Hace más de 20 000 años, en algún lugar de Asia central, un grupo de lobos empezó a seguir a los humanos que vivían en su territorio, atraídos por las actividades de estos. Lo que pasó después, como suele decirse, es historia.
Todos hemos visto el resultado de ese grupo inicial de lobos curiosos o desesperados. Los tenemos en nuestros campos, pastoreando y cuidando al ganado, cazando o simplemente viviendo en nuestras casas y compartiendo sus vidas con nosotros. Es indudable que hemos influido de formas muy diversas en la evolución de nuestros perros. Desde las diminutas razas «toy» hasta los enormes mastines, hemos moldeado a nuestros compañeros dependiendo de nuestras necesidades y aspiraciones estéticas.
Nuestra larga relación ha dado lugar no solo a cambios físicos, que son muy evidentes en la mayoría de los linajes y que aparecieron recientemente gracias a las modernas técnicas de cría y selección, sino también en cambios a nivel de comportamiento. Un requerimiento básico para que un animal pueda convivir estrechamente con otra especie es una reducción de su miedo hacia los humanos y de los conflictos con individuos que perciben como superiores (ya sea otros perros o humanos), así como un incremento en lo que se conoce como «comportamientos prosociales», como la facilidad para sociabilizar con miembros de otras familias (algo que para un lobo sería rarísimo) o extender los juegos hasta la edad adulta. Una hipótesis que cada vez despierta más interés entre los investigadores que trabajan con la domesticación de esta y otras especies es la de que buena parte de estas diferencias podrían haber aparecido por «autodomesticación».
Este proceso, en el que los animales adquieren las características típicas de un animal doméstico simplemente como adaptación a un entorno lleno de humanos en lugar de debido a una selección por nuestra parte, se cree que ha ocurrido por lo menos en dos especies domésticas: el perro y el gato. Sin embargo, también se ha sugerido que esto podría haber pasado en otras especies.
Y es que hay otro animal que vive constantemente en un entorno altamente social rodeado de humanos: nosotros.
Sí, somos una especie domesticada.
Compartimos con nuestras mascotas características neoténicas, o infantiles, que se retienen en estado adulto, como las cabezas grandes, los rostros cortos y con ojos grandes, la cara aplanada y los brazos relativamente cortos. Además, presentamos las ya mentadas características prosociales, la falta de miedo a grupos ajenos a nuestro «clan» o familia y una aversión natural a buscar conflictos con quien percibimos como «superior». Todas estas características, distribuidas de forma generalizada en nuestra especie, fueron clave en nuestra evolución, tanto a nivel biológico como social. La influencia que hemos tenido en nuestra propia evolución y la de otras especies es innegable… pero ¿qué hay del efecto que han tenido el resto de los animales sociales que hemos domesticado en nosotros?
Viajando juntos
La respuesta corta a esta pregunta, como a muchas otras relacionadas con los procesos de domesticación o la evolución reciente de nuestra especie, es que no lo tenemos muy claro.
La respuesta larga, sin embargo, es bastante más interesante.
La principal dificultad con la que nos encontramos a la hora de estudiar cómo nos afectó la presencia de perros es que la mayoría de estos cambios se produjeron en una época donde no había registros y, probablemente, la mayoría de cambios se manifestaron a nivel social, lo que los hace muy complicado de rastrear, aunque no imposible.
Durante décadas se ha asumido que, dado que los lobos son excelentes cazadores, disponer de estas habilidades supondría una enorme ventaja para una tribu del Paleolítico. Sin embargo, un análisis publicado en el Journal of Ethnobiology en 2020, basado en poblaciones modernas de más de ciento cuarenta culturas diferentes y cómo interaccionan con sus perros encontró que, aunque la relación de estos con la caza y los hombres en general es positiva, la relación entre los perros y las mujeres es mucho mayor. Esto se puede interpretar de muchas formas, pero desde luego nos sugiere que fueron mucho más que simples herramientas de caza.
Tener a nuestros mejores amigos con nosotros seguramente nos forzó a cambiar nuestra sociedad de muchas formas, y parece que en general fue bastante beneficioso para los humanos tenerlos como compañeros. Esto lo sabemos porque para hace 15 000 años ya los podíamos encontrar en toda Eurasia y Beringia (el continente que conectaba Eurasia y América del Norte), y hace 11 000 años ya los encontrábamos distribuidos por todos los continentes donde los humanos anatómicamente modernos fueron migrando. En algunos casos, como en el de los perros árticos, es muy posible que estos fuesen una parte activa de dicha migración, pues hemos encontrado restos de trineos tirados por perros en Siberia que datan de más de 9 500 años de antigüedad, y los autores creen que su uso ya era común hace 15 000 años.
Viviendo juntos
Hace 14 000 años, en una cueva de Bonn-Oberkassel, en lo que hoy en día es Alemania, alguien enterraba a un cachorro de apenas siete meses. Lo enterraron junto a dos humanos, y los daños en la dentadura sugieren que murió de un caso grave de moquillo (morbillivirus canino) que estuvo acarreando por lo menos desde que tenía diecinueve semanas. Que llegase a vivir durante casi diez semanas más con esa infección por sí solo es prácticamente imposible, y desde luego este ejemplar nunca pudo ser de ninguna utilidad a los humanos que lo criaron. Por lo que los investigadores lo han considerado el primer caso documentado de un vínculo emocional con un animal de otra especie, así como prueba de que en esta época tan temprana los humanos ya considerábamos a nuestros perros mascotas. Este cambio en la forma de relacionarnos con los animales, que por sí solo puede parecer pequeño, fue el que unos cuantos miles de años después nos abrió las puertas a la que probablemente sea la revolución tecnológica más importante de nuestra historia: la domesticación de animales de granja.
