Nadie duda de que la Revolución rusa de octubre de 1917 es uno de los acontecimientos trascendentales que marcaron la Historia del siglo XX. Al margen de las razones de índole política y social y del colapso militar que la desencadenaron, la ceguera mostrada por el zar Nicolás II ante los sufrimientos que padecía su pueblo influyó de manera decisiva en la caída del régimen anacrónico que representaba.
Encerrado en una corte de los milagros preocupada por mantener sus privilegios a toda costa y sometida a la superstición, fue incapaz de reaccionar a tiempo. En la segunda mitad del siglo XIX, el Imperio ruso amplió sus fronteras en una expansión territorial que parecía imparable.
Sin embargo, esta expansión no fue acorde a un parejo desarrollo social y económico del país, que permanecía anclado a estructuras más próximas a la Edad Media que a los nuevos tiempos que comenzaban a vivirse en el resto de Europa.
La abolición de la esclavitud
A pesar del inmovilismo imperante, se produjeron algunos gestos que hicieron albergar ciertas esperanzas de cambio. En 1861, el zar Alejandro II firmó un edicto que suprimía la figura de la servidumbre que, desde tiempos inmemoriales, había mantenido a los campesinos sometidos a los grandes señores, propietarios de inmensos latifundios.
La nueva legislación abolió el derecho de propiedad que los antiguos amos habían ejercido sobre las vidas y haciendas de los mujiks, los campesinos apegados a la tierra desde hacía generaciones. Sin embargo, bajo la apariencia de la libertad recién alcanzada pervivieron los viejos problemas de siempre.
Los lazos jurídicos que los ataban al señor desaparecieron, permitiendo su libertad de movimientos pero generando a su vez una gran masa de mano de obra ociosa a la que, para sobrevivir, no le quedó más remedio que aceptar duros trabajos en la industria a cambio de sueldos de miseria.
A los que optaron por permanecer en la tierra que siempre habían trabajado con sus propias manos, el reparto de parcelas organizado por el gobierno se les quedó corto. Los terrenos que les correspondieron no sirvieron para cubrir las necesidades básicas de una economía de subsistencia.
Los grandes señores tampoco se mostraron satisfechos con la nueva situación: habían perdido una sometida mano de obra esclava y las indemnizaciones otorgadas por el gobierno fueron consideradas insuficientes.
Las reformas introducidas por Alejandro II abarcaron otros ámbitos, creándose dumas (parlamentos) municipales que en teoría debían servir para escuchar los problemas de los campesinos y aportar soluciones, pero que en la práctica fueron controladas por los antiguos señores, que las utilizaron para seguir ejerciendo de caciques que imponían su voluntad en un sistema paternalista de abusos.
La frustración ante las promesas incumplidas acabó generando un clima contestatario que puso en grave peligro el sistema autocrático, en cuya cúspide se encontraba la figura del zar. La creciente oposición halló un clima propicio en las clases menos favorecidas y en la burguesía creciente de las ciudades, sectores de la población que hicieron oír sus voces reclamando la cuota de poder que les correspondía.
Una situación de desigualdad insostenible
Lejos de escuchar estas justas demandas, Alejandro II y sus sucesores –Alejandro III y Nicolás II– las ignoraron y buscaron el apoyo de los nobles y los grandes terratenientes, las fuerzas más reaccionarias de la anquilosada sociedad rusa. Al mismo tiempo, se recurrió de nuevo al uso de los viejos métodos represivos para sofocar cualquier tentativa subversiva.
En este contexto, la proclamada independencia de los jueces era una falacia, la censura de los medios de comunicación reforzó sus controles y las universidades estaban infiltradas de agentes y confidentes de la temida Ojrana, la policía política del régimen zarista.
En el campo, la situación distaba mucho de haber mejorado. Las tímidas reformas introdujeron algunas técnicas modernas de explotación para lograr mejores cosechas, pero no se consiguió acabar con las hambrunas cíclicas que asolaban el medio agrario ruso.
El sector industrial tampoco alcanzó un despegue definitivo y adolecía de graves defectos. Por un lado, un alto porcentaje de las grandes empresas y los bancos estaban controlados por capital extranjero, mientras que las fábricas se concentraban en zonas muy concretas del país, especialmente en los alrededores de San Petersburgo y Moscú y, en la región del Bajo Don, en Ucrania y en Bakú, mientras el resto del país seguía siendo eminentemente rural.
En pocos años, el número de obreros que trabajaban en las fábricas, las minas o los ferrocarriles se multiplicó hasta alcanzar cifras que llegaron a los tres millones a principios del siglo XX. Fuerza social homogénea y explotada que sufría condiciones de vida inhumanas, poco a poco empezó a tomar conciencia de clase y de su verdadero poder.
En el campo, la distancia que separaba a los kulaks –nombre que recibían los grandes terratenientes– de los campesinos pobresse convirtió en un abismo infranqueable. Llegados a este punto de no retorno, obreros y campesinos se aferraban a una única esperanza: el estallido de una revolución que les hiciera justicia.
