Da igual que se mantuvieran fieles a un bando o que renegaran de él, que se jugaran la vida por amor a la patria o que lo hicieran por dinero. Tampoco importaba que fueran las más audaces o las más inseguras, que lucharan por Hitler o por Churchill o que se las olvidara después, a pesar de que sus acciones fueran decisivas para el éxito de operaciones tan importantes como el desembarco aliado en Normandía o la invasión nazi de la URSS. Todas las mujeres que, de una forma u otra, realizaron tareas de espionaje durante la Segunda Guerra Mundial tenían en común una de estas dos cosas: o que sus propios superiores desconfiaron de su capacidad al principio o que el enemigo tardó mucho en considerarlas una amenaza real.
Por eso, cuando Nancy Wake adelantó con su bicicleta a aquel grupo de soldados nazis en la Francia ocupada y les saludó tranquilamente con una sonrisa, a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza que aquella mujer era la espía más buscada por la Gestapo y que se ofrecían cinco millones de francos por su cabeza.
Este es solo un ejemplo de la determinación y capacidad de sufrimiento que demostraron las espías que participaron en el conflicto más devastador de la humanidad. Ese mismo día, de hecho, Wake tuvo que pedalear más de 200 kilómetros y disimular en los controles el dolor que le producían las dos heridas en carne viva que se había hecho en la parte interior de los muslos, debajo del vestido, por llegar cuanto antes a su destino. No tenía otra opción. Era de vital importancia que localizara al operador de radio que debía informar a Londres, inmediatamente, de que los 10.000 maquis franceses a los que ella proporcionaba armamento y seguridad habían quedado incomunicados, sin alimentos y rodeados por los soldados del todopoderoso Tercer Reich.
Llegó justo a tiempo y consiguió que la aviación británica les abasteciera al día siguiente de comida y armas para poder continuar la lucha. Cuentan que fue capaz de matar a un guardia alemán con sus propias manos antes de que este pudiera dar la alarma durante el asalto a una fábrica de municiones germana. Y, también, que consiguió irrumpir en una reunión de miembros de la Gestapo y lanzar una granada de mano dentro antes de huir. Acciones todas ellas que la ayudaron a vivir orgullosa hasta su muerte, en 2011, en una residencia de ancianos de Londres, como una de las mujeres más condecoradas de la guerra.
Su nombre y el de otras heroínas del espionaje, sin embargo, nunca obtuvieron la repercusión mediática que los de sus homólogos masculinos. A día de hoy, todavía resulta complicado encontrar estudios serios sobre el papel que jugaron ellas entre 1939 y 1945. Tan solo encontramos algunas de las memorias escritas por sus protagonistas, con poca distribución, y los relatos ficcionados en algunas películas de Hollywood y series. Algo que resulta contradictorio si tenemos en cuenta que hasta el primer ministro británico, Winston Churchill, tuvo que reconocer que el mejor agente secreto que había tenido era la condesa Krystyna Skarbek, una aristócrata polaca de origen judío, tan valiente, inteligente y efectiva, que el enemigo acabó por apodarla la «asesina silenciosa».
La artista y la espía
Nadie que observara a la elegante y glamurosa Joséphine Baker riendo, hablando y flirteando con los invitados en la fiesta de la embajada italiana en París, en la primavera de 1940, habría sospechado jamás que estaba allí en una importante misión de espionaje de los aliados. Debía obtener toda la información que pudiera de los jerarcas fascistas sobre si Mussolini iba a entrar en la guerra o no en apoyo de Hitler. Cuando obtuvo lo que quería, entró en el baño como si tal cosa y escribió lo que había escuchado en una nota que se guardó bajo la ropa interior. ¿Quién se atrevería a buscar ahí cuando volviera a la fiesta para seguir interpretando su papel de artista vivaracha? Nadie.
