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sábado, noviembre 30, 2024

El Gran Capitán, el militar español que inspiró la creación de los Tercios

Permítanme avanzar un poco en el tiempo. Situémonos en la colina de Albuch, cerca de la ciudad de Nördlingen, Alemania. Es 5 de septiembre de 1634, una década antes de que se ponga punto y final al poderío militar español de los Tercios. En medio de las brutales cargas de los regimientos protestantes suecos, el mariscal de campo Martín de Idiáquez da la orden a los 1.800 hombres de su tercio —todos vestidos con sus colores vivos, su lazo rojo en el brazo, su chambergo de plumas blancas y sus picas, mosquetes, arcabuces, ballestas y espadas—, de que no retrocedan bajo ninguna circunstancia. Da igual la sangre que vean bajo sus pies, tienen que resistir como sea.

La primera batalla de Nördlingen se libró del 5 al 6 de septiembre de 1634, en el marco de la Guerra de los Treinta Años. Arriba, colina de Klosterberg en Steinheim am Albuch. Foto: Shutterstock.

Según cuentan las crónicas de la época: «Estuvieron seis horas enteras sin perder pie, acometidos dieciséis veces, con una furia y un tesón increíbles; tanto, que los alemanes decían que los españoles peleaban no como hombres, sino como diablos». Tras dos días de duros combates, el ejército protestante se derrumbó, tal y como había ocurrido tantas otras veces con los todopoderosos tercios españoles entre 1534 y finales del siglo XVII. Más de ciento cincuenta años en los que los europeos no tuvieron ninguna duda de que esas eran las mejores unidades militares del mundo.

Tres siglos después de su desaparición, todavía se comparan los tercios de infantería española con las temidas legiones romanas o las falanges macedónicas. La pasión que despiertan es tan grande que, en los últimos años, se ha renovado el interés por la peripecia que demostraron a la hora de controlar el Viejo Continente guerra tras guerra. Sus hazañas llenan hoy todo tipo de conferencias y recreaciones a cielo abierto, generan millones de comentarios en las redes sociales, inspiran nuevos libros y hasta empujan a algunos aficionados a abrir librerías especializadas.

Pues bien, podemos decir que el culpable de todo ello es un noble y militar castellano que nació en la localidad cordobesa de Montilla en 1453. Su nombre, Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, aunque es probable que lo conozcan mejor por su apodo: el Gran Capitán. El hombre considerado todavía como uno de los mejores soldados de la historia de España, calificado igualmente como «el primer general moderno», «el padre de la guerra de trincheras» o «el Wellington español», entre otros títulos honorables. Un comandante excelente, un innovador perspicaz que inspiró la creación de los mencionados tercios con sus coronelías, esas unidades de maniobra más pequeñas, pero más eficaces que las de grandes dimensiones bajo un mando unificado.

El Gran Capitán (copia), por Eduardo Carrió, hacia 1877. Museo Nacional del Prado (Madrid). Foto: Museo Nacional del Prado.

Cada coronelía estaba formada por un número variable de soldados de infantería, que se agrupaban bajo las órdenes de un coronel. Este actuaba de mando intermedio entre los capitanes de las compañías y el capitán general del ejército. No obstante, Gonzalo no creó esta organización de la noche a la mañana, sino en el transcurso de una serie de batallas de la Guerra de Granada (1482-1492), de la Primera Guerra Italiana (1494-1498) y, especialmente, de la Guerra de Nápoles (1501- 1504), con aquel épico enfrentamiento en Ceriñola.

Hay teorías que dicen que fue, también, el primer general que ideó un sistema para explotar con éxito las armas de pólvora en un ejército de finales de la Edad Media. Además, aseguran, era «apuesto, generoso, valiente y temerario», es decir, con todas las características para convertirse en un gran héroe público. Por eso resulta extraño que, exceptuando a los historiadores, no sea más conocido fuera de España y no se le sitúe a la altura de Sun Tzu, Clausewitz, Napoleón o el general Patton.

Gonzalo era hijo de un importante noble español y la familia de su madre estaba emparentada con Isabel la Católica. No era lo que se dice un pobre. Sin embargo, al ser el menor de dos hermanos, tuvo que abrirse camino en la vida a empujones, sin imaginarse nunca que llegaría tan alto. Su padre murió muy joven y el primogénito, Alonso, quedó al cargo de todo cuando ambos eran unos niños. Heredó el título de su progenitor, conde de Aguilar, su fortuna y sus extensas propiedades, pero siempre fue bondadoso y generoso con nuestro protagonista, cuya única alternativa para medrar fue ingresar en la Iglesia o iniciar una carrera en el servicio real.

Eligió la segunda y empezó a trabajar en la casa del rey Alfonso de Castilla. Cuando este murió, pasó al séquito de su hermana Isabel, que más tarde se convertiría en la reina de Castilla y, tras su matrimonio con Fernando de Aragón, del reino que, según numerosos historiadores, dio origen a la España actual. El mismo que se convirtió en la potencia más importante del planeta después del descubrimiento de América en 1492. El nombre de Gonzalo, sin embargo, aparece ya destacado mucho antes. En concreto, en la batalla de La Albuera, dentro de la guerra civil que se produjo por la sucesión del trono de Castilla.

