Mucho antes de que la Teología de la Liberación ocupase titulares de prensa y generase encendidas polémicas entre los poderes establecidos, tanto eclesiásticos como civiles, sus principios básicos fueron establecidos por unos precursores que fueron un claro exponente de un humanismo de naturaleza cristiana y cuyos logros han sido casi siempre relegados al olvido por el peso abrumador de la Leyenda Negra. En este sentido, algunos autores y teólogos afirman que, en el siglo XVI, muchos de los misioneros españoles enviados al Nuevo Mundo para evangelizar aquellas remotas tierras se anticiparon en cuatro siglos a la experiencia teológica liberadora que sacudió los cimientos conservadores y reaccionarios de la Iglesia católica en 1968.
Uno de los primeros habría sido el fraile dominico Antonio de Montesinos, que a principios del siglo XVI contempló horrorizado cómo en América los conquistadores españoles, dejándose arrastrar por la codicia y mediante el uso de la fuerza, explotaban cruelmente a los indígenas. En sus escritos llegó a denunciar que los indios habían sido “… destruidos en cuerpo y alma…” y que, bajo las condiciones que padecían, nunca podrían “… ser cristianos ni vivir”.
En un sermón pronunciado en diciembre de 1511 en la ciudad de Santo Domingo ante un grupo de fieles formado en su mayoría por brutales encomenderos, Montesinos los acusó de estar en pecado mortal por “… la tiranía que usáis contra estas inocentes víctimas”, frase que acabó siendo esculpida en la base del monumento que se dedicó a la figura del fraile en la capital de la República Dominicana.
Los frailes precursores
Las palabras de Montesinos causaron una profunda conmoción entre los colonizadores y el virrey Diego Colón exigió su expulsión inmediata por poner en evidencia los métodos inhumanos empleados por los encomenderos. La polémica se trasladó hasta España, donde una junta de teólogos discutió las razones presentadas por ambas partes. Fruto de sus deliberaciones nacieron las Leyes de Burgos, compendio legislativo que abolió la esclavitud indígena en el Nuevo Mundo.
En este breve repaso de los pioneros de la teología liberadora, la personalidad de Bartolomé de las Casas es posiblemente la más relevante y recordada. Menos conocidas son su participación en la conquista sangrienta del Caribe y su faceta como encomendero. Fue en 1514, con 40 años de edad, cuando se produjo su radical conversión al criticar con dureza las injusticias cometidas contra los indios y denunciar ante el rey los horrores de la conquista sin ahorrar en detalles. Defensor de la liberación de los esclavos y la eliminación de las encomiendas, el principal fundamento filosófico y teológico de su discurso era el reconocimiento de los derechos humanos de los indios, partiendo de la igualdad de todos los hombres ante Dios.
Se puede considerar al también dominico Antonio de Valdivieso, discípulo de Bartolomé de Las Casas y tercer obispo de Managua, como otro de los pilares sobre sobre los que se asentó la génesis primitiva de la Teología de la Liberación. En sus escritos dirigidos al rey, Valdivieso describió el sometimiento y la falta de libertad en la que vivían los indios del Nuevo Mundo bajo el yugo de los conquistadores ávidos de riquezas. Enfrentado a Rodrigo de Contreras, gobernador de Nicaragua, Valdivieso murió asesinado de varias estocadas a manos de un grupo de sicarios enviados por el propio Contreras.
1968, Hans Küng y la Conferencia de Medellín
Mucho tiempo después, en la década de 1950, la mayor parte de América Latina se encontraba lastrada por un retraso económico y social endémico, con una población empobrecida que sufría unas condiciones de vida que, salvando las distancias, no eran muy distintas de las que padecieron los indígenas bajo el dominio de los conquistadores. Una minoría oligárquica oprimía a unas clases populares para las que no había esperanza. Fue en este caldo de cultivo donde surgieron los primeros movimientos sociales que buscaban el cambio, implicándose en una lucha que encontró eco en algunos sectores de la Iglesia.
En los documentos en los que se recogieron las conclusiones finales del Concilio Vaticano II (1962-1965) no se hizo referencia a la “Iglesia de los pobres”, concepto sólo planteado de forma tímida por algunos representantes de la jerarquía eclesiástica. A pesar de este injustificable olvido, algunos destacados obispos latinoamericanos no dudaron en manifestar su compromiso con los más pobres.
Y así, en 1968, tres años después de la clausura del Concilio, un nutrido grupo de estos obispos concienciados asistió a la Conferencia General de Medellín, donde, del 26 de agosto al 8 de septiembre y asesorados por teólogos, sociólogos y economistas, hicieron un análisis de la realidad latinoamericana y llegaron a la conclusión de que era posible, a través de un proyecto de evangelización liberadora aplicable a toda Hispanoamérica, cambiar las estructuras insolidarias que se cebaban con los más desfavorecidos.
