Iglesia no era autónoma ni estaba centralizada. No existía una separación clara entre la autoridad espiritual y el poder real, ni una red jurisdiccional de tribunales y leyes eclesiásticas, ni una jerarquía clara que fuera de los papas a los obispos y al clero inferior.

En cambio, los gobernantes laicos ejercían su autoridad sobre la iglesia. Los reyes dotaban a los obispos de los símbolos de su autoridad eclesiástica y temporal, y trataban a la iglesia como parte de sus dominios. Muchas iglesias y monasterios eran «propiedades privadas» (Eigenkirchen), fundadas y dirigidas por nobles y reyes locales. Tanto los señores locales como los reyes controlaban los beneficios (cargos clericales), nombraban sacerdotes y obispos y vendían cargos eclesiásticos mientras desviaban recursos de «sus» iglesias. Como vicarios de Cristo, los reyes controlaban la investidura (nombramiento) de los obispos y concedían cargos, convocaban y presidían los sínodos eclesiásticos y gobernaban la Iglesia y la sociedad por igual (Cowdrey 2004, 233). En Roma, muchos papas eran líderes locales nominales que rara vez hacían valer su autoridad fuera de la ciudad (Brooke 1978, 7; Morris 1989, 33). Los papas eran nombrados habitualmente por poderes seculares, ya fueran aristócratas romanos o emperadores. Por ejemplo, el gobernante alemán Enrique III nombró papas a cinco leales en rápida sucesión: en 1046, en Sutri, incluso obligó a un papa a dimitir y nombró a su propio papa para coronarlo sucesor (Wickham 2016, 113). Hasta la autoridad espiritual de la Iglesia era limitada: las tierras de Escandinavia y Europa centro-oriental no se convirtieron al cristianismo hasta mediados del siglo X o más tarde. Las tierras musulmanas de al-Ándalus se expandieron desde la Península Ibérica en el siglo VIII hasta los pasos alpinos italianos en los siglos IX y X.

El Imperio Germánico, o Sacro Imperio Romano Germánico, como llegó a conocerse se convirtió en el mayor rival de la Iglesia. Era el sucesor del imperio de Carlomagno, que databa de la coronación de Carlomagno como emperador en Roma por el papa León III en 800. El Imperio carolingio se derrumbó en 888. En sus territorios occidentales, en lo que se convirtió en Francia, barones y caudillos locales ganaron poder. En 987, decidieron elegir rey a Hugh Capet, descendiente de Carlomagno. Siguieron tres siglos ininterrumpidos de dinastía paterno-filial, y la línea capetana gobernó Francia hasta 1848. Sin embargo, la autoridad capetana se limitó inicialmente al pequeño territorio de Île de France: el resto de lo que hoy es Francia estaba gobernado por poderosos barones regionales, que se atrincheraron en sus castillos en el violento siglo XI y se resistieron a la autoridad central (Bloch 1961; Bisson 1994; Wickham 2016, 106).

En el este, la idea del imperio romano revivió en 962, cuando el rey alemán Otón reclamó la autoridad imperial y fue coronado emperador por el papa Juan XII. Estas coronaciones imperiales alemanas eran «un acto simbólico [que] permitía a los emperadores alemanes reclamar autoridad política sobre todos los cristianos y precedencia sobre todos los demás gobernantes europeos» (Stollberg- Rilinger 2018, 11). Otón restauró el imperio derrotando a los magiares en Europa central y gobernó a través de una red de funcionarios locales (ministeriales) y parejas de administradores itinerantes (missi), de los cuales uno era clérigo.

El imperio ejerció un gran control sobre la Iglesia desde finales del siglo IX hasta mediados del siglo XI, y la autoridad imperial se mezcló con la papal. Solo los reyes alemanes eran coronados emperadores por el papa. El emperador era un Christus Domini, del que se esperaba que supervisara y reforzara la religión cristiana. Bajo las dinastías Otoniana (919-1024) y Salia (1024-1125), la realeza y el reinado estaban aún más «ritualmente ligados a la Iglesia» (Fried 2015, 104) por medio de la unción y la coronación. El nombramiento de papas por Enrique III no fue un hecho aislado: el emperador Otón I había depuesto al papa en 963 (Wickham 2016, 113), y durante los cien años siguientes, otonianos y salianos nombraron a doce de los veinticinco papas (Oakley 2010, 218). Los emperadores alemanes reivindicaron además su legitimidad como sucesores sagrados de los emperadores romanos y como líderes militares. No es de extrañar, pues, que «a finales del siglo X y principios del XI, los emperadores germanos parecieran destinados a arrollar al resto de la cristiandad latina» (Møller 2021, 920).

Las ambiciones territoriales del imperio se extendían hasta Italia, amenazando directamente las tierras papales. Sin embargo, como veremos, el imperio nunca desarrolló una autoridad central fuerte, fronteras claramente definidas, una burocracia, un ejército permanente o un ejecutivo central. En su lugar, se convirtió en una red de poderosos nobles y obispos-príncipes en Alemania. Gran parte de la autoridad inicial del emperador dependía de su presencia física y de sus constantes viajes a los diferentes palacios imperiales (Kaiserpfalzen):6 cuando estaba ausente, nobles, obispos y concejos municipales hacían valer su propia autoridad local. Gracias al conflicto con la Iglesia y a las frecuentes ausencias que requería, el poder pasó a manos de nobles, obispos y ciudades, y ningún emperador fue capaz de recuperarlo ni de establecer una administración central fuerte.

