Hoy sabemos que existen innumerables adaptaciones genéticas locales, que permiten a determinadas poblaciones de humanos tener más éxito en determinados ecosistemas que quienes no se benefician de esos genes. Somos todos iguales, pero, dependiendo del sitio donde hayamos nacido, algo distintos. No siempre ha sido fácil analizar esas pequeñas diferencias, pero, gracias a la revolución genómica, la enorme cantidad de datos genéticos existentes y la facilidad con la que, en la actualidad, se obtienen cada vez más, la evolución del pasado humano empieza a salir a la luz, resolviendo disputas científicas mantenidas desde hace tiempo.
¿Qué nos hace humanos?
Con esto en mente, desde el Instituto de Biotecnología y Biomedicina y el Departamento de Genética y Microbiología de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), un grupo de científicos liderado por la genetista Sònia Casillas ha desarrollado PopHumanScan, un proyecto que tiene como objetivo crear la mayor base de datos de adaptaciones genómicas humanas. Y ya ha empezado a dar frutos.
“Empezamos con un trabajo anterior, que se llamaba solamente PopHuman, que utilizaba los datos más recientes que tenemos de variabilidad genética humana –veintiséis poblaciones de distintos continentes– para crear un navegador genómico fácilmente consultable”, nos cuenta Casillas. “Este segundo trabajo –PopHumanScan– analiza el genoma en su totalidad, para localizar cuáles son las regiones génicas que pueden haber estado sometidas a selección”. Algo que, según nos explica, deja firmas genéticas detectables en las regiones afectadas.
De un plumazo, según explican Casillas y su grupo de investigación en el artículo, publicado en la revista Nucleic Acids Research, se suman, a las ya conocidas 1986, otras 873 regiones, que incrementan en un 40 % el total de señales de selección natural en el genoma humano detectadas hasta la fecha. Un conjunto de datos determinante a la hora de responder a la pregunta ¿qué nos hace humanos?
“Nadie había hecho antes un estudio tan exhaustivo”, nos aclara Casillas. “Por eso muchas de estas regiones no habían sido detectadas. Además, nosotros también las hemos caracterizado a nivel funcional. Es decir, hemos mirado qué genes hay en cada región, o si son regiones que se han introgresado a partir de genomas arcaicos, como el neandertal o el denisovano”. O sea, que impliquen hibridación entre distintas especies de homínidos.
“Avanzamos poquito a poquito”, añade. “Ahora hemos encontrado las regiones, las hemos caracterizado, y quizás lo que se ve más aplicado sería la tercera parte del proyecto, que es en la que estamos inmersos ahora mismo y busca analizar estas regiones en más detalle. Por ejemplo, uno de los proyectos que estamos llevando a cabo es datar estas regiones que se han seleccionado. Para intentar saber en qué momento de la evolución humana han sido seleccionadas: hace 10 000 años, 5000, 20 000…
El objetivo es ver si en algún momento de la historia, por ejemplo hace 10 000 años, cuando se introdujo la agricultura, muchas regiones del genoma se sometieron a selección. Descubrir si ha habido picos a lo largo de la evolución humana en la que ha habido mucha selección en el genoma”, destaca la experta.
La fuerza de la evolución observada en la humanidad
Cuando le preguntamos qué diferencia su proyecto de otros que investigan el mismo tema, Casillas nos explica que el conjunto de estadísticos que ellos emplean “es mucho más amplio”. “Otros grupos están más centrados en buscar selección reciente, y nosotros, gracias a las estadísticas que usamos, podemos detectar selección incluso desde la separación de humanos y chimpancés, hace unos seis millones de años”, subraya. Una información que permitirá a los científicos entender qué ocurrió para que seamos, a día de hoy, especies tan distintas.
“Es fácil perderse entre los datos”, nos comenta Matthew Hansen, genetista de la Universidad de Filadelfia experto en el tema, pero que no participó en este estudio. “La recopilación que han hecho de toda esa información, en una interfaz claramente definida y utilizable, proporciona a la comunidad científica un recurso de alta calidad”. “No es una idea nueva”, agrega. “Sin embargo, alguien tiene que hacer el trabajo y crear la base de datos. Un beneficio inmediato de este trabajo es que, al tener múltiples métricas de exploración de selección en un solo lugar, se identificaron cerca de 3000 regiones potencialmente interesantes. La investigación de cualquiera de esas regiones puede proporcionar una visión única de la historia de la humanidad y sus recientes adaptaciones”.