Hablamos de una de las cantantes más famosas de Estados Unidos en los años 20, la primera actriz negra que protagonizó una película de Hollywood y la musa de escritores como Ernest Hemingway y de pintores como Pablo Picasso. Una celebridad… y, además, rica. ¿Por qué iba a arriesgar su vida como espía? Por una razón: en su juventud había sido testigo de los ataques racistas en su Saint Louis natal, la ciudad en la que creció también el trompetista Miles Davis y en la que los afroamericanos sufrieron el mismo desprecio y violencia que Hitler estaba perpetrando contra los judíos.
Por eso, cuando se produjo la famosa Noche de los cristales rotos, Baker decidió unirse a una organización llamada Liga Internacional Contra el Racismo y el Antisemitismo. Su trabajo en París fue tan bueno que llamó la atención de la Deuxième Bureau, una organización de la inteligencia militar francesa que formaba parte de las Fuerzas Libres del General De Gaulle. Buscaba agentes que pudieran permitirse trabajar sin cobrar y viajar, por lo que ella era perfecta. Sin embargo, se encontró con la objeción del jefe, Jacques Abtey, que pensó que era una estupidez confiarle a ella algo tan serio como el espionaje por ser mujer y porque parecía cambiar de hombre como de vestuario.
«Francia me ha hecho lo que soy. Me ha dado su corazón y ahora yo le daré el mío. Capitán, estoy preparada para dar mi vida por Francia. Puede usted hacer uso de mí como quiera», le propuso. Y tras varias semanas de entrenamiento en el uso de las armas, los idiomas, la autodefensa y las pruebas de memoria, la enviaron a su primera misión en la mencionada embajada. Aquello no fue más que el principio de una exitosa carrera como espía en la que salvó la vida a numerosos miembros de la Resistencia, convirtió sus mansiones en almacenes de armas y estableció contacto con diferentes grupos afines de España, Portugal y el norte de África, mientras giraba en compañía de Abtey como falso manager. Por sus esfuerzos durante el conflicto, Joséphine se convirtió en la primera estadounidense en recibir la Cruz de Guerra, la Orden Nacional de la Legión de Honor y la Medalla de la Resistencia. Además, tuvo el honor de dar un discurso justo antes de que Martin Luther King pronunciara el suyo en la histórica Marcha sobre Washington de 1963.
La espía favorita de Hitler
Hitler tuvo también su espía favorita, Marina Lee, una misteriosa bailarina nacida en San Petersburgo de la que no ha quedado ni un solo registro fotográfico. En su expediente era descrita como una rubia hermosa y delgada que dominaba varios idiomas y que era capaz de infiltrarse en un campamento aliado para robar los planos secretos de una operación importante. Sin embargo, lo que llama la atención de ella es cómo acabó una rusa al servicio del mayor enemigo de su país.
La respuesta es fácil: en la Revolución de 1917 sus padres fueron ejecutados por los bolcheviques y ella juró venganza. Huyó a Noruega, donde se casó y llevó una vida estable hasta que, en 1937, los alemanes le ofrecieron trabajar para el Tercer Reich, aprovechando sus contactos en las altas esferas. Lo hizo con tanta destreza que consiguió infiltrarse en los cuarteles noruegos de las Fuerzas Expedicionarias Británicas y obtener la información sobre el plan de ataque que iban a perpetrar contra los alemanes, que habían invadido el país en 1940. Gracias a ella, Hitler consiguió responder al golpe y ganar la batalla, justo cuando parecía que iba a perderla. Eso le permitió estar allí cinco años más y establecer una administración militar con un Gobierno autóctono afín.
Los dos servicios de espionaje que hemos mencionado hasta ahora, el británico y el germano, fueron los más importantes de la época. Es cierto que ningún país los había desmantelado por completo tras la Primera Guerra Mundial, pero fueron ellos los que más invirtieron en su mantenimiento y desarrollo, por lo que estaban mejor preparados cuando Hitler ordenó la invasión de Polonia en septiembre de 1939. Sobre todo, porque muchas de las agentes secretas que habían entrado en acción entre 1914 y 1918 fueron reclutadas ahora, a pesar de no haber trabajado en la clandestinidad al finalizar la contienda.