Este proyecto quedó plasmado en el Documento de Medellín, piedra fundacional de la Teología de la Liberación junto con la Declaración por la libertad de la teología, redactada y publicada ese mismo año por el teólogo suizo Hans Küng y suscrita por 1.322 eclesiásticos; entre ellos, el entonces progresista Joseph Ratzinger. Por tanto, 1968, como en todos los ámbitos de la sociedad y todos los lugares del mundo, también fue un año revolucionario en la Iglesia sudamericana.
El germen: el Pacto de las Catacumbas
Más tarde, la Conferencia Episcopal de Puebla, celebrada en 1979, apuntalaría las bases sobre las que se levantó el edificio doctrinal de la Teología de la Liberación, poniendo en práctica los principios de la “Iglesia de los pobres”.
Como era de esperar, los sectores políticos y económicos más reaccionarios de las sociedades latinoamericanas no estaban dispuestos a consentir que un determinado sector de la Iglesia católica, hasta entonces sumisa a los dictados emanados de la voluntad de las élites privilegiadas, agitase la conciencia de las grandes masas empobrecidas, instrumentalizando la religión desde un punto de vista social y hasta político.
De la misma forma, el poderoso y paternalista amigo del norte, que en medio de las tensiones de la Guerra Fría veía con recelo cualquier sospechoso intento de cambio que pudiera alterar el frágil equilibrio que se mantenía en Latinoamérica, consideró la fuerza con la que la Teología de la Liberación irrumpió en las sociedades de su ámbito de actuación como una amenaza contra el sistema establecido, que tal vez fuera necesario cortar de raíz.
Como reflejo de estos nuevos aires que, a mediados de la década de los sesenta, empezaron a soplar en la cúpula de la jerarquía eclesiástica, se produjo un acontecimiento que es señalado por la mayoría de los autores como el momento en que la Teología de la Liberación –aún sin tal nombre– se presentó ante el mundo. Durante la celebración de las últimas sesiones del Concilio Vaticano II en Roma, un nutrido grupo de obispos firmó un documento, después de oficiar la eucaristía en la Catacumba de Domitila, en virtud del cual se comprometían a abandonar cualquier signo de ostentación, a llevar una vida sencilla y volcar su labor pastoral hacia los más pobres.
El que acabaría siendo conocido como Pacto de las Catacumbas constaba de trece cláusulas que describían los principios por los que se debían regir a partir de entonces los actos de los firmantes, rechazando los símbolos de estatus y la proximidad a los poderosos para concentrarse en el ejercicio de las virtudes cristianas, en especial la caridad y la justicia, hacia los más pobres y necesitados. Con este gesto se buscaba “el advenimiento de otro orden social, nuevo, digno de los hijos del hombre y de los hijos de Dios”.
Una Iglesia acorde con los tiempos
Los impulsores del Pacto de las Catacumbas fueron obispos latinoamericanos que mantuvieron en secreto su identidad, en un intento de no interferir en las deliberaciones del Concilio. Posteriormente se sumaron al texto prelados europeos, africanos y asiáticos, en un movimiento teológico y social sin precedentes que se extendió rápidamente entre las comunidades cristianas de base.
Por primera vez en mucho tiempo, la jerarquía eclesiástica se había mostrado receptiva ante los graves problemas sociales que padecían los países del Tercer Mundo y había sabido adaptarse a las necesidades de su tiempo, decidida a tomar parte activa en las soluciones.
Cumpliendo con los preceptos recogidos en el Pacto, los obispos se mostraron dispuestos a presionar a sus respectivos gobiernos para que pusieran en práctica leyes y medidas que, bajo la autoridad moral de un ejercicio responsable de los principios de justicia legal y social, buscasen la igualdad de todos los hombres, en un contexto de libertad que amparase un nuevo orden digno para todos los hijos de Dios.
También hicieron un llamamiento a seglares y no creyentes para colaborar juntos a la hora de alcanzar dichos fines. La respuesta a esta iniciativa por parte de los respectivos gobiernos aludidos no se hizo esperar, adquiriendo la forma de una dura represión, a la que no le importó pasar por encima de aquellos representantes de la Iglesia que se habían erigido en defensores de unos pobres a los que hasta entonces nadie había prestado atención.
La delgada línea roja
Aquellos que atacaron la Teología de la Liberación, acusándola de instigar movimientos subversivos y revolucionarios en Latinoamérica, argumentaron que había sido contaminada por el marxismo, ideología que debía ser considerada en el polo opuesto de los valores defendidos por el cristianismo. En medio de esta controversia, agitada por denuncias generalizadas y en muchos casos sin fundamento, hubo tendencia a confundir las críticas contra los abusos del poder establecido y la defensa de los derechos humanos con una militancia activa en una ideología próxima al marxismo.
