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Pocos meses después del ascenso de los nazis al poder, los alemanes tuvieron claro que el principio rector en torno al cual se iba a organizar la nación sería la raza. Con Hitler al mando del país, los judíos alemanes fueron recibidos con miradas hostiles por gran parte de la población. La Ley para la Restauración de la Administración Pública Profesional obligó a dejar sus cargos a todos los funcionarios que fueran de esa minoría étnica.
Los vecinos que antes se entendían dejaron de hablarse. Los arios comenzaron a despreciar a la comunidad hebrea. “El reconocimiento de que había una diferencia fundamental entre los alemanes y los judíos resucitó supersticiones mucho más antiguas, según las cuales el contacto físico con los judíos era dañino y los varones judíos corrompían a las mujeres alemanas”, afirma el historiador Peter Fritzsche en su libro Vida y muerte en el Tercer Reich (Crítica, 2009).
El diez por ciento de los judíos que vivían en Alemania emigraron entre 1933 y 1934. Aunque la mayoría de ellos no quería abandonar su país, la presión a que fueron sometidos fue en aumento día a día. En septiembre de 1935, los nazis regularizaron la esterilización de personas con enfermedades supuestamente hereditarias y dictaron numerosas leyes contra los judíos; entre ellas, las de Núremberg, que denegaron la nacionalidad alemana a esa minoría étnica y prohibieron los matrimonios y las relaciones sexuales entre judíos y alemanes arios. Ese fue el caso del periodista y escritor Victor Klemperer, que al ser de origen semítico perdió su empleo en 1935 por haberse casado con una mujer de raza aria, la pianista Eva Schlemmer. Tras incautar su piso, la Gestapo realojó a la pareja en dos minúsculas habitaciones para judíos, donde sobrevivieron hasta el final de la guerra.
Precedentes del pogromo
El acoso hacia los judíos se endureció desde finales de 1937, cuando los pasaportes de los miembros de la comunidad hebrea fueron confiscados. El 26 de abril de 1938, los judíos fueron obligados a registrar sus bienes y propiedades, lo que iba a facilitar su incautación por parte del Reich.
Para los ideólogos del nacionalsocialismo, Alemania era “la comunidad del pueblo” (Volksgemeinschaft), compuesta por individuos arios de raza superior y en la que no cabían las razas inferiores, como judíos, gitanos o eslavos. En un abrir y cerrar de ojos, “lo colectivo aplastó el pensamiento individual; la libertad fue abolida y comenzó el dominio de la oscuridad y el terror”, escribe Sebastian Haffner en su libro Historia de un alemán.
Política antisemita del Tercer Reich
Mediante un decreto del Führer de agosto de 1938, se creó el ala armada de las SS, cuya misión iba a ser el exterminio de los enemigos ideológicos de Alemania. El gran salto hacia esa meta se consumó en el célebre pogromo del 9 y 10 de noviembre de 1938, conocido como la Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht). “Esa noche de horror, un retroceso de un Estado moderno al salvajismo asociado con épocas antiguas, puso al descubierto ante el mundo la barbarie del régimen nazi”, afirma el historiador británico Ian Kershaw, autor de una de las mejores biografías que se han escrito sobre Hitler.
Aquella orgía de violencia, que marcó un punto sin retorno en la política antisemita del Tercer Reich, fue la culminación de una oleada de odio racial contra el pueblo hebreo que había comenzado en 1933 y se exacerbó en la primavera de 1938, cuando los nazis atacaron a los judíos de Viena. Meses antes de la Noche de los Cristales Rotos, se produjeron actos vandálicos en los cementerios hebreos y ataques violentos a muchas sinagogas en Alemania.
“Cientos de judíos se vieron forzados, a menudo a través de extorsiones propias de gánsteres, a vender por una miseria a hombres de negocios ‘arios’ sus propiedades, entre las que figuraban bancos privados de renombre como Warburg y Bleichröder”, recuerda Kershaw. Otras entidades, como el Deutsche Bank y el Dresdner Bank, así como grandes empresas como Krupp, Thyssen, Flick, Mannesmann e IG-Farben, se beneficiaron de las ventas forzadas de negocios judíos a empresarios arios a precios irrisorios.
