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lunes, noviembre 25, 2024

La reina Victoria y sus paralelismos con Isabel II

Alejandrina Victoria de Hannover nació el 24 de mayo de 1819 y subió al trono del Reino Unido de Gran Bretaña en el año 1837, tras la muerte de su tío Guillermo IV. Su largo reinado se identifica con la sociedad de su tiempo, que recibe por ello el sobrenombre de «victoriana». Algunos historiadores opinan que su coronación era previsible, mientras que otros afirman que se produjo fortuitamente, ya que sus inmediatos antecesores y tíos, los reyes Jorge IV y Guillermo IV, podrían haber tenido descendencia legítima.

Coronación de la reina Victoria en 1837 recreada por el pintor Leslie Ch. Robert. Foto: Alamy.

En cualquier caso, la joven se ganó el respeto y el afecto del pueblo británico, afianzando así una dinastía que había sido problemática a lo largo del siglo anterior: Jorge I y su hijo Jorge II, llegados al trono desde el principado alemán de Hannover, no se adaptaron a su país de adopción; eran conocidos por mostrar un carácter irascible y en ocasiones cruel, además de preocuparse más por el bienestar de sus compatriotas alemanes que por sus súbditos ingleses. Jorge III cambió ese tono por completo e inició un acercamiento de la monarquía a la población que culminaría con Victoria.

EL «Sistema Kensington»

Con este nombre se conoce la férrea estructura educativa dispuesta para la crianza de Victoria, ideada por su madre, la duquesa viuda de Kent, y el asistente de esta, John Conroy. La duquesa era alemana de origen: Victoria de Sajonia-Coburgo se había casado en segundas nupcias con Eduardo, duque de Kent, tras perder a su primer marido. En 1820, se vio de nuevo sola y con una hija a la que criar. Pensó en trasladarse a Coburgo, donde tenía posesiones, pero su hija ocupaba el cuarto lugar en la línea sucesoria inglesa, así que decidió permanecer en Londres.

La duquesa de Kent con su hija Victoria. Grabado de H. Bone de una miniatura de original de W. Beechley (1824). Foto: Getty.

Victoria de Sajonia no hablaba inglés y carecía de la simpatía del Parlamento (debido a las deudas de su difunto marido); aun así, pudo residir en el palacio de Kensington con su hija y los miembros de su casa. El edificio, en un extremo de Hyde Park, alojaba a otros parientes de la familia real. La duquesa confinó a su hija en el palacio, alejándola de quienes no contasen con su aprobación. No era descabellado pensar que el rey Guillermo pudiese morir durante la infancia de Victoria; se abriría entonces un periodo de regencia durante el cual la duquesa podría desempeñar un papel decisivo.

El hecho es que Victoria nunca estuvo sola, desde su nacimiento hasta su ascenso al trono: además de compartir habitación con su madre, siempre la acompañaban ella o una de sus institutrices (la baronesa Lehzen y la duquesa de Northumberland) y era vigilada por John Conroy. La niña no podía ver a sus parientes paternos: el propio rey Guillermo tenía vetado el acceso a su sobrina. Ciertamente, el tío mayor de Victoria, Jorge IV, no fue ejemplar: su conducta resultó en un matrimonio secreto, otro fallido, varias relaciones extramaritales y cuatro hijos ilegítimos. Así, el alejamiento de Victoria de la corte puede verse como el intento de su madre por preservar su decencia, tanto más importante si llegaba al trono. De este modo, creció rodeada de personas mayores, con la única distracción de su perro y sus muñecas; algo que, según ella, la hizo propensa a la melancolía.

Una vida estricta

Otra posible consecuencia del aislamiento de Victoria durante su niñez y juventud fue la costumbre de llevar un diario. No podía expresar sus opiniones y puntos de vista, así que los plasmaba en sus cuadernos, dejando constancia de un carácter fuerte y tenaz. Continuó escribiendo hasta su muerte, lo que permite a los investigadores tener una idea más exacta de su vida y de su tiempo.

El primer diario comienza en 1832 y describe las impresiones de una Victoria de 13 años en un viaje por Gales. En vida de la reina (1868) se publicaron algunos extractos de estos diarios bajo el título Hojas del diario de nuestras vidas en las Highlands. La soberana relata en esos pasajes la tranquilidad y despreocupación que sentía en su retiro escocés de Balmoral, propiedad adquirida por su marido, Alberto. Durante sus estancias allí paseaban, cazaban y vivían en familia, libres del protocolo. Después de la muerte de Alberto, Victoria eligió ese lugar para pasar su duelo. Cabe suponer que sus recuerdos se hacían allí más vivos y entrañables.