Casillas nos comenta que, con vistas al futuro, quieren analizar la selección ya no a nivel de región del genoma, sino de las rutas génicas: “Los genes no actúan solos en nuestras células, sino en rutas, conjuntamente dentro de una cascada de señales. A eso nos estamos dedicando ahora”.
Todos los recursos que genera su trabajo, una cantidad ingente de información, son de dominio público, para que cualquier científico que lo desee pueda hacer uso de ellos. Una ciencia moderna, conectada y global, que permitirá explicar por qué y cómo, siendo una única especie, somos a la vez tan distintos y tan iguales.
A continuación repasaremos algunas de las adaptaciones genéticas que hemos vivido los seres humanos a lo largo de nuestra evolución.
Digerir la leche, no tan fácil como parece
Una de las mejor caracterizadas es la relacionada con la capacidad de digerir lactosa. Como detalla un estudio publicado en la revista American Journal of Human Genetics en 2014, en la mayoría de los mamíferos y en la mayoría de los humanos, el nivel de la enzima lactasa disminuye después del destete. Sin embargo, el advenimiento de la domesticación del ganado en Oriente Medio y el norte de África, hace 10 000 años, llevó a una fuerte presión selectiva para la capacidad de beber leche de adultos. Y, en la actualidad, muchas poblaciones que tradicionalmente han ingerido este alimento mantienen altos niveles de la enzima lactasa en la edad adulta.
Análisis estadísticos han encontrado variantes europeas del gen LCT, que codifica la síntesis de la lactasa, muy distintas a los que se encuentran en algunas poblaciones africanas. Se estima que la variante europea tiene 9000 años de antigüedad, mientras que la más común de África Oriental tiene 5000, lo que concuerda con la evidencia arqueológica de la domesticación de ganado en esta zona, detalla el estudio, llevado a cabo por genetistas de la Universidad de Pensilvania (EE. UU.).
Además, la secuenciación de ADN de poblaciones arcaicas, como los neandertales o los denisovanos, “indica que el alelo europeo asociado a la persistencia de la lactasa estaba ausente en los primeros europeos centrales en el Neolítico y que su frecuencia era baja en los últimos europeos neolíticos, lo que sugiere que la persistencia de la lactasa se ha extendido recientemente (en los últimos 4000 años) en Europa”.
De acuerdo con los datos recogidos al respecto, las adaptaciones genéticas relacionadas con la persistencia de la lactasa son ejemplos de evolución convergente. O sea, que son características genéticas que surgieron independientemente en poblaciones geográficamente separadas, debido a presiones selectivas similares, y que dieron origen al mismo fenotipo.
Viviendo en la selva
Entre los ambientes más duros del planeta están los bosques tropicales. Con elevadas temperaturas, una humedad tan elevada que hace que nos pongamos a sudar en cuestión de segundos, y repletos de parásitos y enfermedades exóticas, son un desafío para cualquier especie que busque habitar en ellos.
Una de las características adaptativas a las que recurre nuestra especie para vivir en la selva está relacionada con la estatura, y se conoce como el fenotipo pigmeo. Tal como su nombre indica, los individuos adultos de estos grupos indígenas no suelen medir, si son hombres, más de metro y medio –las mujeres son incluso más bajas–.
Una característica poligénica –regulada por varios genes distintos– en la baja estatura es otro ejemplo de evolución convergente, presente en poblaciones tan dispares como los nativos de la selva amazónica, las poblaciones de aborígenes australianos, los pigmeos que habitan el desierto del Kalahari, en África, o los cazadores-recolectores de Sudamérica.
Los científicos especulan que la selección para un cuerpo pequeño puede traer ventajas a la hora de sobrevivir en un ambiente donde los recursos alimentarios son escasos y el calor inmenso, aunque también es posible que se trate de un mecanismo de compensación que relacione el cese del crecimiento con un inicio temprano de la edad reproductiva y que, en algunas poblaciones africanas, esté relacionado con la respuesta inmune, ya que los genes activados en ciertas respuestas inmunitarias inhiben la actividad de los receptores de la hormona del crecimiento.
