En 2008, un equipo de arqueólogos rusos encontró algo muy singular en unas cavernas situadas en el macizo de Altái, en Siberia, llamadas cuevas de Denísova. Desde 1980 se sabía que podía tratarse de un yacimiento arqueológico importante, pues se habían descubierto restos que se remontaban a hace unos 180 000 años. Lo que aquellos expertos hallaron no parecía especialmente llamativo.
Se trataba de un minúsculo fósil del dedo de una adolescente, situado en un estrato geológico de hace 50 000 años. Excavaciones posteriores desenterraron varios dientes y la falange de un pie, y en 2012 apareció un trozo de hueso de dos centímetros de largo con una antigüedad de 90 000 años. No era gran cosa, pero, por suerte, fue suficiente para poder llevar a cabo un análisis del ADN conservado en las muestras. Y los resultados fueron toda una sorpresa.
El hombre de Denísova
El primer individuo denisovano fue identificado en 2010, gracias al ADN mitocondrial extraído de la falange distal del dedo encontrado en primer lugar. Los estudios revelaron que estaba estrechamente emparentado con los neandertales. Pero el bombazo surgió más tarde, con las pruebas que se llevaron a cabo con los huesos hallados en 2012.
El material genético reveló que había pertenecido a una joven de trece años, a la que se llamó Denny, y que había sido la hija de un denisovano y una neandertal. Ello la convirtió en el único homínido híbrido de primera generación jamás descubierto. La investigación, publicada en 2018, constituyó asimismo la primera prueba directa de lo que los paleontólogos sospechaban desde hacía tiempo: que los homínidos se habían cruzado entre ellos más a menudo de lo que se pensaba.
Los denisovanos tenían la piel, los ojos y el pelo oscuros y su complexión y rasgos faciales probablemente fueron similares a los de los neandertales. Sin embargo, sus molares eran más grandes y recuerdan a los de los humanos arcaicos y australopitecinos, de los cuales aparentemente desciende el género Homo.
Además, debieron de cruzarse de forma habitual con los humanos modernos y los neandertales, pues aproximadamente el 17 % del genoma encontrado en la cueva de Denísova se deriva de ellos. No obstante, uno de los muchos misterios que se ciernen sobre este asunto es que el 4 % parece provenir de una especie humana muy antigua todavía desconocida que se separó de los humanos modernos hace más de un millón de años.
En marzo de 2019 se encontraron en la citada cueva dos pequeños fragmentos de cráneo que pertenecían a otro ejemplar, y al poco tiempo se descubrieron nuevos restos de esta especie con una edad de 160 000 años en la de Baishiya, en la meseta tibetana, a más de 1000 kilómetros.
Una genética que nos resulta familiar
Este enclave está situado a unos 3000 metros sobre el nivel del mar, lo que indica que los denisovanos se adaptaron a vivir en este tipo de entornos mucho antes que los humanos modernos. Además, el hallazgo arrojó luz sobre el origen de un gen que poseen los tibetanos, el EPAS1, que altera la producción de hemoglobina y los ayuda a sobrevivir a gran altitud. Pues bien, ahora sabemos que fue heredado de los denisovanos.
En abril de 2019, un artículo publicado en la revista Cell dio una nueva vuelta de tuerca a esta historia. Tras estudiar el genoma de 161 personas de Indonesia y Papúa Nueva Guinea, los científicos encontraron que alrededor del 5 % del ADN de los melanesios y aborígenes australianos y del 8 % de los papúes también se deriva de los denisovanos. Es más, la introgresión –así se denomina al movimiento de genes de una especie a otra a consecuencia de un proceso de hibridación– a los humanos modernos en Nueva Guinea pudo haber ocurrido hace apenas 30 000 años.
Si realmente hubiese sido así, indicaría que los denisovanos quizá desaparecieron hace solo quince milenios. Pero lo más llamativo de este estudio es que el ADN denisovano del Tíbet difiere del de Papúa, y ambos del siberiano. De hecho, lo hace tanto de los otros como de los neandertales, lo que sugiere que estamos ante un tercer linaje de humanos arcaicos, que se extendió desde Siberia hasta el sudeste asiático.
Respondiendo a la gran pregunta de nuestro origen usando ADN prehistórico
El uso de técnicas de análisis de ADN ha aportado nuevos datos sobre nuestro propio árbol genealógico en épocas geológicamente recientes. Así, se ha encontrado material genético neandertal en la inmensa mayoría de las poblaciones de humanos actuales, aunque en diferente proporción. Esta es mayor en Asia oriental, intermedia en Europa y baja en el sudeste de Asia.
De ello, se puede concluir que la hibridación ha sido la norma, no la excepción, en nuestra evolución, hasta el punto de que algunos paleontólogos afirman que esta desempeñó un papel fundamental en la aparición de los humanos modernos.
Echar la vista atrás para ver cómo ha sido el devenir del género Homo es complicado, especialmente por dos motivos: porque los restos escasean —y más a medida que vamos hacia atrás en el tiempo— y por la tendencia poco disimulada de los paleontólogos a localizar nuevas especies siempre que pueden. Basta dar con la más mínima diferencia con otros ejemplares ya existentes para hablar de una nueva variedad humana, incluso aunque no se cuente con un número aceptable de fósiles.