Es cierto que en la Gran Guerra se había experimentado una gran generalización del empleo femenino en la inteligencia profesional, pero fue en 1939 cuando los diferentes Gobiernos no tuvieron más remedio que hacer pública la necesidad de contratar a más mujeres para proveer de personal a sus oficinas secretas. Las féminas acudieron en masa, pero no para trabajar de secretarias en un segundo plano, sino en el contraespionaje, la criptografía, las estaciones de ultramar, las redes secretas, los servicios de mensajería y las oficinas de censura. Especialmente importantes resultaron las criptógrafas y las radiotelegrafistas, como Aileen Monis Clayton, asignada a la detección de mensajes enemigos, y Joan Clarke Murray, que trabajó en la máquina de codificación alemana Enigma.
La progresión de esta última fue impresionante y su aportación a la derrota final de las potencias del Eje, imprescindible. Se convirtió en una de las pocas mujeres que trabajó en el equipo de Alan Turing para descifrar el código usado por el Ejército nazi en sus comunicaciones. Nada más graduarse en Matemáticas en Cambridge, en junio de 1940, fue fichada de inmediato por el Hut 8, una sección de la Escuela de Código y Cifrado del Gobierno del Reino Unido. Al año ya había localizado las embarcaciones alemanas que tenían equipos de cifrado y códigos, un descubrimiento crucial. Para que se hagan una idea, antes de contar con esa información, entre marzo y junio de 1941, los germanos lograron hundir más de 282.000 toneladas de barcos británicos al mes mediante ataques masivos con sus submarinos. Después, se redujeron a 62.000 toneladas. Su jefe, el célebre Hugh Alexander, la describió como «la mejor del equipo».
Ravensbrück, el infierno de las mujeres
Gran parte de las mujeres que habían formado parte de La Dame Blanche, la principal organización de la resistencia belga, volvieron a reunirse en los años 40 en una nueva red llamada Clarence. Especial notoriedad adquirieron también las componentes de la Dirección de Operaciones Especiales (SOE, por sus siglas en inglés), a la que pertenecía la mencionada Nancy Wake y que estaba destinada a organizar la lucha en los territorios ocupados por los alemanes. El Gobierno estadounidense, por su parte, también contó con mujeres en tareas de inteligencia, en especial a través de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS).
El espionaje había cambiado mucho desde la Primera Guerra Mundial. En la década de 1920 se habían centrado en la política, la ideología y la economía, pero a partir del acceso de Hitler al poder en 1933, empezaron a potenciarse los servicios de inteligencia militares. En ese momento, la intervención femenina en la guerra aumentó considerablemente. Tanto, que los nazis se vieron obligados a establecer un campo de concentración solo para mujeres, el de Ravensbrück. De las 130.000 presas que pasaron por él entre 1939 y 1945, solo 40.000 sobrevivieron. Allí encontraron la muerte numerosas espías como Violette Szabo, que dio una excelente muestra de su coraje al enfrentarse a las SS antes de ser detenida.
Andrée Virot estuvo a punto de ser asesinada allí cuando fue arrestada el 10 de mayo de 1944. Llevaba cuatro años trabajando como espía de la Resistencia francesa, en los que consiguió salvar la vida a centenares de prisioneros y recabar todo tipo de información relevante acerca de las actividades de los alemanes en la costa de Brest, su pueblo natal. Al final la pusieron al frente de una sección de la Oficina de Información de Bretaña y averiguó los movimientos de las tropas y los barcos nazis, la cantidad de equipamiento militar que estaban transportando y la localización exacta de las fortificaciones que estaban construyendo para defenderse del inminente desembarco aliado.
