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martes, noviembre 26, 2024

¿Conoces a estos ‘imitadores’ de Velázquez?

Pintar imitando a un maestro de referencia del panorama internacional constituye, en el marco de la literatura artística de la Edad Moderna, un locus communis, pero en el caso de Francisco Palacios y Francisco de Burgos el calificativo como “imitadores” de Velázquez se ha extrapolado, de diferentes modos, a partir de las reflexiones escritas en varios textos fechados entre los siglos XVII y XIX. En realidad, y si tomamos prestadas las palabras de Lázaro Díaz del Valle y Antonio Palomino, tales palabras evocan vínculos de aprendizaje y colaboración, tanto directos como indirectos, con el pintor sevillano.

El sueño del caballero o Desengaño del Mundo (hacia 1650), Antonio de Pereda. Foto: ASC.

Burgos Mantilla

En el caso de Francisco de Burgos Mantilla (Burgos, h. 1610-Madrid, 1672), las primeras informaciones, dictadas por Palomino, lo sitúan en el taller de Pedro de las Cuevas (Madrid, 1583-Madrid, 1644), un espacio de formación decisivo que posibilitó su entrada, en una segunda fase, en el círculo de Velázquez, tal y como Díaz del Valle y Palomino defendieron en sus escritos. La cercanía con el andaluz debió de ser mucho más estrecha de lo que, a priori, podría ser con un mero imitador de sus directrices técnicas, dado que el expediente que Velázquez tramitó para solicitar la concesión del hábito de la Orden de Santiago, en 1658, contiene la declaración como testigo de Burgos Mantilla. Aquí encontramos datos esenciales para comprender la verdadera dimensión como artista del burgalés, afincado, como él mismo reconocía, desde los ocho años en Madrid, quizá por razones laborales ligadas con la profesión de jurista de su padre en la Real Audiencia de Burgos, y que declaró conocer al solicitante desde la friolera de treinta y cuatro años. Las palabras de su declaración a favor de la concesión del hábito militar también reflejan que conocía bien el ámbito laboral de su amigo, al que define, exclusivamente, como pintor de cámara regio y, por lo tanto, desligado de cualquier otra actividad servil. En cambio, en ningún momento, se describió a sí mismo como discípulo, prosélito o seguidor.

Copista y buen amigo

Términos que sí encontramos, en cambio, diez años antes, en el inventario de sus bienes realizado con motivo de su tercer matrimonio y en el que señala, expresamente, que tenía en su colección artística un pequeño retrato de Felipe IV a caballo que era una copia de Velázquez —y aquí si podríamos definirlo, al menos, como “copista”—, además de un caballo blanco y el retrato de busto del conde de Siruela que, junto con otro retrato sin identificar, eran también copias del andaluz. Burgos Mantilla distingue, de forma categórica en este listado de bienes artísticos, la presencia de “originales velazqueños”, dado que también alude a una pintura de Cleopatra y una cabeza de un joven sin identificar de mano del andaluz.

Retrato de Felipe IV, a caballo (1635), por Diego Velázquez. Museo del Prado, Madrid. Foto: Museo Nacional del Prado.

La presencia de originales y copias se podría justificar a partir de una amistad estrecha entre ambos y, en este contexto, se habrían producido los intercambios de regalos, pero también se explicarían a la luz de una colaboración estrecha del castellano en los numerosos encargos recibidos por Velázquez. El copista y el imitador se distinguiría, asimismo, por su dimensión como colaborador del ilustre andaluz, tal y como han avanzado algunos estudiosos, sobre todo en la ejecución de ciertos detalles en los retratos regios. Dibujos y grabados, muy numerosos y de diferente procedencia (flamenca e italiana) fueron custodiados por el castellano en su taller. Y este patrimonio constituyó, con seguridad, un material de referencia esencial para alguien que se deleitaba con la copia y, además, se beneficiaba económicamente de esta ocupación laboral. Solamente así se explica la importante presencia de copias ideadas por maestros de la pintura italiana del siglo XVI, entre ellos Tiziano, imitado hasta la saciedad por las escuelas de pintura lombardas, venecianas e, incluso, flamencas, pero también por los españoles, por ejemplo, por Jerónimo Sánchez Coello. Un material ingente, a nivel cuantitativo, que permitiría describir a Burgos Mantilla como «copista», aun cuando su amigo Díaz del Valle también elogió su talento como «creador» de retratos a partir del natural en los que, a su juicio, siempre intentó imitar la «admirable manera» de Velázquez.

No obstante, también se ocupó de la pintura religiosa y mitológica. Además, su círculo de pintores de referencia contemporáneos se extendió hasta Juan van der Hamen, del que conservaba un bodegón de su propia factura. Quizá este papel de Burgos Mantilla como «copista» le robó demasiado tiempo y le impidió disponer de una cierta independencia creativa dado que, hasta la fecha, solamente se ha identificado en la Yale University Art Gallery un bodegón temprano firmado por él como «Fco. Burgensis Mantilla ff. 1631» y que se ha relacionado con una obra anónima del mismo género (hoy en el Prado).