Un ejemplo de esto lo tenemos en la discusión sobre unos restos de 157 000 años encontrados en 1997 en el famoso triángulo de Afar (Etiopía), una zona donde se están separando las placas africana y arábiga en la que han aparecido gran cantidad de fósiles de homínidos, entre ellos los de la famosa australopitecina Lucy. Para los descubridores, habrían pertenecido a una subespecie extinta de Homo sapiens, a la que denominaron Homo sapiens idaltu. Otros expertos, sin embargo, creen que se trata de un ser humano moderno, pero que retiene pequeños rasgos morfológicos arcaicos.
Algo similar sucede con los neandertales. Hay paleontólogos que defienden que es una especie diferente a la nuestra, y otros, que se trata de una subespecie. Por eso se puede ver su nombre escrito como Homo neanderthalensis —especie— u Homo sapiens neanderthalensis —subespecie—.
Y si esto sucede con ellos, de los que poseemos una colección de fósiles más o menos abundante, no digamos con otros lejanos parientes de los que hay muchos menos restos, como Homo antecessor, hallado en Atapuerca. Al principio, los paleontólogos que los sacaron a la luz supusieron que era un antepasado común de humanos y neandertales, para luego considerarlo un ancestro del linaje de estos últimos, cuyo antecesor sería Homo heidelbergensis.
Pero más allá de nuestras fronteras se plantean objeciones, sobre todo por la ausencia de suficientes restos de cráneos. Así, algunos expertos han propuesto que, en realidad, nos encontraríamos ante una forma primitiva de Homo heidelbergensis o una variedad europea de Homo erectus.
Un árbol evolutivo en constante evolución
No obstante, los cambios en el árbol genealógico humano no se han detenido. En un artículo publicado en abril de 2020 en Nature, se indica que «Homo antecessor constituye un linaje hermano cercano a los homínidos posteriores del Pleistoceno medio y tardío, incluidos los humanos modernos, los neandertales y los denisovanos». Para llegar a esa conclusión, sus autores usaron una técnica denominada paleoproteómica, que han aplicado a los despojos de un individuo que vivió hace entre 772 000 y 949 000 años. En esencia, reconstruyeron proteínas antiguas a partir de las cadenas de aminoácidos presentes en el esmalte de los dientes y luego las compararon con secuencias conocidas de estas macromoléculas.
Russell Tuttle, profesor de Antropología y Biología Evolutiva de la Universidad de Chicago, ha hecho un excelente resumen de la liosa situación en la que se encuentra la paleontología humana: «Nuestra ascendencia no se vuelve más clara a medida que reducimos los candidatos a solo las especies Homo […]. H. heidelbergensis podrían haber surgido de H. ergaster, H. erectus o H. antecessor, y cualquiera, o ninguno, podría haber sido el antepasado de los neandertales y de Homo sapiens«.
Dicho de otro modo, cada científico puede aportar razones suficientes para arrimar el ascua evolutiva a su sardina. Quizá por ello, si echamos cuentas del número de especies Homo que según los expertos han existido, nos encontramos con nada menos que diecinueve.
Pero lo cierto es que apenas sabemos unas pocas cosas con cierta seguridad sobre el origen y evolución de nuestra especie. Una es la aparición del mencionado género Homo. El fósil más antiguo, hallado en 2013 en Afar, es un fragmento de la mitad izquierda de la mandíbula inferior de un adulto. Se conoce como LD 350-1 y tiene 2,8 millones de años. Por los dientes, se cree que descendía de Australopithecus afarensis —especie a la que pertenece la famosa Lucy—, pero no se le cataloga como tal porque las coronas dentales son como las de los primeros Homo.
No hay muchos restos de Homo en el primer millón de años de su historia. El primer cráneo que ha aparecido, de 1,9 millones de años, se atribuye a Homo habilis, aunque de esa época también tenemos restos incompletos del de un H. erectus, el primero de nuestros ancestros que salió de África. Este es, de hecho, el segundo hito del que estamos seguros: H. erectus había llegado a Georgia hace 1,8 millones de años y a Indonesia 400 000 años después.
Un caos de especies sin límites claros
El papel de H. habilis en toda esta historia aún se debate. Para algunos investigadores, en realidad fue un australopiteco. Otros creen que dio origen a H. ergaster —este habría precedido a H. erectus, o quizá fueran la misma especie— y a H. rudolfensis —hay quien sugiere que este era un habilis—.
A partir de unos fósiles encontrados en 2007 cerca del lago Turkana, en Kenia, algunos paleontólogos apuntan que el hábilis coexistió con erectus durante 500 000 años y que ambos compitieron por los recursos, pero, una vez más, no hay nada seguro.
¿Alguno de estos restos pertenecieron a nuestros antepasados directos? Nadie lo sabe con certeza. Los fósiles más antiguos conocidos de Homo sapiens, de unos 300 000 años, se encontraron en 2017 en Marruecos, pero ni siquiera en esto hay un consenso. La paleoantropóloga María Martinón Torres, directora del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana, en Burgos, señala que no está claro que podamos llamarlos Homo sapiens, “pues todavía no tienen las características que definen a los humanos modernos”.
En 2009, gracias a la técnica del reloj molecular aplicado a las tasas de mutación del genoma mitocondrial, que solo se hereda por vía materna, pudo estimarse que la madre de todas las madres —un antepasado femenino común que compartimos hoy todos los seres humanos— vivió en el este de África hace 200 000 años. Hace algo más de 100 000, nuestra estirpe salió de ese continente y se encontró con los neandertales en Oriente Medio; con el tiempo, se expandió y llegó a conquistar el mundo.