Aunque en África solo unos cuantos genes están relacionados con la estatura, y todos ellos son altamente hereditables, en Europa, caracterizar las variantes que controlan la altura de la población es una tarea hercúlea, dada la enorme variedad de genes relacionados con esta característica. Análisis recientes incluso pusieron de manifiesto que en las poblaciones del norte de Europa es muy probable que exista introgresión con genes de poblaciones humanas ancestrales, como los neandertales o los denisovanos.
Además del calor, otro bicho de siete cabezas al que se enfrentan quienes viven en zonas tropicales son parásitos como Plasmodium falciparum, causante de la malaria, o Trypanosoma brucei rhodesiense, transmitido por la mosca tse-tse y que provoca la enfermedad del sueño.
Sin embargo, en estos casos, la genética sigue unos caminos tortuosos. De acuerdo con una revisión publicada en el American Journal of Human Genetics en 2005, quienes tienen las variantes genéticas que confieren resistencia a la malaria padecen anemia falciforme –en la que los glóbulos rojos adquieren una forma irregular y no son tan eficientes a la hora de cumplir con su función de oxigenar la sangre– o beta talasemia –enfermedad que reduce la producción de glóbulos rojos sanos y hemoglobina normal–.
Otro ejemplo similar es el relacionado con el gen APOL1, cuyas variantes G1 y G2 son capaces de dar origen a una proteína que elimina el agente causador de la enfermedad del sueño –Trypanosoma brucei rhodesiense– a costa de que quienes poseen estas variantes genéticas padezcan una cantidad anormalmente elevada de enfermedades crónicas de riñón.
Adaptándose al frío más extremo
En el otro extremo de las temperaturas se encuentra el ártico, que, frío, oscuro e inclemente, es uno de los ambientes más extremos al que nos hemos adaptado. Como sería de esperar, según un estudio publicado en la revista Science en 2015, las poblaciones de inuits de Alaska, Canadá y Groenlandia han desarrollado adaptaciones relacionadas con una dieta casi en su totalidad de procedencia marina, rica en ácidos grasos poliinsaturados omega-3. Al comparar su diversidad genómica con la de europeos y chinos, el estudio descubrió que la región más diferenciada de su genoma comprende un grupo de genes (FADS) que codifica las enzimas que permiten digerir ácidos grasos.
Además, dos variantes de esa región se asocian también con la baja estatura, lo que, según los investigadores, puede estar relacionado con la influencia del metabolismo de los ácidos grasos en la regulación de la hormona del crecimiento.
También en Science, en una revisión reciente, se pone de manifiesto lo importante que es estudiar el genoma de poblaciones indígenas. Gracias a los descubrimientos relacionados con el genoma de los inuits, fue posible que otros científicos, que estudiaban genomas europeos, encontraran variantes genéticas relacionadas con la altura, “lo que demuestra por qué los estudios de las poblaciones indígenas pueden ser informativos para identificar variantes de importancia funcional en los distintos grupos étnicos”.
Entre ambientes tóxicos y enfermedades crónicas
Los genes también tienen mucho que decir en ambientes tóxicos. Aunque han inaugurado un acueducto recientemente, y ahora cuentan con un suministro de agua potable sin contaminantes, la población argentina de San Antonio de los Cobres llevaba toda la vida consumiendo agua contaminada con arsénico.
Esta molécula pequeña, carcinogénica y capaz de entrar fácilmente en las células puede provocar daños e incluso la muerte. Una elevada toxicidad que se debe a su capacidad de interferir directamente con la respiración celular.
Aun así, su presencia no impidió que poblaciones humanas lleven habitando la zona de San Antonio de los Cobres desde hace 11 000 años. Y, de acuerdo con un estudio publicado en 2015, hayan desarrollado adaptaciones genéticas que les permiten deshacerse de este veneno a través de su metilación, que da origen a variantes moleculares menos tóxicas.
Bajo selección positiva, el gen AS3MT se encuentra integrado en un haplotipo –un grupo de genes que son heredados en conjunto– cuya frecuencia en esta población argentina es muy elevada cuando se la compara con localidades vecinas.