El último Romanov
Debido al dramático final sufrido por él y su familia a manos de los revolucionarios, el zar Nicolás II, último representante de la dinastía Romanov, ha gozado de cierto predicamento entre todos aquellos que han criticado las consecuencias de la Revolución de Octubre.
El revisionismo de la Rusia zarista, surgido tras el colapso de la URSS con la intención de recuperar cierta grandeza imperial, ha contribuido a que desde el propio Kremlin se fomente esa imagen. Hasta cierto punto, el último zar puede considerarse una víctima de los acontecimientos históricos que le toco vivir, pero esta circunstancia no debe servir para exonerarle de su parte de culpa.
Nicolás II accedió al trono del águila bicéfala el 1 de noviembre de 1894, tras la muerte prematura de su padre, el zar Alejandro III. Su carácter y aspecto distaban mucho de los de su progenitor, hombre de gran corpulencia, escasa cultura y pocos refinamientos, aunque muy querido por el pueblo.
Por el contrario, el joven y elegante zar había recibido una exquisita formación, siempre bajo el control de estrictos tutores, en la que se incluyó el aprendizaje de varios idiomas y el análisis detallado de la situación geopolítica internacional con viajes al extranjero, sin olvidar todas aquellas materias que le pudieran ayudar a desenvolverse con soltura en ambientes cortesanos. De esta forma, se convirtió en un príncipe con una sólida formación, que no tenía nada que envidiar a la de sus homólogos europeos.
Un zar indolente y distante
Caracterizado por una personalidad tímida y taciturna, Nicolás se mostró desde muy joven como un hombre apocado y reservado, muy alejado de la energía campechana que había ofrecido Alejandro III ante su pueblo. Contradiciendo el expreso deseo de sus padres, contrajo matrimonio por amor con la princesa alemana Alix de Hesse, que tras el enlace rusificó su nombre por el de Alejandra Fiódorovna.
Hasta su muerte, la pareja fue ejemplo de complicidad conyugal mientras llevaban una vida doméstica regida por ordenadas rutinas y se implicaban activamente en el cuidado y la educación de sus hijos.
Cuando alcanzó cierta edad, y por expreso deseo de su padre, Nicolás comenzó a asistir con regularidad a las sesiones del Consejo Imperial, reuniones aburridas en las que no pareció mostrarse demasiado interesado por los asuntos de Estado. Él mismo era consciente de sus limitaciones en ese sentido, una falta de experiencia que se puso de manifiesto cuando accedió al trono.
Como él mismo llegó a reconocer en alguno de sus escritos privados, no se sentía capacitado para asumir las responsabilidades derivadas de sus obligaciones, confirmando así los peores temores de su padre. Muy ligado a su esposa, Nicolás II prefería lidiar con los problemas de la intimidad del hogar que hacer frente al desafío de un país azotado por las turbulencias políticas.
La monarquía pierde el favor del pueblo
Estas limitaciones no pasaron desapercibidas a la opinión pública, que, al contrario de lo que había ocurrido con su padre, al que perdonaron muchos defectos, no le otorgó un margen de confianza.
Una gran parte de sus súbditos lo consideró un monarca distante y superficial, más preocupado por la vida en palacio que por los problemas reales que afectaban a su desdichado pueblo. Al margen de la imagen exterior que pudiera proyectar, lo cierto es que, con su comportamiento, Nicolás II fomentó entre los rusos un error de apreciación que afectaba a su figura pública.
Donde la mayoría veía a un monarca altivo e indiferente, se escondía en realidad un hombre modesto, de trato agradable y reservado, que parecía no estar hecho para el puesto que le había deparado el destino.
El último Zar de todas las Rusias heredó los graves problemas de un imperio autócrata de fronteras inabarcables que nunca supo ni quiso manejar, delegando las tareas de gobierno en una nobleza aduladora y en funcionarios ineptos y corruptos, muchos de los cuales se servían de su puesto en la Administración para medrar y hacer grandes negocios. Como en tantas otras cosas, Nicolás II decidió mirar para otro lado y, cuando decidió intervenir, ya era demasiado tarde.
El ambiente decadente de la vida en palacio
Mientras el clima de tensión en las calles de las principales ciudades rusas subía peligrosamente en intensidad, la vida en palacio transcurría plácidamente. En sus salones, la familia del zar y la aristocracia cortesana disfrutaban de los grandes lujos que les correspondían por derecho de clase.
Tan sólo la grave enfermedad del zarévich, muy débil por culpa de la hemofilia que padecía, parecía preocupar a Nicolás II y a la zarina. La imagen del muchacho, postrado en una gran cama de latón, simbolizaba el agotamiento de un régimen enfermo. Oculto para que no se conociera el alcance de su verdadero estado, también representaba el oscurantismo y el trágico destino que parecía acompañar a los últimos representantes de la dinastía Romanov.