Violencia contra la población judía
El 27 de mayo de 1938, miles de personas recorrieron las calles de Berlín destrozando escaparates de comercios judíos, y semanas después activistas del Partido Nazi pintaron consignas antisemitas en las tiendas hebreas de la elegante Kusfürstenddam Strasse, la principal arteria comercial de la capital alemana. Goebbels quería iniciar cuanto antes la limpieza racial en Berlín. La justificación para ponerla en marcha llegó el 7 de noviembre cuando un judío de 17 años, Herschel Grynszpan, disparó contra el secretario de la embajada alemana en París, Ernst vom Rath, acabando con su vida.
A la mañana siguiente, la prensa nazi lanzó una campaña de odio que incitaba a la violencia contra la población hebrea. El 8 de noviembre, los dirigentes locales del partido en diversos puntos de Alemania instigaron por iniciativa propia, ya que no habían recibido órdenes de Berlín, ataques que incluyeron el maltrato a esa minoría étnica, la destrucción de sus propiedades y la quema de sinagogas. El 9 de noviembre, por la noche, Goebbels pronunció un discurso en el que anunció a los asistentes el asesinato de Ernst vom Rath. Una vez finalizó el acto, el todopoderoso ministro de Propaganda dio instrucciones a las autoridades locales para que ordenaran más ataques y mejor organizados.
Órdenes terribles en marcha
Poco después, un pelotón de asalto nazi (Stosstrupp Hitler) llevó a cabo actos vandálicos en las calles de Múnich, pegó palizas a los judíos que se cruzaban en su camino y demolió la sinagoga de Herzog-Rudolf-Strasse, que había sobrevivido a los actos vandálicos que se produjeron en la ciudad meses antes. Goebbels también llamó a Berlín para ordenar que se demoliese la sinagoga de Fasasen Strasse. Reinhardt Heydrich, que meses después sería uno de los organizadores del Holocausto, envió un télex a los departamentos de policía del país ordenando detener a todos los varones judíos para los que hubiera sitio en las cárceles. También ordenó a los policías y bomberos que no frenaran la destrucción de sinagogas, que se mantuvieran al margen.
La ola de violencia se extendió por todo el país. Sus consecuencias fueron dramáticas para la comunidad hebrea. Se demolieron unas cien sinagogas y otras tantas fueron incendiadas. Se destruyeron en torno a 8.000 comercios y se saquearon innumerables viviendas. Las aceras de las principales ciudades estaban llenas de trozos de cristal de los escaparates de las tiendas, cuyas mercancías quedaron tiradas en la calle. Los muebles astillados, los espejos, colchones y utensilios de todo tipo quedaron esparcidos tras ser lanzados por las ventanas de los domicilios hebreos.
Pero lo más grave fue el asesinato de aproximadamente un centenar de judíos, a los que hay que sumar los frecuentes suicidios que se produjeron tras aquella abominable noche de locura y violencia. 30.000 varones fueron internados en los campos de concentración de Sachenhausen, Buchenwald y Dachau. Los carceleros los sometieron a todo tipo de vejaciones y torturas. Mientras los trasladaban a los campos, grupos de adolescentes se mofaban de ellos, los insultaban y les tiraban piedras.
El pogromo demostró que Hitler y los suyos estaban en condiciones de llevar a la práctica su política más radical de limpieza racial con la ayuda de la policía, los funcionarios y muchos ciudadanos, unos de forma activa y otros mirando a otra parte. En sus diarios, Goebbels anotó lo sucedido aquella infausta noche: “La información fluye desde todas partes del Reich: cincuenta, luego setenta sinagogas han sido incendiadas (…). Mientras me llevan al hotel se rompen los escaparates. ¡Bravo! ¡Bravo!”.
Demonización del pueblo hebreo
Sin duda, hubo alemanes que quedaron horrorizados ante la brutalidad de los militantes nazis, pero otros muchos aplaudieron aquel aquelarre medieval. La propaganda antisemita había sido todo un éxito. El pueblo judío fue tan demonizado y excluido de la sociedad alemana que a casi nadie le sorprendieron las nuevas medidas económicas contra esa minoría. Hitler quería que fueran los propios judíos los que pagaran la factura por la destrucción de sus propiedades. “Las víctimas tenían la culpa de su propia persecución. Tendrían que costear los daños sin que las empresas de seguros alemanas tuviesen que aportar nada y sus propiedades serían expropiadas”, escribe Kershaw.
Finalmente, a las empresas de seguros se les dijo que tendrían que cubrir las pérdidas ocasionadas aquella noche por los propios militantes nazis, pues de no hacerlo peligrarían sus actividades en el extranjero. Pero el nuevo reglamento dejaba muy claro que los pagos debían hacerse al Reich y no a los damnificados judíos que lo habían perdido todo. Pocas horas después de la Noche de los Cristales Rotos, Göring emitió decretos que imponían una multa de mil millones de marcos (una fortuna en la época), lo que excluyó a los judíos de la economía alemana.
