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miércoles, octubre 30, 2024

La Operación Doolittle: un golpe de moral decisivo contra Japón en la Segunda Guerra Mundial

El ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor, en Hawái, en diciembre de 1941, supuso para Estados Unidos una brutal sorpresa que dio lugar a una situación de verdadera alarma nacional.

Los norteamericanos no estaban acostumbrados a la idea de que les atacaran en su propio territorio, y la posibilidad de que los japoneses llegaran a suelo estadounidense por el Pacífico se convirtió de pronto en realidad.

Por eso, además de declarar la guerra a Japón inmediatamente –lo que supuso la entrada de facto en la Segunda Guerra Mundial–, el presidente Roosevelt quiso dar una respuesta rápida que sirviera para levantar la moral de sus compatriotas.

Aviones Mitchell partiendo desde la cubierta del USS HornetÁlbum

La represalia más deseable era un bombardeo sobre Japón, pero esto se consideraba imposible por motivos logísticos. Japón estaba a más de 5.000 kilómetros de la base aérea estadounidense más cercana, una distancia que ni los bombarderos de mayor alcance podían cubrir.

Los japoneses disfrutaban de una sensación de total invulnerabilidad y, a la vez, podían amenazar a los americanos en sus propias costas: en febrero de 1942 bombardearon la planta petrolífera de Elwood, en California, desde un submarino; al día siguiente, se desató el pánico en Los Ángeles por lo que se pensó que era un ataque aéreo japonés.

Resultó ser una falsa alarma, pero las baterías antiaéreas estuvieron disparando inútilmente al cielo durante una hora, la ciudad quedó completamente a oscuras y en la confusión murieron cinco personas por infartos y accidentes de tráfico.

Al mismo tiempo, el avance nipón seguía imparable en el Pacífico, con la sucesiva toma de Borneo, Timor, Nueva Guinea, Filipinas y muchas otras plazas. El miedo a Japón devino así en paranoia. Para Roosevelt, era urgente actuar.

Al mando del as de la aviación Jimmy Doolittle, ochenta voluntarios protagonizaron esta peligrosa misiónGetty Images

¿Idea brillante o disparate?

La idea inicial la tuvo un capitán de la Marina llamado James Low. ¿Qué ocurriría si montaran bombarderos de tamaño medio en un portaaviones que se aproximase lo suficiente a Japón como para permitirles llegar hasta allí y soltar las bombas? Al principio, pareció una locura.

Los portaaviones están pensados para transportar aviones pequeños –cazas–, que son ligeros y pueden despegar y aterrizar en la cubierta del buque con facilidad. Luego se les pliegan las alas y se guardan. Pero ¿bombarderos? Nunca se había hecho antes.

Después de considerar varios aviones, se decidió que el modelo más adecuado era el B-25B Mitchell, un bombardero mediano, nuevo y fiable al que hubo que someter a numerosas modificaciones. El cambio fundamental consistió en quitar todo lo superfluo para casi duplicar los depósitos de combustible, ya que el inconveniente principal seguía siendo la distancia. Quedó así un aparato mucho más pesado –nuevo problema– que, en esencia, era una gasolinera volante con bombas.

Al mando del as de la aviación Jimmy Doolittle, ochenta voluntarios protagonizaron esta peligrosa misiónÁlbum

Un héroe de la aviación al frente de una operación suicida

Igualmente importante fue la elección del hombre que estaría al mando. Se recurrió para ello a un as de la aviación, el teniente coronel Jimmy Doolittle, un auténtico fuera de serie que había conseguido varios récords, algunos tan significativos como el de haber sido el primero en realizar un vuelo completo guiándose sólo por los instrumentos de navegación.

Doolittle poseía además un gran carisma, lo que resultaba capital para liderar a los pilotos: ochenta voluntarios del Grupo de Bombardeo nº 17 –cuerpo ya familiarizado con el Mitchell– a los que se les ofreció la oportunidad de participar en una misión de la que sólo se sabía que era muy importante y extremadamente peligrosa.

Los entrenamientos se realizaron en Florida a lo largo del mes de marzo y, el 2 de abril de 1942, aviones y hombres partieron a bordo del portaaviones USS Hornet rumbo a un destino que era aún desconocido y sólo se reveló en alta mar: el archipiélago japonés, con el objetivo de bombardear Tokio y otras ciudades.

La noticia, dada por los altavoces, arrancó una ovación del equipo. Lo que hacía la operación tan peligrosa era que el Mitchell podía despegar del portaaviones –pese a su tamaño y al enorme peso del combustible y las bombas–, pero no volver a aterrizar en él.

Por las características del avión, esto era completamente imposible. En consecuencia, se debía contar con un plan alternativo para después del bombardeo porque, de lo contrario, los hombres quedarían en una situación muy complicada.

De la teoría a los contratiempos reales

Cuando el Hornet zarpó, este asunto aún no estaba del todo resuelto. Lo primero que se intentó fue que los aviones aterrizaran en la Unión Soviética, pero Stalin acababa de firmar un pacto de no agresión con Japón y la idea no llegó a buen puerto. La segunda opción fue negociar con China, que estaba en guerra con Japón desde 1937 y se encontraba parcialmente invadida.

