Parecía una boda real. El 10 de abril de 1935, más de 30.000 soldados escoltaban un cortejo nupcial que se dirigía a la Cancillería del Tercer Reich en Berlín. El novio, grande en tamaño y poder, superaba con creces los 100 kilos de peso. La novia, alta, rubia y fuerte, no le iba a la zaga en grandilocuencia. Ella respondía al nombre de Emmy Sonnemann; él, al de Hermann Göring, a la sazón, creador de la Gestapo y hombre de confianza de Hitler. Con aquel casamiento se presentaba a la sociedad alemana a la perfecta mujer nacionalsocialista.
Porque Emma respondía a la representación que la jerarquía nazi, fuertemente patriarcal, ambicionaba para la mujer en el Reich de los mil años. Esposas en la sombra que apoyaban a los gerifaltes en sus decisiones y entre cuyas virtudes sobresalía la lealtad.
Precisamente lealtad es lo que encontró Hermann en Emma en sus primeras citas, usándola como paño de lágrimas para llorar el tormento que le había provocado el fallecimiento de su gran amor, su primera esposa, Carin. Valga un dato para constatar tal reverencia por la compañera desaparecida: el banquete de boda fue celebrado en una esplendorosa casa de campo que Göring tenía en el norte de Berlín. Su nombre, en honor de Carin, Carinhall. Incluso sus restos mortales descansaban en un mausoleo de la mansión.
Nada de esto parecía importar a Emmy, que pronto se convirtió en una de las figuras femeninas más relevantes de la Alemania nazi. Göring amasó una fortuna superlativa, entre otras cosas por los extraordinarios regalos que recibía por parte de industriales y empresarios alemanes, quienes sabían que, desde su posición de hombre de confianza del Führer, tenía la capacidad de posibilitar todo tipo de negocios. Poseía fincas, castillos y mansiones repartidos por Austria, Polonia y Alemania y su colección de arte, sustraída en muchos casos a miembros de la comunidad judía, brillaba por su espectacularidad.
Durante sus años en el poder, los Göring se convirtieron en uno de los matrimonios más ricos de Europa y en anfitriones de las fiestas más portentosas y elitistas de la Alemania de la época. Y ahí, Emma, quien había sido actriz (de escaso talento), se desenvolvía como pez en el agua. Su figura se convirtió en una de las más fotografiadas del país, al punto de que llegó a ser considerada como «primera dama del Tercer Reich». En los mentideros del nazismo se sabía que esto no acababa de gustar a las mujeres más poderosas del movimiento. Tampoco el desprecio que Emmy sentía por alguna de ellas.
Compañera de Hitler hasta el final
Este desprecio llegaba hasta la mismísima Eva Braun, quien hoy es, con permiso de Magda Goebbels, la figura femenina más conocida del nazismo y quien ha pasado a la historia como ejemplo de lo que los principales jerarcas nazis exigían a sus parejas femeninas: fidelidad.
La realidad es que, pese a los 13 años de relación que mantuvo con Hitler, Eva Braun no comenzó a aparecer públicamente en eventos como acompañante del Führer hasta poco antes de su muerte. Y es que Hitler no presentó a Eva en sociedad hasta el 3 de junio de 1944. Fue la boda del ayudante personal de Himmler, Hermann Fegelein, con la hermana pequeña de Eva, «Gretl», la que le sirvió para dar ese paso. Un matrimonio orquestado por Hitler con objeto de poder mostrar a toda Alemania su relación.
Pero el vínculo entre Eva Braun y Hitler había comenzado mucho antes. Su primer encuentro databa del año 1929. Ella tenía 17 años, él, 40. Fue en el estudio en Múnich del fotógrafo Heinrich Hoffmann, amigo del Hitler, con quien colaboraba la joven. A partir de entonces, el futuro Führer le prodigó atenciones constantes. Invitaciones a excursiones, a la ópera, a cenar. Hitler fue ganándose la atención de Eva Braun, hasta el punto de que, en torno al año 1932, los historiadores aseguran que se convirtió en amante del jerarca nazi.