En uno de los intercambios de información con las oficinas de Londres, Virot recibió una carta personal de agradecimiento escrita de su puño y letra por Churchill: «¡Su última misión equivale a una victoria en el campo de batalla!», aseguraba el primer ministro. Gracias a él supo, además, que el Día D se produciría pronto y respiró aliviada, aunque tuviera que destruir la nota para no dejar pruebas. Aquello no le serviría de nada, porque un compañero capturado por la Gestapo reveló sus datos, después de que le obligaran a ver cómo torturaban a varios miembros de su familia. Andrée, por su parte, logró llegar a París, pero allí fue detenida, golpeada brutalmente y trasladada a Ravensbrück.
Unos meses después, un oficial nazi se detuvo frente a ella en uno de los múltiples recuentos que se producían en el campo de concentración y gritó: «¡Anotad el nombre de esta mujer! ¡A la cámara de gas!». Un guardia anotó en un papel el número que llevaba tatuado. De repente, una de las amigas polacas que había hecho en aquel infierno comenzó a arrastrarse entre las filas de las prisioneras hasta llegar a la mesa donde había depositados los nombres. Localizó el suyo y se lo comió antes de regresar a su fila sin que nadie la viera. Pocos días después, los aliados liberaron el campo y ella pudo regresar a casa, donde murió a los 104 años con numerosas condecoraciones de los Gobiernos de Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
Las 3.000 espías de «Alianza»
Son muchos los ejemplos de espías que lucharon contra los nazis, aunque sus nombres hayan caído en el olvido. Andrée de Jongh tenía solo 24 años cuando puso en marcha la red Comète, encargada de evacuar a los pilotos aliados derribados en Holanda, Bélgica o Francia. Elizabeth Pack consiguió los códigos navales alemanes que permitirían coger por sorpresa a los nazis en el norte de África. De Virginia Hall, la Gestapo llegó a distribuir carteles con su foto por toda Francia, donde advertía: «Esta mujer que cojea es una de las agentes aliadas más peligrosas. Debemos localizarla y eliminarla».
Hall fue reclutada por la Dirección de Operaciones Especiales británica y entrenada para llevar a cabo misiones bajo una identidad falsa. Salvó igualmente incontables vidas y ayudó a debilitar a las fuerzas nazis, pero se la recuerda por desempeñar un papel fundamental en el desembarco de Normandía, al organizar los saltos en paracaídas.
No debemos olvidarnos tampoco de la agente parisina Marie-Madeleine Fourcade, a quien le cogió por sorpresa la orden del comandante Georges Loustaunau-Lacau: «Tú organizarás la clandestinidad». Navarre, como le conocían sus colaboradores, estaba convencido de que ella podía hacerlo. Tenía que dividir en secciones la Francia de Vichy y enviar a cada una de ellas varios agentes reclutados por ella, para que vigilaran los movimientos de las tropas alemanas. El general Charles de Gaulle estaba convencido de que el mariscal Philippe Pétain acabaría convirtiendo aquella vasta región en un Estado títere de Hitler y quería estar preparado.
Lo que no se esperaba Fourcade es que Navarre acabaría siendo arrestado y que ella tendría que ponerse al frente de aquella red gigantesca de 3.000 espías bautizada como «Alianza». Eso no impidió que consiguiera mantenerla en funcionamiento hasta el final de la guerra, burlando a la Gestapo cada vez que intentaba capturarla. En una ocasión, incluso, lo consiguió, pero fue capaz de escaparse de su celda escurriéndose entre los barrotes, desnuda, con el vestido sujeto entre los dientes, y avisar a uno de sus confidentes de que planeaban detenerlo. Era tan rápida, inteligente e intuitiva que, gracias a su trabajo, consiguió informar a sus superiores sobre los movimientos de las tropas alemanas en Francia, la localización de sus arsenales y la naturaleza de las nuevas «armas de la venganza» de Hitler, en referencia a las bombas V-1 y los cohetes V-2. Lo más importante fue que facilitó un mapa detallado con la localización de las defensas nazis en la costa de Normandía, donde los aliados pensaban desembarcar el Día D.
