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lunes, septiembre 30, 2024

Monet, el jardinero de Giverny

Una singularidad que me resulta muy atractiva a la hora de acercarme al Monet jardinero es su interés por las especies bulbosas: nenúfares, lirios, írises, crocus, agapantos, tulipanes, gladiolos, narcisos, peonías, anémonas… Ellas protagonizan una buena parte de su proceso de creación, sobre todo cuando aborda la particularidad de su jardín en Giverny, donde a través de estas plantas nos invita a una realidad de contrastes y texturas, de volúmenes y colores que conforman un espectáculo visual del cual, en términos de belleza, es imposible salir ileso. Bulbos, cormos, rizomas y tubérculos radicales, en su máximo esplendor después de la eclosión floral, plasmados en el lienzo, como un delirio en un arrebato de espacio y luz, donde el trazo rápido y decidido del pintor tiene la capacidad de despertar todos nuestros sentidos, incluso el del olfato, porque se diría que Claude Monet nos hace capaces de percibir los aromas y olores que desprende la estampa.

El jardín del artista (Giverny, 1900), de Monet. Foto: Alamy.

Las plantas bulbosas ofrecen al oficio del jardín multitud de posibilidades, debido principalmente a su gran diversidad de especies y variedades, con la facultad de manifestarse en colores, formas y dimensiones, flexibles y amoldables a cualquier disposición o emplazamiento; con la ventaja de poder disfrutar de sus flores prácticamente en cualquier época del año. Aisladas en su contenedor, agrupadas en masa o, por qué no, alineadas en magníficas borduras, diferenciando viales y caminos, harán de nuestros paseos experiencias únicas.

Estas plantas, vivaces, con la capacidad de alargar su ciclo vital durante años, cuentan con una característica principal e importante que las diferencia de otras, pues su parte subterránea (o subacuática como sería el caso del nenúfar), es decir, lo que conocemos como bulbo, rizoma, cormo o tubérculo, en realidad es un cuerpo capaz de almacenar cantidades más que significativas de nutrientes, cuyo propósito principal es aportarlos en el momento de brotación, para garantizar el éxito de la misma. El comienzo de la vida es el hecho con más necesidades nutricias y de calidad para todo ser vivo, y estas plantas están programadas para este trámite fundamental. Otra buena parte de estas reservas de alimento las destinará a su crecimiento, a la formación de sus hojas y a la flor definitiva. Asimismo, irá acumulando reservas una y otra vez, durante toda su vida, para repetir esta sucesión de acontecimientos cuantas veces le sea viable.

Cuando hablamos de tubérculos o bulbos, nuestra memoria inmediatamente nos encamina al cestillo de mimbre o al cajón de madera, que andaba entre útiles y enseres, pero con su rincón propio, en las cocinas de nuestra infancia, donde nuestros mayores hacían acopio de patatas, cebollas o cabezas de ajos, cuando no, estos últimos, decoraban las paredes de antaño en lustrosas ristras igual que obras de arte. Tengo muy pocas dudas de que esta visión de otro tiempo, no tan lejano, es una de nuestras primeras conexiones con estos encantos del reino vegetal. Por tanto, esta familiaridad como principio, nos va a resultar tremendamente útil en el momento de adentrarnos en la mundología del jardín. Con un poco de tierra agradecida, delicadeza y la actitud y el cariño propio de quien tratará con su particular creación artística, podremos regocijarnos y gozar de estas maravillosas plantas.

Cultivar plantas y flores

¿Cómo organizó Monet su jardín? ¿A qué preguntas y avatares tuvo que dar respuesta? Es fácil imaginarlo. Cuando el crítico de arte Marc Elder lo visitó en Giverny en 1922, lo describió así: “Parece un jardinero de toda la vida, achaparrado, seguro, que combina tosquedad con ligereza primaveral, aunque su mirada es afilada, intencionada, escrutadora, inesperada”.

Monet en su jardín de Giverny (1905). Foto: Getty.

Más allá del ínclito y acuático nenúfar y los lirios de agua, las necesidades para este tipo de plantas bulbosas no son exigentes; tampoco son plantas que presenten una dificultad excesiva. Hay que tener en cuenta, eso sí, la climatología del lugar y la situación de nuestro espacio: si la sombra es la estrella principal o bien es el sol –como acostumbra– el protagonista, o si ambos avanzan de distinto modo a lo largo del día; sin olvidar la importancia del terreno, la tierra, al igual que el agua disponible para satisfacer a las plantas. “Mi jardín es una obra lenta, hecha con amor. ¡Y confieso que me siento orgulloso!”, dijo Monet.

Dependiendo de la especie y la variedad elegida, Monet precisaba de un terreno trabajado de antemano, cavado en profundidad, con generosidad, para lograr remover aproximadamente 30/40 cm de tierra librando de la misma impurezas, piedras o elementos extraños que eviten el buen desarrollo de la raíz de la planta elegida; terreno al que habría de aportar algo de abono orgánico o mantillo, como alimento disponible para la futura planta. De todo ello depende el éxito de la plantación: la cantidad y calidad de las futuras flores.