La presencia en la corte de Rasputín, un monje de origen siberiano y aspecto siniestro, alteró profundamente la rutina de la familia imperial. En ese momento, nadie podía imaginar la trascendencia que aquel supuesto curandero, adicto a sexo y a la bebida, iba a tener en el desarrollo de futuros acontecimientos.
Preocupada por el delicado estado de salud del heredero, la zarina se mostró receptiva ante los comentarios que otorgaban credibilidad a los rumores que hablaban sobre los poderes sanadores de Rasputín, que la superstición popular, y también de buena parte de la nobleza, se había encargado de difundir.
En 1907, el zarévich sufrió una fuerte hemorragia que se detuvo cuando el monje impuso las manos sobre el cuerpo del joven príncipe. El suceso, interpretado como un milagro, le entregó en bandeja la voluntad de Alejandra.
Embaucador profesional y ambicioso, Rasputín supo ver desde la primera vez que la zarina le invitó a tomar té en palacio la debilidad de carácter de una mujer voluble, dispuesta a obedecerle en todo con tal de salvar la vida de su hijo.
Con el paso de los meses, Rasputín entró a formar parte del séquito imperial, aunque en realidad no desempeñase ningún cargo oficial. Mientras ejercía como consejero personal de Alejandra, el curandero llevaba una vida de excesos que no pasó inadvertida.
De Rasputín a la Primera Guerra Mundial
Asiduo de los mejores salones cortesanos, Rasputín se encontraba en su salsa mientras se hablaba de los temas de moda, que no eran otros que aquellos que estaban relacionados con las ciencias ocultas, incluyendo las apariciones fantasmales, la brujería o la quiromancia.
Entre sus distinguidos anfitriones, y rodeado siempre de bellas mujeres a las que podía someter fácilmente para satisfacer sus deseos sexuales, descubrió que aquellas gentes, por muy aristocráticas que aparentasen ser, no sabían distinguir entre fuerzas espirituales desconocidas y la más burda superstición, ventaja de la que supo aprovecharse para seguir practicando engaños que eran interpretados por sus admiradores como milagros y profecías.
A principios de 1905, la Rusia de los zares parecía haber tomado la senda que le conduciría definitivamente a convertirse en una monarquía constitucional. Sin embargo, los sucesos de la Revolución que tuvo lugar aquel año, sofocados a sangre y fuego, hicieron abrir los ojos a aquellos ingenuos que hasta entonces todavía confiaban en que era posible una solución pacífica y consensuada a la grave crisis que afectaba al régimen zarista.
Mientras las andanzas de Rasputín provocaban la indignación general, el clima social empeoraba exponencialmente. Los crímenes políticos se sucedían mientras la represión de los agentes de la Ojrana contra los opositores gozaba de total impunidad.
En medio de un clima de violencia política ejercida desde el Estado, los comunistas fueron ganando terreno, mostrándose muy activos en las huelgas que se extendieron por el país a lo largo de 1914. La corte perdió el poco prestigio que aún conservaba mientras aventureros sin escrúpulos, de calaña parecida a la de Rasputín, se hacían con el control del gobierno.
En un intento por distraer la atención y acallar a los descontentos, Rusia se involucró en la Primera Guerra Mundial, decisión que pronto se revelaría como nefasta. Al cabo de un año de guerra, el zar asumió el mando supremo del Ejército. Pero una cosa era asistir a los desfiles luciendo vistosos uniformes y otra muy distinta dirigir a
los ejércitos en el campo de batalla. Durante el desarrollo de la guerra, Nicolás II y sus generales acumularon méritos suficientes para poner de relieve su absoluta falta de competencia militar.
Escandalizado por las cifras desoldados rusos caídos en combate, el propio Rasputín, ejerciendo como principal consejero de la zarina mientras Nicolás II permanecía en su cuartel general, solicitó inútilmente que se detuviera aquella sangría.
Un sótano en Ekaterimburgo
Mientras en los palacios la familia imperial y la nobleza disfrutaban de su privilegiado ritmo de vida, en las calles se pasaba hambre. El complot palaciego que acabó con la vida de Rasputín tan sólo sirvió para constatar el clima de degradación que se había instaurado en la corte.
Abandonado por casi todos, el estallido de la Revolución rusa sorprendió a Nicolás II mientras regresaba a Petrogrado para reunirse con su familia. Detenido por las nuevas autoridades, el zar, acompañado por su esposa, el zarévich y sus cuatro hijas, inició un periplo que le condujo, a finales de abril de 1918, al que iba a ser su último destino.
En la madrugada del 16 al 17 de julio de ese año, la familia imperial fue asesinada a tiros y rematada a bayonetazos en el lúgubre sótano de una casa en las afueras de la ciudad de Ekaterimburgo. Cuando se conoció la noticia, muchos recordaron las premonitorias palabras que Rasputín había incluido en su última carta dirigida al zar: “Si fueran vuestros parientes los que causaran mi muerte, entonces nadie de vuestra familia, es decir, ninguno de vuestros hijos o parientes, vivirá más de dos años. El pueblo ruso los matará”.