En esta revolución, basada en una transición de formas de vida nómadas a tener asentamientos sedentarios facilitados por un clima más moderado y a las nuevas formas de explotación de los recursos, el perro probablemente jugó un papel importante. En uno de los asentamientos más antiguos de Anatolia, Aşıklı Höyük, un equipo de arqueólogos encontró evidencias de que los primeros ocupantes del asentamiento capturaban ejemplares jóvenes de muflones (los ancestros salvajes de las ovejas) y los mantenían en rediles hasta que necesitaban la carne. Más tarde, empezaron a criarlos ellos mismos, aunque siguieron capturando algún que otro ejemplar salvaje. Atrapar animales vivos es muy complicado, y es de suponer que los perros tuvieron un papel importante en estas cacerías. Además, estudios de ADN antiguo han demostrado que, una vez que la Revolución Neolítica ya estaba en su apogeo y los granjeros de oriente medio se empezaron a expandir, lo hicieron con sus perros, supuestamente pastoreando a los rebaños de los granjeros migrantes.
Cambiando Juntos
Si buscamos cambios más grandes en nuestra evolución cultural y biológica, debemos adentrarnos en el territorio de la «especulación informada», o, como lo llamamos los científicos, las hipótesis.
Establecer una relación causal es complicado incluso cuando el evento está pasando conforme hablamos, mucho más si estamos hablando de algo que ocurrió hace veinte o treinta mil años. Probablemente, la hipótesis más interesante sea la de que la presencia de perros en nuestro entorno favoreció nuestra «autodomesticación», hasta el punto de que algunos investigadores la llaman «codomesticación». Esta afirmación cuenta con el respaldo de estudios que encontraron que las mutaciones localizadas en regiones asociadas con la domesticación en otras especies están positivamente seleccionadas en humanos modernos en comparación con neandertales y denisovanos, y que estudios observacionales han demostrado que introducir un perro en un grupo de personas, incluso en un entorno formal como es una oficina, propicia el comportamiento prosocial. Una derivación de esta hipótesis es que gracias a esta influencia positiva y a la necesidad no solo de comunicarnos entre nosotros, sino con otra especie, desarrollamos unos lenguajes tan complejos como los que podemos observar hoy en día. Los autores de esta hipótesis sugieren que la comunicación con los perros fue una importante ayuda a la hora de establecer las extensas redes de grupos no relacionados que vemos durante el Mesolítico (aprox. hace 12 000 años).
Por último, y centrándonos en la genética, tanto los perros como los humanos compartimos presiones selectivas comunes, sobre todo en lo relativo a la comida. Los perros poseen varias copias del gen de la amilasa, lo que hace que sean capaces de digerir mejor comidas ricas en carbohidratos en comparación con un carnívoro estricto como el lobo. Este cambio, a nosotros no nos hizo falta, pues lo traíamos de casa, pero sí compartimos con los perros dos genes que están bajo selección positiva: ABCG5 y ABCG8. Esta pareja de genes interviene en el transporte selectivo del colesterol, y que estén positivamente seleccionados en ambas especies se ha interpretado como una adaptación a una dieta más rica en plantas desde el Paleolítico. Otro gen que está bajo selección positiva es el SLC6A4, que codifica una proteína de membrana que transporta la serotonina, y que por tanto tiene un rol importantísimo en el funcionamiento del sistema nervioso. Esta proteína es uno de los objetivos de drogas como las anfetaminas y la cocaína, y mutaciones en ella se ha asociado a comportamientos violentos, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión mayor y algunos casos de trastorno del espectro autista. En un principio, estos resultados corroborarían la idea de que la autodomesticación o codomesticación está seleccionando positivamente los comportamientos menos agresivos.
Un a larga historia con mucho futuro
Hasta ahora nos hemos centrado en lo que sabemos que pasó hace muchísimo tiempo, pero ahora quiero irme a tiempos más cercanos. Sabemos, por ejemplo, que tanto la Grecia como la Roma clásicas tenían variedades específicas de perro para cazar y para guardar la casa y/o el ganado. En Egipto, aunque algunos autores han sugerido que los perros no estaban muy bien considerados, encontramos decenas de pinturas y estatuas, además de la tumba del animal más antiguo del que tenemos un nombre: Abuwtiyuw. Este perro, que murió antes del 2280 a.e.c., se cree que pertenecía a un guardia real, y al morir este, el emperador le concedió un espléndido entierro en la necrópolis de Guiza, similar al de un humano de clase alta.
Durante la Edad Media europea vemos que los perros pasan a ser una señal de estatus, en la que los nobles tenían perreras donde criaban perros de caza. Gente más humilde también los usaba para muchas otras cosas más prosaicas, como el pastoreo y la guarda de ganado y casa, como en tiempos romanos, pero también para extraer agua de los pozos o enviar mensajes entre diferentes lugares cercanos. Durante esta época es cuando empezamos a ver intentos activos de seleccionar a los mejores ejemplares y, por lo tanto, un incremento en la presión selectiva, especialmente en los perros de caza. Sin embargo, en la mayoría de casos no sería hasta los siglos XVIII y XIX en los que empezamos a ver a las razas modernas formarse y estandarizarse de acuerdo a los usos que nos interesaban y a las características estéticas que más nos gustaban. Hoy en día se estima que tenemos más de 900 millones de perros distribuidos entre más de trescientas sesenta razas reconocidas por la FCI (Federation Cynologique Internationale), con un montón de mezclas y linajes sin describir por todo el mundo, y su popularidad no tiene pinta de disminuir en el futuro próximo. En una sociedad que cambia tan rápido como la nuestra, me pregunto cómo cambiaremos al perro en el futuro y cómo nos cambiará él a nosotros.