Aunque escribió más de un centenar de cuadernos, solo se conservan 13 de su puño y letra; el resto fue revisado y reescrito por su hija Beatriz, lo cual no disminuye su interés para quienes estudian el Reino Unido del siglo XIX, ya que ningún otro monarca ha dejado tras de sí fuentes tan personales. Además de los diarios, se conservan miles de cartas que Victoria escribió a lo largo de su vida. El proyecto de digitalización y apertura online de ese material, auspiciado precisamente por la tataranieta de Victoria, Isabel II, finalizó en 2012. Cualquiera en el Reino Unido puede acceder a los diarios en http://www.queenvictoriasjournals.org, mientras que desde otros lugares debe accederse a través de la Biblioteca de la Universidad de Oxford.

Isabel II observa en 2012 algunos diarios de la reina Victoria acompañada por la curadora de la Colección Real, lady Jane Roberts. Foto: Getty.

Ni Victoria ni su época se comprenden sin su marido, Alberto. De la misma edad y primos hermanos, se conocieron a los 17 años, en 1836, después de que Leopoldo, rey de los belgas y hermano de la duquesa de Kent, propusiese a Alberto de Sajonia-Coburgo como posible esposo para Victoria. Guillermo IV prefería un matrimonio con Alejandro de los Países Bajos, hijo de Guillermo de Orange-Nassau, pero Victoria se opuso a esa alternativa.

El príncipe perfecto

En su primer encuentro, Alberto y Victoria compartieron experiencias similares, como la ausencia de una vida familiar: los padres de él estaban divorciados y casados en segundas nupcias y la relación entre padre e hijo era distante. El compromiso siguió adelante, aunque la boda no se celebraría hasta 1840, cuando los novios ya contaban 21 años de edad. El primer año de matrimonio, el príncipe se encontró como un extraño en su propia casa. La baronesa Lehzen dirigía la vida doméstica, usurpando (según el propio Alberto) el lugar del marido.

En opinión de Victoria, su esposo era perfecto. Y seguramente lo fue; sus firmes convicciones sociales se expresaron en iniciativas como la abolición universal de la esclavitud o la elevación de la edad de los niños trabajadores. Educado en la Universidad de Bonn, tras su nombramiento como rector de la de Cambridge modernizó los planes de estudio y se mostró interesado en la aplicación de los avances técnicos a las actividades industriales. Gracias a su empeño se celebró la Gran Exposición en Hyde Park (1851), empresa difícil debido a la oposición parlamentaria, pero que se saldó con enorme eco internacional y éxito económico. 

En el terreno familiar, Alberto se ocupó de la educación de sus hijos (extraordinario en un padre de la época) y ordenó las cuentas de su esposa. Gracias al príncipe, la vida de la reina y la situación del país discurrían en paralelo a mediados del siglo XIX: Victoria era feliz junto a su marido y sus nueve hijos, y Reino Unido avanzaba a la cabeza de los países industrializados.

La reina Victoria y el príncipe Alberto con cinco de sus hijos, por el pintor alemán Frederick Winterhalter (1846). Foto: Getty.

«¡Muera la Reina!»

En cuanto al pueblo británico, al principio no le tenía afecto al príncipe por su origen alemán, pese a sus modales agradables, su conocimiento del idioma y su actitud conciliadora. Pero, cuatro meses después de la boda, la pareja sufrió un atentado (el primero de muchos) sin daños personales y Alberto mostró gran serenidad durante el suceso, algo que el pueblo valoró positivamente. Seguidamente, el Parlamento tuvo que considerar el destino del trono si la reina moría: el resultado fue la Ley de Regencia de agosto de 1840, que designaba a Alberto regente en caso de faltar su esposa.

La reina Victoria sufrió siete atentados entre 1840 y 1882, seis de ellos con pistola y uno, en el que resultó herida, con una bengala. Dos atacantes fueron declarados enfermos mentales: Edward Oxford, que pasó un cuarto de siglo en el asilo de Bethlem, y Arthur O’Connor, que cumpliría un año de cárcel. Otros dos fueron condenados a muerte, pero la sentencia se conmutó por destierro, pena que se impuso asimismo a otros dos. Por último, William Hamilton, autor del cuarto ataque, sirvió siete años de trabajos forzados tras admitir su intención de matar a Victoria.

Una constante se repite después de cada atentado: la simpatía popular hacia la familia real. Así, si el primer ataque aumentó el aprecio por Alberto, los dos últimos (1872 y 1882) devolvieron a la soberana el afecto de sus súbditos.

La viuda eterna

No resultaba nada raro que los londinenses vieran a la reina por las calles en su paseo diario, pero todo esto cambió al fallecer el príncipe Alberto en 1861: Victoria desapareció de la vida pública. En sus escritos dejó constancia de cómo la afectó esa pérdida, ya que era su confidente, su consejero y un gran padre. Pero el deber, que no entiende de duelos, llamaba y la negativa de la reina a afrontar los asuntos de Gobierno deterioró su imagen, produciendo el auge del republicanismo.