Flores de jardín. Foto: Shutterstock.

Una vez realizados estos trabajos, sería un buen momento para una nueva labor, sencilla, con un rastrillado suave, esta vez buscando homogeneidad en la tierra, mezclando bien el terreno, que quede mullido y fertilizado, con la capacidad suficiente para absorber y retener agua sin que se produzcan bolsas ni encharcamientos. Llegados a este punto, procedería a hacer el hoyo para introducir el bulbo.

A la hora de la plantación es importante tener en cuenta la dimensión y el tamaño de este. No existe una regla básica o matemática, pero por norma general, una profundidad estándar para la abertura en la tierra sería la de dos veces el tamaño del bulbo en cuestión, el cual se introduce en este hoyo de forma vertical, con el disco basal, es decir, la parte inferior –parte desde donde se desarrollará la raíz– en contacto con la base del suelo. La yema principal del bulbo, de donde brotará la planta, normalmente la zona más estrecha del bulbo, ha de quedar hacia arriba. Una vez ubicado correctamente, se cubre con la tierra sobrante del hoyo y se riega generosamente. “Todos trabajamos en el jardín: labré, sembré, escardé yo mismo; por la tarde los niños regaban. Y a medida que el jardín iba mejorando, lo ampliaba”, explica Monet.

Los bulbos pueden plantarse aislados o en grupos, también formando masas o alineaciones si se dispone de terreno suficiente. En el caso de la distancia, si lo que se quiere es plantarlos en línea formando borduras en el jardín, como los tenía Monet, se ha de tener en cuenta el futuro desarrollo de la planta elegida; por lo tanto, lo idóneo sería seguir las indicaciones y consejos de la tienda o el almacén envasador donde se ha adquirido el bulbo. Para una plantación en masa, por ejemplo, en un arriate, lo ideal sería plantarlos a la misma distancia, que será diferente según la especie y variedad de la planta; sin embargo, en el caso de la profundidad de plantación, se pueden alternar distintos niveles entre bulbos con el objetivo de que las plantas se desarrollen alternativamente, buscando volúmenes y colores en distintos momentos de su floración. Eso hizo Monet. Y tal vez sin calibrarlo mucho.

Flores de verano. Foto: Shutterstock.

Obviamente, Claude Monet tenía todos estos conocimientos, pero su relación con los bulbos da que pensar, y uno puede llegar a comprender que iba más allá de una simple cuestión profesional o estética, pues en algunos de sus cuadros podemos claramente observar su amor por ellos. Lirios, gladiolos, írises, anémonas, tulipanes y nenúfares se repiten de manera consecutiva en sus creaciones, diferenciadas por series, cuya temática principal es el jardín y donde se aprecia cómo estas composiciones florales no estaban situadas al azar para satisfacer el entusiasmo del pintor, sino que había un trabajo previo, de estudio e intenciones, para que desarrollaran su esplendor en determinadas épocas del año, concordantes con el momento de creación. Por otro lado, eran composiciones que el jardinero Monet gustaba entremezclar con plantas más humildes, la flora asilvestrada y otras muchas especies herbáceas de temporada.

También es constatable el hecho de que este tipo de plantas, las bulbosas, y sobre todo los tulipanes, por entonces no estaban al alcance de cualquiera, sino únicamente al de aquellos aficionados de alguna manera profesionalizados y con un nivel adquisitivo elevado. Habría que recordar que un par de siglos atrás un bulbo, quizá por su manejabilidad, facilidad de transporte y almacenaje, era utilizado como moneda de cambio. Se tiene constancia de la que se dice fue la primera crisis económica mundial, donde el fervor por la flor del tulipán llevó a operaciones comerciales de lo más lucrativas para unos pocos y desastrosas para muchos otros. Así pues, el gusto por las flores exóticas era objeto de ostentación y, en cierto modo, símbolo de riqueza.

Tulipán, divino tesoro

Existen infinidad de variedades de tulipanes, además de especies naturales como la Tulipa gesneriana (el tulipán común) del que la teoría nos dice que proceden la multitud de híbridos y variedades que se conocen; aunque no se tiene exactitud de su origen, se cree que es oriundo de Asia y que fue introducido en Europa por los turcos a principios del siglo XVI. Otras fuentes lo sitúan en la España árabe del siglo XI. Monet pintó campos enteros de tulipanes durante su estancia en Holanda. Para plantar este bulbo, se ha de tener en cuenta que en el mercado existen ‘tulipanes precoces’ (florecen, en un clima como el mediterráneo, desde finales de febrero hasta finales de marzo), ‘tulipanes semitardíos’ (florecen de marzo hasta mediados de abril) y ‘tardíos’, cuya floración se puede disfrutar desde mediados de abril hasta primeros de mayo.

Campos de tulipanes en Sassenhein, cerca de Liden (1886), Monet. Foto: ASC.