Conquista de Granada

Fue en estas primeras aventuras militares, bajo la supervisión de Alonso de Cárdenas, gran maestre de la Orden de Santiago, donde Gonzalo aprendió el oficio y se erigió como uno de sus guerreros más notables. Según comentó su mentor, el futuro capitán siempre estaba en primera línea del frente. Dicen que durante el asedio de Monte Frío contra los musulmanes, en 1483, fue el primero en subir a las murallas. En otras crónicas destacaban que se preocupaba muy poco de su propia seguridad.

En la conquista de Granada, de hecho, fue derribado de su caballo en un violento choque contra el enemigo a las afueras de la ciudad y a punto estuvo de morir. Salvó su vida a costa de la de un compañero. Fernández de Córdoba comenzaba a construir su leyenda y a experimentar con una nueva formación militar en la que mezclaba artillería e infantería, con una caballería mucho menor que la usada durante la Edad Media. Su éxito fue tal que, cuando cayó la ciudad, fue nombrado uno de los negociadores de las condiciones de la rendición. Como recompensa a sus servicios, los Reyes Católicos le concedieron tierras.

Gonzalo se convirtió en el hombre de la reina Isabel y le puso al frente del ejército español que fue enviado en ayuda del reino de Sicilia cuando Carlos VIII comenzó la invasión de Italia en 1494, una conquista que conmocionó a Europa y puso en guardia a los Reyes Católicos. Su elección causó sorpresa y recelos entre los generales más experimentados, ya que no le veían capaz de enfrentarse al rey francés con una expedición relativamente pequeña como la suya, formada con solo 5.000 soldados de infantería y 600 de caballería ligera.

La Reina Isabel la Católica visitando el Hospital de Campaña (1940), por Mariano Yzquierdo y Vivas. Museo del Ejército (Toledo). Foto: Album.

Cuando llegaron, Carlos ya había vuelto a Francia, pero había dejado considerables guarniciones en Italia contra las que Gonzalo sufrió, en Seminara, su única derrota importante. Fue una batalla en campo abierto que posteriormente trató de evitar y de la que aprendió que era mejor combinar el sitio de las ciudades con una cobertura de caballería ligera móvil. A partir de ese momento explotó esa nueva táctica con ingenio, apoyado por la superioridad naval que le ofrecía la Liga Santa formada por los Reyes Católicos para mermar el poder de los galos en la costa. El resultado fue tan exitoso que en dos años ocupó Nápoles y todo el sur de Italia.

En su última operación expulsó a los franceses de Ostia, el puerto de Roma, a petición particular del papa Alejandro VI, el cual le otorgó también importantes condecoraciones como la Rosa de Oro y el Estoque Bendito. A raíz de ello, se firmó un armisticio en 1497 y, al año siguiente, Córdoba pudo regresar a España como un héroe. Sin embargo, en casa se encontró con los primeros reproches del rey Fernando, que tan habituales serían de aquí en adelante. Este le apartó de sus obligaciones y le obligó a retirarse a su pueblo natal. El monarca no era muy partidario de la transformación que su general estaba llevando a cabo en su ejército ni soportaba el prestigio que estaba acumulando.

Durante estas campañas, Fernández de Córdoba percibió que sobraban ballesteros y faltaban arcabuceros, e incrementó estos últimos para lograr mayor contundencia y sorpresa. Por otro lado, la infantería fue dotada de espadas cortas, rodelas y jabalinas para poder infiltrarse entre las compactas formaciones del enemigo. Fue entonces cuando decidió organizar la tropa en compañías mandadas por un capitán, formadas a su vez por varias unidades nuevas, las coronelías, con aproximadamente 6.000 hombres cada una, que podían combatir en todos los terrenos, soportar grandes marchas y, sobre todo, realizar trabajos de todo tipo, como atrincheramientos y fortificaciones. En definitiva, entendió que las guerras modernas debían librarse trabajando en equipo.

Los dos caudillos (1866), por José Casado del Alisal. Foto: Museo Nacional del Prado.

La Batalla de Ceriñola

Pero Gonzalo había caído en desgracia y pensó que no podría consolidar su revolución. Todo cambió, sin embargo, cuando los turcos atacaron la costa Dálmata. El papa Alejandro VII, el dogo de Venecia y el rey de Francia formaron una nueva Liga para expulsarlos y, curiosamente, le ofrecieron el mando a los Reyes Católicos. Solo pusieron una condición: Gonzalo Fernández de Córdoba debía ser quien dirigiese las tropas.

A su pesar, Fernando de Aragón tuvo que aceptar y Fernández de Córdoba fue nombrado capitán general y almirante de la Armada que salió a combatir al potente ejército otomano. El día de Navidad del año 1500 los derrotó en Cefalonia. Eso le devolvió la gracia de su rey y se dedicó durante dos años a revisar y condicionar las fortificaciones de Nápoles, pues sabía que el nuevo monarca francés, Luis XII, estaba obsesionado con dicha ciudad. Y no se equivocó, porque en 1502 se saltó el tratado de paz que habían firmado e inició las hostilidades. A Gonzalo no le cogió por sorpresa y salió a su encuentro en Ceriñola, la batalla en la que nuestro protagonista cambió la historia de España.