La reina Victoria retratada por el fotógrafo francés Antoine Claudet hacia 1860. Foto: Getty.

Reino Unido estaba en pleno crecimiento. En 1858 se había constituido el Raj británico en la India; la construcción de vías férreas supuso un incremento astronómico de las exportaciones y la mecanización de la industria convirtió al país en el mayor productor de carbón, hierro y acero de Europa. En 1875, el Estado compró las acciones egipcias del Canal de Suez y siete años después se creó un protectorado inglés en Egipto para proteger el tráfico de mercancías.

Puede observarse un paralelismo inverso entre la reina y el reino: los años más felices de Victoria fueron difíciles para los británicos por el mal estado de las comunicaciones, los bajos salarios, el trabajo infantil, el analfabetismo y las epidemias, que resultaron en un elevado índice de mortalidad y una baja esperanza de vida; en 1861, en cambio, la reina comenzaba su etapa más amarga mientras su pueblo se erigía en la potencia económica que siempre había ansiado ser. Una triste paradoja.

En cuanto a la relación de Victoria con John Brown, primero, y con Abdul Karim, más tarde (ambos sirvientes), cabe pensar que necesitó a personas de confianza en la etapa más dura de su vida. A diferencia de sus súbditos, abiertamente racistas y clasistas, la reina no mostró ningún prejuicio en su madurez. Falleció en la casa familiar de la isla de Wight, el 22 de enero del año 1901. En YouTube puede verse la conducción de su féretro hasta la catedral de San Pablo, donde se oficiaron los funerales. Aquel día, llovía sin cesar.

Cortejo fúnebre de Victoria rumbo al mausoleo de Frogmore, castillo de Windsor (4 de febrero de 1901). Foto: Getty.

Rasgos paralelos

La sucedió en el trono su hijo varón mayor, el notablemente liberal pero poco memorable Eduardo VII, que inauguró así una nueva dinastía: la Casa de Sajonia-Coburgo-Gotha, la línea paterna, alemana de origen como los Hannover. Todo quedaba en casa, pero esta denominación tendría un corto recorrido.

En 1917, el nieto de Victoria, Jorge V, sustituyó estos apellidos alemanes por el inglés Windsor; Reino Unido se enfrentaba a Alemania en la Gran Guerra y resultaba inconcebible que los soldados muriesen en nombre de un rey de apellido germánico. Así, como prueba de la lealtad de la familia real a su país, en julio de ese año el rey emitió un decreto que oficializaba el cambio. Cuatro meses después, una ley del Parlamento permitió retirar cualquier honor británico a quienes hubiesen luchado junto a las Potencias Centrales, los imperios alemán y austrohúngaro.

La familia real en el palacio de Buckingham, 1913. El rey Jorge V, la princesa María, el príncipe Eduardo y la reina María. Retrato realizado por el artista irlandés John Lavery. Foto: Album.

Hasta el momento han sido cinco los reyes de la Casa de Windsor: el propio Jorge V, su hijo Eduardo VIII, el hermano de este, Jorge VI, su hija primogénita, Isabel II, la reina más longeva de la monarquía británica, y ahora el hijo de esta, Carlos III.

Las vidas de Victoria I y su tataranieta Isabel II guardan un cierto parecido y son por ello frecuentemente comparadas. Las dos fueron educadas en sus residencias y llegaron al trono sin ser herederas directas del mismo, a una edad temprana (18 años en el caso de Victoria; 25, en el de Isabel). Contrajeron matrimonio con sus primos (Alberto y Felipe) y contaron con un apoyo político importante en sus primeros años de reinado: lord Melbourne fue el valedor de Victoria y Winston Churchill, el de Isabel. Las dos manifestaron su amor por los animales y su apego a la residencia de Balmoral, y se conoce su tenacidad en el desempeño de sus responsabilidades, aunque en este aspecto el «retiro» de Victoria en 1861 convierte a Isabel en la más fiable de las dos monarcas.

Por otro lado, Isabel contó con el apoyo de su marido hasta los 94 años, mientras que Victoria enviudó a los 42. Sí las aúna el hecho de que ambas reinaron en épocas de profundos cambios sociales, políticos y económicos, con un saldo positivo para Victoria: su gran imperio se ha desintegrado bajo la mirada de Isabel. Y las dos pasaron por un annus horribilis: 1900 para Victoria, 1992 para Isabel, según declaraciones de ambas. Con todo, sus figuras lograron la cohesión de la sociedad británica por encima de las dificultades.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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