Hubo también espías que cambiaron de bando. Mathilde Carré, una de las principales figuras de la Resistencia francesa, terminó delatando a sus camaradas supuestamente presionada por los alemanes, mientras que Ruth Fisher, cofundadora del Partido Comunista de Austria, en 1918, hizo lo mismo y acabó protagonizando una campaña furibunda contra la URSS. Muy mal vistas por sus conciudadanos fueron también la estadounidense Velvalee Dickinson, que traicionó a su país por dinero, y la belga Sybille Delcourte, que se puso del lado de quienes habían invadido su país.
Más impactantes fueron los casos de Claire Phillips, quien, tras la caída de Manila a manos de los japoneses, adoptó una identidad falsa y estableció un club nocturno en el que consiguió informaciones de los soldados nipones. El de Olga Chéjova, la actriz preferida de los alemanes, quienes nunca sospecharon que era en realidad una agente de Stalin. Y, por último, el de la princesa Stephanie von Hohenlohe, la espía que se mantuvo fiel a Hitler a pesar de su origen judío, y el de Wallis Simpson, la duquesa de Windsor, esposa del rey Eduardo VIII y amante del líder nazi Joachim von Ribbentrop. Una combinación explosiva que le ayudó a facilitar información valiosa al Tercer Reich, obtenida de la familia real, durante la invasión de Francia por parte de Hitler. «No siento lástima por los franceses, la verdad», declaró.
Una agente doble en Gibraltar
El caso más cercano que tenemos de una agente doble durante la Segunda Guerra Mundial es el de Larissa Swirski. Hablamos de la espía rusa que comenzó trabajando para Alemania como consecuencia del trauma que le generó haber sido testigo del asesinato de su familia en la Revolución de 1917 —su delito, estar emparentada con el zar Nicolás II— y que acabó renegando de los nazis cuando se enteró, por su hermana, del genocidio judío que estos estaban llevando a cabo en los campos de concentración. Y fue sorprendente, hasta el punto de que Ian Fleming, el famoso creador de la saga del Agente 007, se inspiró en ella para crear a las primeras chicas Bond.
Su trayectoria comenzó al huir de su país antes de ser capturada por los comunistas y emprender un largo periplo por Europa hasta establecerse en Andalucía. Allí se casó con un militar sevillano íntimo amigo de los Franco y junto a él estaba cuando los nazis le propusieron trabajar para ellos como agente. Vivía entonces en Ceuta y recibió su entrenamiento en Tánger, para instalarse después con su familia en el Campo de Gibraltar, muy cerca de donde la Armada británica mantenía una base crucial para el control del Estrecho.
Su primera misión fue informar de la ubicación de los barcos aliados atracados en el puerto del Peñón, para que los hombres rana italianos y alemanes pudieran colocar bombas lapa en sus quillas. Larissa caminaba tranquilamente con su hija para que pareciera que estaba solo de paseo y no dudaba en llevársela con la lancha para dibujar detalles de los portaaviones enemigos atracados en el muelle, aunque sabía perfectamente que se jugaba la vida. Ya tenía conocimiento de que los británicos estaban ahorcando a los espías que descubrían en Gibraltar y hasta había escuchado hablar del verdugo que se desplazaba desde Londres solo para ejecutarlos. Aun así, no se detuvo.
Tras la revelación de su hermana no le resultó difícil cambiar de bando, porque Gibraltar estaba lleno de espías de uno y otro lado, ya que se hallaba en juego la Operación Félix que el Führer había estudiado con el Caudillo para apoderarse del Peñón. Larissa se convirtió entonces en una de las agentes dobles más destacadas de la zona, aunque los alemanes pronto sospecharon de ella e intentaron tenderle una trampa. Afortunadamente, los aliados la previnieron antes. En la capital andaluza abandonó finalmente sus labores de espionaje y vivió en paz hasta su muerte en 1977.