Fernando el Católico (1634), por Felipe Copia Ariosto. Foto: Museo Nacional del Prado.

En ocasiones, esta contienda es descrita como la primera que se ganó con armas ligeras de pólvora. Fue aquí donde Fernández de Córdoba obtuvo su apodo de ‘Gran Capitán’, un título que amigos y enemigos reconocían que tenía plenamente merecido. Por último, es también considerada un ejemplo de un nuevo tipo de lucha dirigida casi como un sitio, con una trinchera como foco de la lucha, creando rápidamente un bastión de apoyo para los cañones y los mosquetes del ejército.

La batalla se desarrolló en un diminuto punto de la Apulia italiana situado en lo alto de una colina cubierta de viñedos y olivos. Los españoles llegaron a tiempo de cavar un foso y una pared de tierra alrededor para aprovechar la situación elevada de Ceriñola. Gonzalo contaba con un contingente más pequeño, formado principalmente por infantería: 600 caballeros con armadura, 5.000 infantes, 18 cañones y 2.000 mercenarios alemanes. Pocos días después llegaron los franceses al mando de Luis de Armagnac con un ejército más abultado: 1.000 caballeros con armadura, 2.000 jinetes ligeros, 6.000 infantes, 2.000 piqueros suizos y 26 cañones.

El Gran Capitán, recorriendo el campo de la batalla de Ceriñola (1835), por Madrazo. Foto: Museo Nacional del Prado.

El secreto del Gran Capitán era que España poseía un mayor número de arcabuceros, que iban a ser decisivos para detener a la fuerza arrolladora de la caballería francesa. Fernández de Córdoba los situó delante de las defensas para que sus disparos pudieran alcanzar al enemigo e, inmediatamente después, a la infantería alemana y española, quedando más retrasada la caballería pesada, a la que nuestro protagonista dio menos importancia. Él se situó en el centro del dispositivo para revisar su estrategia.

Antes de desenvainar su espada, el Gran Capitán se quitó el casco dejando su cabeza al descubierto, en un gesto nada habitual en los momentos previos a la batalla. Cuando uno de sus capitanes le preguntó por qué lo hacía este le respondió: «Los que mandan el ejército en un día como hoy no deben ocultar el rostro». Luego observó impasible cómo la caballería francesa comenzaba a cargar orgullosa contra los españoles, hasta que estuvieron al alcance de las balas. Entonces ordenó la primera salva de fuego, que hizo estragos en la caballería pesada del enemigo. Los supervivientes, además, se toparon con el foso erizado de estacas y pinchos y, cuando encontraron una fisura por la que penetrar, Luis de Armagnac fue abatido por nuevos disparos.

La infantería gala corrió la misma suerte cuando le tocó el turno. El fuego español era implacable y, además, Fernández de Córdoba fue muy inteligente al ordenar la retirada de la primera línea de arcabuceros cuando los galos lograron acercarse. Así evitó muchas bajas y le dio la ventaja para cargar con todos sus infantes contra las diezmadas tropas del fallecido Armagnac, que ya no tenían objetivos contra los que luchar al haberse retirado los arcabuceros. Sin apenas oposición, los caballeros terminaron por aplastar a los restos del ejército francés.

La batalla apenas duró una hora y fue una auténtica paliza. La táctica fue perfecta y reflejó la importancia que, desde ese momento, tendrían la fortificación y la elección del terreno. «El Gran Capitán demostró también que las victorias se lograrían con la infantería. Utilizando para ello compañías formadas por soldados distribuidos en tercios, es decir, en tres partes: arcabuceros, rodeleros —soldados con armadura muy ligera armados de espada y rodela, el típico escudo circular de origen musulmán— y piqueros. Se adelantó cuatro siglos a Napoleón, huyendo de la guerra frontal y utilizando las tácticas envolventes y las marchas forzadas de infantería», explica Juan Granados, autor de la novela histórica El Gran Capitán (Ed. Edhasa).

Detalle de la Batalla de Lepanto por Giorgio Vasari. Foto: Album.

A finales de 1503, españoles y franceses volvieron a medir sus fuerzas en el río Garellano, donde esta vez Fernández de Córdoba dio buena cuenta de las huestes del marqués de Saluzzo. El Gran Capitán fue el triunfador absoluto de estas guerras y quedó como virrey de Nápoles, donde fue muy querido y respetado. Lo más importante es que el sur de Italia quedó en poder de España durante más de dos siglos. A pesar de ello, nuestro protagonista fue pronto víctima de las envidias cortesanas, hasta el punto de que terminó siendo relevado de su puesto una vez más. Fernando el Católico no pudo soportar su popularidad y que sus propios hombres llegaran a desear que este fuese proclamado rey de Nápoles.

Un cargo que jamás deseó, a pesar de haber cambiado la historia.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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