Bodegón de Francisco de Burgos Mantilla, pintado en 1631. Foto: ASC.

Palacios de Arce

Una ascendencia burgalesa también tendría el pintor Francisco de Palacios de Arce (h. 1622/1625-1652), tal y como Palomino refirió en su biografía aludiendo a su origen en Espinosa de los Monteros. Nada se sabe, en cambio, de su proceso de formación aun cuando el mismo tratadista cordobés reitera que fue discípulo de Velázquez y uno de los «imitadores de su manera». Posiblemente sí que estuvo estrechamente relacionado con el mercado del arte de su época a través del ventajoso matrimonio que realizó, en 1646, con Josefa Bergés, hija de un importante art dealer de la época, Francisco Bergés, del que nacieron dos varones. Este enlace, abrió la posibilidad a Palacios de simultanear la pintura con la venta de cuadros

El artista reaparece en la documentación administrativa de la época en uno de los habituales pleitos que enfrentaban a patronos y artistas. Así, en septiembre de 1647, el pintor otorgó un poder a diferentes procuradores para que se ocuparan de su defensa en el pleito que había entablado con Jerónimo González de Bricianos después de haber pintado una obra con la representación de san Juan, cliente para el que, además, habría realizado ya un cuadro grande con la Sagrada Familia y una Gloria con el Padre Eterno. Este requerimiento judicial alude, implícitamente, a su personalidad fuerte y aguerrida, la misma que le llevó a firmar la declaración a favor de la liberalidad de la pintura en el pleito que algunos pintores entablaron contra la cofradía de los Siete Dolores, proceso en el que también estuvieron implicados personajes de relieve en la escena artística como Alonso Cano y Angelo Nardi.

La anunciación, de Francisco Palacios, conservado en el Museo del Prado de Madrid. Foto: Album.

El nombre de Palacios reaparece en un tercer proceso judicial como fiador del platero Juan Francisco de Mola, que había sido encarcelado por las lesiones que había provocado a uno de sus discípulos en la cabeza.

Las relaciones que estableció con las figuras emergentes de su profesión en Madrid le llevaron a personarse como comprador en la almoneda del pintor Antonio Puga, celebrada en 1648, en donde adquirió dibujos, estampas, un molde de cera y otras piezas destinadas, quizá, a servir como modelo en sus propias creaciones o, incluso, para ser utilizadas en copias. Por desgracia, su muerte prematura en 1652 truncó estos planes de futuro, aun cuando tuvo tiempo de testar e indicó, en las mandas de su testamento, que había prestado un aderezo de espada y una daga a don Diego de Silva Velázquez, noticia que afectaba, directamente, a sus dos herederos varones. Asimismo, solicitó ser enterrado en una de las sepulturas de la Hermandad de San Nicolás, de la que era cofrade en el antiguo convento de los oratorianos de San Felipe Neri.

El afilador, atribuido a Antonio de Puga, se conserva en el Museo del Ermitage. Foto: ASC.

Talento multidisciplinar

La almoneda de bienes y testamento de su suegro, fallecido en Madrid en 1672 como mercader de cuadros, proporciona datos sobre el talento multidisciplinar del yerno, así como otras noticias acerca de la presencia en la residencia familiar de sus pinturas, de temática no especificada, destinadas a Nicolas Jabobs, un retrato de doña Teresa, la mujer de un funcionario de la secretaría de Indias, José Ferriol, y algunos paisajes que había realizado para Juan Pastrana, jamás entregados por falta de pago. La descripción más sorprendente corresponde a un cuadro grande «de un geroglifico (sic) que significa el Desengaño del Mundo», realizada para Luis de Carrión, músico en la capilla regia del Monasterio de las Descalzas Reales, obra por la que cobró tanto en moneda (500 reales) como en especie (un bufete de caoba, una losa de moler colores, una caja de concha de tortuga para reliquias y algunas láminas).

Esta pintura tan singular en su iconografía fue puesta en relación con la producción de Palacios por Alfonso Pérez Sánchez que, incluso, propuso un cambio de atribución al célebre lienzo de El sueño del caballero, tradicionalmente vinculado con Antonio de Pereda. El listado de obras de Palacios continúa con la señalación de «tres fruteros manchados por el natural», otro bodegón de «una mesa con unos melocotones y unas aceitunas y un barro», junto a una pintura de paisaje y una copia de una Coronación de espinas.

La colección Harrach de Rhorau (Austria) conserva dos pequeños bodegones firmados por Palacios, y dos pinturas con san Onofre y san Francisco de Asís se encuentran en el convento de las Calatravas de Moralzarzal (Madrid), aunque proceden del convento de las Recogidas que estuvo en la calle Hortaleza de Madrid. Javier Azanza ha atribuido al pintor, recientemente, un Apostolado conservado en la parroquia de San Pedro de Arrarás (Navarra) que, a su juicio, seguiría los dictados estéticos velazqueños a partir de la modulación específica —e individualización— de los rostros de los apóstoles y el énfasis que el pintor concedió a las manos siguiendo la fama que alcanzó el sevillano en la representación de estas.

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