Hitler y sus secuaces cumplieron a medias uno de sus objetivos. Entre finales de 1938 y septiembre de 1939, cuando estalló la guerra, los judíos que pudieron huyeron de Alemania. Se supone que fueron cerca de 80.000. Pero había muchísimos más a los que les esperaba un futuro dramático. Pocos meses antes de invadir Polonia, Göring creó una oficina para la “emigración judía”, cuyo mando quedó en manos de las SS.
“Los nazis fomentaron ‘el amor de lo propio y el odio de la ajeno’ en igual medida e hicieron de cada uno el fundamento del otro. Este vínculo entre la vida de Alemania y la destrucción del poder de los judíos dotó de un barniz idealista a las políticas antisemitas de los nazis”, afirma el historiador Peter Fritzsche. En ese sentido, Hitler afirmó que el causante de la guerra que se avecinaba era el pueblo judío, al que curiosamente acusaba de dos pecados antagónicos: instigar el marxismo bolchevique y manipular el capital financiero del mundo.
En enero de 1939, en uno de sus inacabables discursos, el líder nazi lanzó una amenaza: “Si los judíos desencadenan el conflicto mundial, la consecuencia será su aniquilación”. Pero fue Hitler y no el pueblo judío el que provocó la guerra, al invadir Polonia en septiembre de ese mismo año. Él fue el que desató una tempestad de fuego y destrucción que arruinó Europa y causó la muerte a millones de seres humanos.
La aniquilación está decidida
En junio de 1941, tras haber conquistado Austria y Checoslovaquia sin disparar un tiro y haber invadido Polonia y parte de Francia sufriendo escasas bajas, el envalentonado Reich lanzó a unos tres millones de soldados a la conquista de la Unión Soviética. No fue ninguna casualidad que el inicio de la Operación Barbarroja coincidiese con el comienzo del genocidio. El objetivo ideológico de erradicar el “judeobolchevismo” era fundamental en la guerra de aniquilación que habían proyectado los nazis.
En los primeros días de la invasión, el ataque mortífero de los Einsatzgruppen respaldados por la Wehrmacht estableció el carácter genocida del conflicto. “No tardaría en convertirse en un programa genocida total, como jamás había visto el mundo”, afirma Kershsaw. Fue en enero de 1942 cuando los jerarcas nazis oficializaron la Solución Final en la Conferencia de Wannsee, celebrada en un palacete situado muy cerca de Berlín. De ese modo y en aquel lugar, el protocolo de la Solución Final fue firmado por un nutrido grupo de altos mandos del nazismo, entre los que figuraban Heydrich, Eichmann y representantes de algunos ministerios del Reich.
Ya no hubo trabas que limitaran la conducta inhumana de un gobierno que iba a poner en marcha la maquinaria exterminadora de Auschwitz, Treblinka, Sobibor y los demás campos de la muerte. Pero ¿cómo pudo ocurrir una cosa así? ¿El pueblo alemán no sabía lo que estaba ocurriendo en los campos de exterminio? En realidad, el genocidio no fue el crimen perpetrado por un líder sanguinario y paranoico. En su ejecución colaboraron cientos de miles de personas. Y la mayoría era gente normal. No estaban locos.
Hay quien piensa que ninguna dictadura se impone y se mantiene durante tantos años sin la ayuda de una parte importante de la sociedad. El historiador Daniel Jonah Goldhagen, autor de Los verdugos de Hitler (Taurus, 1997), afirma que parte de la sociedad alemana facilitó el genocidio. “Hubo al menos 100.000 alemanes que contribuyeron directamente a la muerte de los judíos, aunque creo que el número de personas involucradas en el exterminio podría ascender a medio millón”.
La Sinagoga Nueva de Berlín, situada en Oranienburger Strasse 30, fue parcialmente destruida durante la infame Noche de los Cristales Rotos de 1938. Cinco años después, el edificio sufriría más daños durante los bombardeos aliados, y acabó siendo derruido en 1958. Su posterior reconstrucción y la inauguración del Museo del Holocausto Judío, diseñado por el arquitecto Daniel Libeskind, constituyen un recordatorio de aquellos años de barbarie, la etapa más siniestra de la historia alemana.