También existen adaptaciones genéticas locales con impacto en enfermedades complejas. Así, en la isla de Samoa el 80 % de la población padece obesidad, una de las mayores prevalencias en el mundo y una cifra que, según un estudio publicado en 2016, apoya una curiosa hipótesis: esta defiende que variantes genéticas que fueron beneficiosas en el pasado pueden ser la causa de problemas de salud actuales.
Desarrollada hace más de cuarenta años, esta teoría, conocida como la hipótesis del genotipo ahorrador, defiende que evolucionamos para sobrevivir en un mundo donde la escasez de alimentos era un factor que limitaba nuestra supervivencia. En ese sentido, estamos genéticamente programados para comer grandes cantidades de alimento cuando este se encuentra disponible, preferir los alimentos grasos, más ricos en calorías, y acumular el exceso de calorías en forma de grasa que nos permitiría sobrevivir en tiempos de escasez.
En la actualidad, con los alimentos más al alcance de la mano que nunca, el resultado puede ser un buen número de problemas de salud. Entre los habitantes de Samoa, una variante del gen CREBRF relacionada con el índice de masa corporal y los niveles de glucosa en sangre está bajo una enorme presión selectiva. Su expresión disminuye el uso de energía y aumenta el almacenamiento de grasa en el tejido adiposo; o sea, aunque pueda haber constituido una ventaja evolutiva en el pasado, hoy en día aumenta el riesgo de sufrir obesidad y diabetes tipo 2.
Respirando a miles de metros de altitud
Otro tipo de adaptación al que se han sometido algunas poblaciones ha sido a la vida en la alta montaña. Cuanto más alto subamos, menos oxígeno vamos a tener. Sin embargo, aunque un escalador de alta montaña se ve obligado a una aclimatación en fases y puede tardar meses en entrenarse para un ascenso, en varias regiones de alta montaña el ser humano prospera desde hace milenios.
A más de 2500 metros por encima del nivel del mar, en sitios como el Altiplano andino, la meseta tibetana o las montañas de Etiopía, poblaciones de hombres y mujeres viven con la misma facilidad con que habitamos nosotros las zonas menos elevadas.
¿Cuál es su secreto?
Estudios recientes de sus genomas desvelan que poseen variantes genómicas que les confieren un fenotipo adaptado a un ambiente donde la cantidad de oxígeno disponible es menor. Una vez más, las variantes de las que hablamos no son las mismas entre todas estas poblaciones, un ejemplo más de evolución convergente.
Además, según un estudio publicado en la revista Nature, todo indica que los tibetanos heredaron estas características de los denisovanos con los que, en un pasado muy lejano, se habrían apareado.
La adaptación más obvia: protección ultravioleta
La exposición a la luz ultravioleta también nos ha hecho evolucionar de forma diferente. Al contrario de nuestros primos, los primates, nosotros tenemos un cuerpo desprovisto de pelo, de forma que la piel es nuestra principal interfaz respecto al medioambiente.
Su tono es uno de los ejemplos más llamativos de diversidad fenotípica en nuestra especie. De acuerdo con una investigación publicada en la revista PNAS, los distintos tonos de piel se relacionan con la exposición a los rayos ultravioleta, con una presión selectiva hacia los tonos más oscuros a bajas latitudes –como protección frente a los rayos UV– y hacia los tonos claros a latitudes más elevadas –una selección probablemente relacionada con la síntesis de la vitamina D–.
Análisis de la variación genética relacionada con el tono de piel a lo largo de todo el genoma humano pusieron de manifiesto una gran cantidad de genes relacionados con esta característica. Publicado en Nature, en 2015, un estudio de 230 genomas euroasiáticos llegó a la conclusión de que, hasta el Neolítico, la pigmentación de la piel en Europa era mucho más variada, periodo a partir del cual se fijó el fenotipo claro, que durante los últimos 4000 años ha estado bajo una fuerte presión selectiva.
Aunque contamos con mucha información sobre la variabilidad en el tono de piel de los europeos, a día de hoy poco o nada se sabe sobre la evolución de los tonos de piel en África –donde la variabilidad es inmensa– o Asia.