En otros lugares surgieron nuevas entidades políticas, pero pocas se habían consolidado en el siglo XI. Francia siguió siendo un archipiélago de poderosos señores banales, que ejercían un amplio control local. El reino de al-Ándalus, en la actual España, se dividió en 30 estados sucesores después de 1030, y surgieron nuevos reinos en Castilla y Hungría (Wickham 2016, 100). La propia Alemania se sumió en una guerra civil después de 1077. Solo Inglaterra podía presumir de un gobierno relativamente coherente y centralizado, ya que Guillermo reafirmó rápidamente su poder tras la conquista de 1066.

Liberación de la Iglesia: 1054-1122

Tras siglos de control por parte de los gobernantes temporales, la Iglesia afirmó su autonomía en la década de 1050. Las iglesias oriental y occidental se separaron en 1054, y la historia de Bizancio PRENSA PRENSA 45 se separó de la de Roma. La Iglesia occidental sufrió una serie de reformas centralizadoras y acabó desarrollando una sólida jerarquía con un papa elegido a la cabeza. El papado reformista intentó liberar a la Iglesia del control secular, consolidar el poder papal dentro de la Iglesia y reformarla desde dentro. Estos esfuerzos pusieron al papado en una situación de colisión tanto con los gobernantes seculares, reacios a ceder el control, como con su propio clero, escéptico ante la toma de poder de los papas.

Una serie de papas reformistas comenzaron a trabajar para liberar a la Iglesia de la dominación secular. El emperador Enrique III (r. 1046-1056) decidió transformar el papado en una institución más fiable y para ello nombró a su pariente, Bruno de Egisheim-Dagsburgo, papa León IX (r. 1049-1054). El fervoroso León IX celebró al menos doce sínodos entre 1049 y 1053, emitiendo decretos contra la simonía (la venta de privilegios eclesiásticos) y el nicolaitismo (matrimonio clerical), y desarrollando un nuevo derecho canónico en el proceso (Harding 2002, 97; Cowdrey 2004, 36; Wilson 2016, 53). A León le siguieron otros papas reformistas. Cuando Enrique III murió en 1054, su sucesor, Enrique IV, solo tenía cinco años, y seguiría siendo menor de edad durante los dieciséis años siguientes. El papado aprovechó este vacío de poder e inestabilidad para lanzar una reforma mucho más amplia que liberaría a la Iglesia del control imperial y secular. El primer hito se produjo en 1059, cuando el papa Nicolás II decretó que los papas fueran elegidos por un recién fundado Colegio Cardenalicio, en lugar de ser nombrados por los emperadores, y que la autoridad papal se extendiera a todas las iglesias.

La llegada del papa Gregorio VII (r. 1073-1085) anunció una nueva era de intensas reformas. Sus reformas buscaban inculcar una mayor disciplina y claridad de objetivos entre el clero, asegurar que la Iglesia ganara autonomía frente a la interferencia secular y convertir al papa en la cúspide de la jerarquía eclesiástica. Además de la supremacía del papa sobre el clero, afirmó la primacía del orden clerical sobre el laico. En 1075, Gregorio redactó el Dictatus Papae, una recopilación de veintisiete privilegios y prerrogativas papales, incluido el derecho exclusivo del papa a utilizar insignias imperiales y la insistencia en que los príncipes besaran los pies del papa, y solo los del papa (Jordan 2001, 91). El Dictatus declaraba que no había límites a la autoridad papal, ni dentro ni fuera de la Iglesia, y que el papado era la única autoridad universal. Críticamente, el decreto incluía disposiciones según las cuales solo los papas podían deponer a los emperadores o liberar a los súbditos de los juramentos a príncipes malvados (Schatz 1996, 88). Gregorio también prohibió la investidura laica, el nombramiento de obispos por parte de gobernantes seculares. Ahora solo el papa podía nombrar obispos, una medida que Gregorio justificó alegando que esos cargos se vendían a menudo al mejor postor, generando ingresos para el emperador, pero haciendo poco por garantizar una atención espiritual adecuada.