Así, dejando a un lado polémicas interesadas, que fueron propagadas para desprestigiar a todo un movimiento, lo cierto es que algunos representantes de la Teología de la Liberación caminaron por la delgada línea roja que separaba política de religión.
A principios de la década de los años 50, algunos pensadores cristianos latinoamericanos se sirvieron de conceptos del marxismo para intentar analizar la sociedad y buscar soluciones a los graves problemas que afectaban a sus países. En este mismo sentido, la violencia que desde el Estado se ejercía contra aquellos que elevaban la voz reclamando justicia les llevó a ponerse del lado de los movimientos guerrilleros, que combatían con la fuerza de las armas los abusos del poder establecido.
Existe la tendencia generalizada a creer que la Teología de la Liberación fue un movimiento renovador exclusivo de la Iglesia católica. Sin embargo, sus principios fueron también adoptados por otras confesiones cristianas, como por ejemplo la protestante, la evangélica o la anglicana.
Teniendo presentes los elementos de denuncia social y política que definieron esta corriente teológica, en países como Estados Unidos o Sudáfrica se identificó con la lucha pacífica que se mantenía por defender los derechos civiles de la población afroamericana, en el primer caso, o contra el apartheid de la minoría blanca, en el segundo, un racismo violento que avergonzaba la conciencia del mundo.
Los reaccionarios contraatacan
Representante del ala más conservadora dentro de la Iglesia católica, el papa Juan Pablo II encargó a la Congregación para la Doctrina de la Fe la redacción de un extenso informe sobre la Teología de la Liberación. Los argumentos en los que se fundamentaba esta petición pusieron en evidencia algunos prejuicios, al presentar a esta corriente como defensora de “una interpretación innovadora del contenido de la fe y de la existencia cristiana que se aparta gravemente de la fe de la Iglesia; aún más, que constituye la negación práctica de la misma”.
Los resultados del estudio fueron presentados en los documentos Libertatis Nuntius y Libertatis Conscientia. El primero fue publicado en 1984 y hacía referencia a los aspectos más reseñables de la Teología de Liberación, mientras que el segundo, aparecido en 1986, establecía una comparación entre Libertad Cristiana y Liberación. Muy críticos con la aproximación hacia el marxismo del movimiento, estos escritos contribuyeron decisivamente a la imagen nada favorable que Juan Pablo II se formó en torno a la Teología de la Liberación, opinión negativa que se manifestó con ocasión de la visita apostólica del papa a Nicaragua en 1983.
En el gobierno sandinista nicaragüense de corte socialista, surgido tras la guerra civil que había depuesto al dictador Somoza, había dos sacerdotes católicos, representantes locales de la Teología de la Liberación y de la Iglesia popular fomentada por las nuevas autoridades del país. Miguel d’Escoto era ministro de Asuntos Exteriores y Ernesto Cardenal desempeñaba la cartera de Cultura. Sandinistas convencidos, los dos sacerdotes buscaban poner en práctica lo que hasta entonces habían sido utopías pronunciadas por los teóricos de la Teología de la Liberación.
Compromiso con los olvidados
A su llegada al país, Juan Pablo II no tardó en escenificar el profundo disgusto que le provocaba la actitud política defendida por el sector de la Iglesia nicaragüense más próximo a esta corriente. En la misma pista del aeropuerto donde su avión había aterrizado, el papa dio una imagen para la Historia cuando, ante las cámaras de televisión que transmitían en directo, regañó severamente a Ernesto Cardenal mientras éste permanecía arrodillado ante él.
Este enérgico gesto, que dio la vuelta al mundo, adquirió su verdadera trascendencia cuando, el 4 de febrero de 1984, Juan Pablo II suspendió a divinis del ejercicio del sacerdocio a Cardenal, su hermano Fernando y Miguel d’Escoto, condena canónica directamente relacionada con sus manifiestas simpatías hacia la Teología de la Liberación.
Hubo que esperar al 4 de agosto de 2014 para que el papa Francisco desautorizara la pena impuesta a los sacerdotes, dejándola sin efecto. Parece claro que la actitud mantenida por Juan Pablo II sirvió para que el movimiento de la Teología de la Liberación perdiera fuerza, falta de apoyo que también explicaría el silencio cómplice de una parte de la jerarquía eclesiástica hacia la represión de la que fueron víctimas religiosos y sacerdotes que militaron en esta corriente regeneradora.
En la actualidad, su legado continúa presente, sobre todo en algunos países de Latinoamérica, recordando el compromiso de la Iglesia con los olvidados por las políticas insolidarias del sistema.