El líder chino Chiang Kai-shek era reacio a aceptar el plan porque temía represalias de los japoneses, pero al final acabó cediendo. La teoría era entonces que, una vez finalizada la tarea, los aviones se dirigirían a la localidad de Zhuzh.u, donde podrían repostar –para ello, los chinos ten.an que preparar pistas de aterrizaje–, antes de seguir hasta Chongqing, capital china durante la guerra.

Batalla de Midway (1976)Getty

El 18 de abril, después de más de dos semanas de navegación, los acontecimientos se precipitaron. Cuando todavía estaban a 1.200 kilómetros del archipiélago, el Hornet fue avistado por la patrullera japonesa Nittō Maru, que fue rápidamente hundida pero antes consiguió avisar por radio de la llegada de los americanos.

Esto aconsejaba iniciar la operación de inmediato, pero el adelanto suponía incrementar el recorrido en 300 kilómetros, lo que agravaba aún más el problema del combustible y hacía la llegada a China casi impracticable. Aun así, los aviones partieron.

Los Mitchell llegaron a Japón después de seis horas de vuelo y bombardearon objetivos militares e industriales en Tokio, Yokohama, Yokosuka, Nagoya, Kobe y Osaka. La operación se llevó a cabo sin grandes contratiempos. Pese al aviso por radio, los japoneses demostraron una total incompetencia para prevenir y contrarrestar el ataque.

El fuego antiaéreo fue completamente ineficaz, igual que la actividad de los cazas, tres de los cuales fueron abatidos por artilleros de los Mitchell. Pasados unos pocos minutos –cada avión tardaba treinta segundos en soltar las bombas–, los dieciséis bombarderos se dieron a la fuga con sus ochenta tripulantes, cinco en cada uno, en perfectas condiciones. Empezaba lo peor.

El militar y político chino Chiang Kai-Shek, líder de los nacionalistas anticomunistasGetty Images

Todos los aviones siguieron el plan establecido, menos uno. El Mitchell pilotado por el capitán York tenía tan poco combustible que optó por dirigirse directamente a la Unión Soviética y consiguió aterrizar en Vladivostok, donde la tripulación fue arrestada y el avión confiscado.

Los demás iniciaron un vuelo de trece horas hacia el sureste de China, aun a sabiendas de que en algún momento los motores se pararían. En el viaje, sin embargo, tuvieron un golpe de suerte: un fuerte viento de cola que les estuvo empujando durante varias horas y les permitió llegar, aunque esto ocurrió de noche y en mitad de una tormenta.

Peor aún en el sitio escogido no había rastro de pistas de aterrizaje ni señales de radio (los chinos aún no habían terminado el trabajo). Entonces el combustible se acabó definitivamente.

Objetivo: salir con vida

La suerte de los expedicionarios fue muy diversa. La mayor parte de ellos saltaron en paracaídas –era la primera vez para todos, salvo para Jimmy Doolittle– y uno murió en el salto. Dos aviones cayeron al mar y dos hombres se ahogaron, aunque los demás consiguieron alcanzar la costa.

Uno de los Mitchell, al mando del piloto Ted Lawson intentó un aterrizaje de emergencia en la playa y cuatro de los cinco tripulantes quedaron gravemente heridos.

A partir de ese momento, se inició una huida de varias semanas por una zona en guerra, algunos solos, otros en pequeños grupos –tardaron días en encontrarse– y con los japoneses siempre detrás de ellos, pisándoles los talones y bombardeando los sitios por los que pasaban.

Ocho hombres cayeron prisioneros –tres fueron fusilados, otro murió en la cárcel y los cuatro restantes volvieron a Estados Unidos al acabar la guerra–. Los demás escaparon con la ayuda de campesinos y miembros de la Resistencia china.

Ted Lawson, el herido más grave, consiguió llegar a un rudimentario hospital, donde uno de sus propios compañeros supervivientes, el médico Thomas White –Doc White, incluido en la misión como artillero–, le amputó una pierna gangrenada y le salvó la vida (Lawson escribiría luego el libro Treinta segundos sobre Tokio, llevado al cine).

El grupo en el que se encontraba Jimmy Doolittle tuvo la suerte de toparse con un misionero americano, John Birch, que les hizo de guía y traductor. Al final, todos los que habían sobrevivido y escapado a los japoneses consiguieron llegar a la capital, Chongqing, desde donde pudieron volar de vuelta a Estados Unidos.

Los cinco que habían aterrizado en la Unión Soviética quedaron allí retenidos, aunque fueron tratados correctamente. Al cabo de dos años, los trasladaron a una localidad cercana a Irán, de donde pudieron huir pagando a unos traficantes para que les ayudaran a cruzar la frontera (se supone que toda esta maniobra fue diseñada en realidad por el NKVD ruso para librarse de unos huéspedes incómodos).

De los ochenta hombres que participaron en la operación, sesenta y nueve regresaron con vida, una proporción superior a la prevista. Jimmy Doolittle volvió a Estados Unidos apesadumbrado por haber perdido todos los aviones y convencido de que sería sometido a un consejo de guerra.

En su lugar, fue tratado como un héroe y ascendido a general. Después de esa experiencia, todos los miembros del equipo se mantuvieron en estrecho contacto y formaron una especie de gran familia. De ellos, en la actualidad sólo queda con vida uno, Richard Cole, de 101 años.

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