Así comenzó el Conflicto de las Investiduras (1075-1122), que enfrentó por primera vez al papa Gregorio VII con Enrique IV (r. 1054-1105), que para entonces se había convertido en un ambicioso gobernante por derecho propio. Cuando Gregorio VII prohibió la investidura laica, planteó un desafío a Enrique, que comenzó a establecer su poder en el imperio en la década de 1060. El control de los obispados era fundamental para consolidar la autoridad de Enrique. Como parte de su control, destituyó a varios obispos en cuyo nombramiento no había participado. Lo que estaba en juego era fundamental: «gran parte del poder del emperador dependía de su derecho de investidura, ya que vinculaba a los altos cargos eclesiásticos con la corona como contrapeso frente a los nobles territoriales alemanes» (Clark 1986, 668). Cuando Enrique IV hizo valer sus derechos tradicionales unos meses más tarde al nombrar al obispo de Milán en septiembre de 1075, el papa lo excomulgó y pidió a sus señores que abandonaran a Enrique. Nobles y obispos comenzaron a abandonar al rey, ya preocupados por sus ambiciones centralizadoras. Enrique se encontró cada vez más aislado. Para recuperar su posición, tuvo que buscar el perdón del papa, lo que hizo marchando a través de los Alpes en el invierno de 1076-7 para encontrarse con el papa en la fortaleza de Canossa. Entonces se hizo famoso (aunque apócrifo) por permanecer descalzo en la nieve durante tres días, como un penitente suplicando perdón. El papa, por convención y doctrina, tuvo que perdonar a Enrique y levantó la excomunión. Los príncipes y obispos díscolos volvieron a unirse en torno a Enrique.

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Retrato del papa Gregorio XI (siglo XVIII). Fuente: Wikimedia

Siguió una lucha renovada y prolongada. Enrique IV volvió a nombrar a sus propios obispos, y Gregorio VII volvió a excomulgarlo y a deponerlo en 1080. Esta vez, sin embargo, los obispos se pusieron del lado del rey: no estaban muy entusiasmados con las ambiciones monárquicas de Gregorio y se negaron a pagar para defender Roma. Los aliados normandos de Enrique asediaron Roma de 1081 a 1084 y acabaron saqueándola, y el propio Gregorio VII huyó de Roma para morir poco después. Enrique IV convocó de nuevo a sus obispos y nombró un papa rival (el «antipapa» Clemente III), que entronizó a Enrique como emperador. Su triunfo parecía completo. Mientras tanto, la lucha por la investidura se había extendido a Francia e Inglaterra, ya que tanto los gobernantes como el clero debatían si las propiedades del obispo y su cargo constituían una única entidad jurídica. El conflicto y las negociaciones continuaron con Enrique V (r. 1099-1125). Cuando el papa Calixto II asumió el papado en 1119, hizo del fin de la investidura laica una prioridad, y el conflicto se resolvió formalmente en el Concordato de Worms (1122). La contienda otorgó mayor autonomía a la Iglesia y delimitó esferas de autoridad más diferenciadas. Los emperadores ya no controlarían la Iglesia.

Gracias en parte al Conflicto de las Investiduras, el poder central se debilitó en Alemania e Italia. Los duques alemanes depusieron a Enrique IV en 1077, y Alemania se sumió en una guerra civil que se extendió a Italia en 1080 y duró dos décadas. Enrique IV venció en Alemania y reasumió el poder, pero no pudo hacerlo en Italia. Esto permitió que surgieran ciudades y comunas como entidades políticas autónomas (Wickham 2016, 102).10 En los territorios del norte de Italia nominalmente bajo control imperial, surgieron ciudades- Estado en el vacío de poder creado por la ausencia de autoridad central a finales del siglo XI. A mediados del siglo XII, más de cincuenta de estas ciudades gobernadas colectivamente ganarían coherencia, se llamarían a sí mismas comunas y establecerían su poder sobre las zonas rurales vecinas (Wickham 2016, 109). Cuando Federico I Barbarroja (r. 1152-90), el más exitoso de los emperadores Hohenstaufen, intentó recuperar el control en Italia en 1158 y de nuevo en 1177, estas comunas se unieron y lo derrotaron decisivamente. Federico II (r. 1212-1250) intentó restablecer la autoridad en 1235 y también fue derrotado. En lugar de ello, las comunas se hicieron más poderosas, desarrollando fuertes redes comerciales e incluso colonizando el Mediterráneo.

Los gobernantes de Inglaterra, mientras tanto, obtuvieron una ventaja. El papado bendijo la invasión de Inglaterra por Guillermo el Conquistador en 1066, lo que le permitió consolidar su autoridad con mayor facilidad. Guillermo extirpó a los nobles y obispos anglosajones existentes, confiscó sus tierras, las redistribuyó entre sus propios seguidores… y el papado lo toleró todo. Guillermo mantuvo el férreo gobierno de los reyes anglosajones anteriores, basado en la propiedad real de tierras a gran escala y en los impuestos sobre la tierra (Wickham 2016, 104). Aunque los papas lucharon por liberar a la Iglesia del dominio imperial, permitieron que los reyes ingleses controlaran el episcopado inglés y, por tanto, la Iglesia. Como resultado, Inglaterra se mantuvo en gran medida al margen del conflicto con el papado, y el poder real pudo centralizarse rápidamente y desarrollar sus propias instituciones endógenas, como el sistema de derecho consuetudinario. A finales del siglo XII, los reyes ingleses centralizaron la administración, incluidos el Tesoro, la Cancillería y el Exchequer «semijudicial», y crearon el sistema diferenciado de la justicia inglesa (Mundy 2000, 225).

(*) Capítulo extraído del libro ‘Orígenes religiosos del Estado en Europa’, escrito por Anna Grzymala-Busse y publicado por Pinolia (2024).

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