Es una planta a la que le gusta la humedad, pero no el encharcamiento, resistente al frío y a las heladas suaves; para ella una ubicación idónea sería al sol, bien iluminada, aunque en condiciones de semisombra también estaría cómoda. Es, también, una planta trascendente y prestigiosa en el mundo de la floricultura, o plantas destinadas a ‘flor cortada’ (en otras palabras, flores que se destinan a la decoración, en solitario o en ramos): de este modo la inmortaliza Monet en su obra Jarrón con tulipanes, 1885. También aparecen como plantas aisladas en Tres macetas con tulipanes, 1885.

La exuberancia de los campos de tulipanes atrajo al pintor de una manera especial: los pintó en varias series (Campos de tulipanes en Sassenhein, cerca de Liden, 1886) en los Países Bajos, cuna de esta planta. Se ha dicho que a partir de aquel viaje a Holanda fue cuando Monet transformó radicalmente su jardín en Giveny; posteriormente, el tulipán aparecería en cientos de pinceladas y en decenas de ocasiones, cuando el pintor eternizó en su obra esta maravilla de la jardinería privada.

Anémonas e iris

Otra planta bulbosa que el pintor propagaría por todo Giverny, de la que deja impronta en su paleta multicromática por su espectacularidad infinita en tonos y colores, la encontramos en la obra Anémonas en Pot, 1885.

Anémonas en Pot (1885), Monet. Foto: ASC.

Este rizoma (tallo subterráneo) popularmente conocido como anémona de jardín (Anemone coronaria), perteneciente a la familia Ranunculaceae, fue descrito por el científico y botánico Carlos Linneo en el siglo XVIII.

Originaria de Asia y Oriente Medio, de Norteamérica y Siberia, se la sitúa también naturalizada en Europa, concretamente en la cuenca mediterránea. Es de hojas divididas, que recuerdan a las del perejil, y flores significativas que incluso podríamos a veces confundir con la amapola, ya que de esta flor lo que habría que ensalzar, sin titubeos, es su color rojo (sin hacer de menos las variedades carmesí, escarlata, azul, púrpura o blanco). Apta para balcones y terrazas, es muy usada en jardines paisajistas por ser capaz de formar praderas de ensueño; florífera y generosa, se puede iniciar su plantación a mediados de otoño: en la tierra del jardín o en macetas, florecerá en la primavera siguiente.

También hay anémonas de flor de otoño y las especies mediterráneas, que florecen en el invierno y que pueden estar en casa como plantas de interior, para lo que al igual que muchas de las plantas bulbosas hay que tener en cuenta el margen estacional para plantarlas. Esta anémona de jardín necesita una exposición a semisombra o a sombra y una cierta humedad ambiental. Resiste bien las heladas esporádicas y no muy intensas. Es una planta que gusta de riego frecuente, no abundante, más o menos a diario, de modo que el suelo esté constantemente fresco, pero nunca encharcado, con agua excesiva.

¡Y la flor de iris! De la familia Iraceae, en su máximo esplendor la reconocemos en El jardín del iris en Giverny, bellísima obra datada en el año 1900.

A Monet, amante de la belleza, no se le podían pasar por alto los encantos de esta flor, una de las especies más elegantes de las plantas bulbosas. En el mercado se pueden encontrar en distintos tonos, desde blancos profundos, delicados malvas y amarillos intensos hasta el azul vibrante que, de una manera más incisa, el pintor nos ofrece en otros tantos cuadros; sin embargo, en estado silvestre existen infinidad de colores y tonalidades más y quizá sea este el motivo por el que su nombre es una derivación del latín arco iris. Por otro lado, es una especie muy repartida por el hemisferio norte, sobre todo por aquellas regiones con un clima templado. Su hábitat es diverso; se halla en dehesas, laderas, márgenes de ríos, incluso se conocen especies que habitan en desiertos. Una particularidad de esta familia de herbáceas perennes es su facilidad para reproducirse; tanto es así, que en ocasiones y en algunos lugares se considera una planta invasora.

En la jardinería de andar por casa una de las especies más utilizadas es la Iris germanica. Es una planta a la que le gusta la luz, pero también se encuentra cómoda en un lugar de semisombra. Resiste el frío, pero no le gusta el calor extremo. Como casi todas plantas bulbosas necesita un ambiente húmedo, aunque en época de floración con un riego a la semana, evitando encharcamientos, tendrá suficiente. Un buen momento para plantar los írises sería entre junio y octubre.

¿De dónde, por otro lado, le venía a Monet su amor por las plantas bulbosas? ¿Por los nenúfares? “Pues no lo sé –le dijo al crítico de arte–. Bueno… Hay un río, el Epte, que llega desde Gisors y bordea mi propiedad. Abrí una zanja para traer agua del río hasta un pequeño estanque que mandé cavar en mi jardín. Me gusta el agua; y también las flores. Una vez llena la charca, quise decorarla con plantas. Cogí un catálogo y escogí, aleatoriamente: así fue…”. Claude Monet hizo todo lo posible para crear su propio paraíso. “Mi jardín es mi más bella obra de arte”, dejaría escrito.

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