Sin embargo, su relación no comenzó de un modo tradicional. Hitler consideraba que cualquier tipo de idilio hecho público menoscabaría su imagen de hombre comprometido solo con Alemania. Así mantuvo oculta a Eva, de quien solo el círculo más cercano conocía la existencia y cercanía a Hitler. La sensación de desprecio y falta de atención llevó a Eva Braun, incluso, a intentar suicidarse al menos en un par de ocasiones.
La historia no se ha puesto de acuerdo en cuanto al papel de Eva Braun. Tradicionalmente, se la ha considerado una mera acompañante en la sombra del Führer, sin influencia en el mismo y carente de todo interés por la política. El mismísimo Albert Speer, quien fuera ministro de Armamento y Producción de Guerra de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, la calificaría como «gran decepción para los historiadores». Sin embargo, no todos comparten esa visión del personaje.
La historiadora Heike Görtemaker rechaza esa imagen superflua en su referencial biografía Eva Braun. Vida con Hitler. En la misma indica que Eva «compartía sin medias tintas la visión del mundo y de la política de Hitler». Y destaca que estaba lejos de sufrir esa simpleza de carácter con la que habitualmente ha sido identificada. «Eva Braun no era la chica naíf, apolítica, desinteresada y con síndrome de lealtad. Ella era parte de la maquinaria de propaganda», asegura Görtemaker.
Sea como fuere, cuando verdaderamente Eva Braun aparece como un personaje troncal en la vida del sanguinario dictador es cuando el curso de la guerra se empieza a torcer para los intereses nazis. Ya hemos señalado la presentación oficial en 1944, pero es en el búnker, en los últimos días antes de la derrota final, cuando se establece una unión «indivisible hasta la muerte». A comienzos de abril de 1945, Eva Braun se traslada desde Múnich al búnker, sabedora de que el avance de las tropas soviéticas hacia Berlín aproximaba ineludiblemente la derrota. En la madrugada del 28 al 29 de abril contrajeron matrimonio en una ceremonia en el búnker. La mañana siguiente lo celebraron con un modesto desayuno. Apenas un día después se despedían del círculo más cercano que los acompañaba en el búnker berlinés. El matrimonio Hitler no esperó con vida a ver llegar las tropas del Ejército Rojo.
Una nazi convencida
De quien la historia no se ha permitido dudar ni un ápice sobre su compromiso ideológico con el nazismo es de la esposa del ministro de propaganda, de Magda Goebbels. Rubia, distinguida y elegante, Magda conoció a quien fuera su esposo durante un mitin del NSDAP en 1930. La historia oficial del nazismo señalaba que había quedado seducida ante la elocuencia del político nazi. Las malas lenguas de la época preferían destacar que era otra persona, Adolf Hitler, quien despertaba la fascinación de Magda. Un año después, en diciembre de 1931, contraían matrimonio. Hitler fue uno de los testigos de la boda. Era la segunda unión de Magda.
Sea como fuere, lo cierto es que esta mujer carismática y enfervorecida nacionalsocialista se convirtió en el ideal de la mujer nazi. Tuvo seis hijos con Joseph Goebbels y llegó a ser reconocida por Hitler con la Cruz Honorífica de la Madre Alemana. Sus valores casaban a la perfección con los que el Tercer Reich promulgaba para las mujeres: fidelidad a la causa nazi (no tanto en su relación, pues los rumores de infidelidad de los dos miembros de la pareja fueron constantes) y madre entregada a la educación de su familia aria. La publicidad nazi hizo que su imagen idealizada estuviera por todas partes, al tiempo que era la anfitriona perfecta de las fiestas de postín en el Tercer Reich.
Esa lealtad al nazismo se hizo patente, tal y como veíamos con Eva Braun, en los últimos días del Reich, en ese oscuro búnker donde, al igual que su adorado Hitler, acabaría con su vida. «No merece la pena vivir el mundo que viene detrás del Führer», escribía el 28 de abril al hijo que había tenido en un primer matrimonio y que no estaba con ella en el refugio. «Por eso también he tomado a los niños, porque sería dolorosa la vida que llevarían después de nosotros. Un Dios misericordioso me comprenderá cuando yo misma les dé la salvación». El resto es una historia ya conocida por todos. Magda asesinó a sus seis hijos en el búnker con una pastilla de veneno. Unas horas después, se suicidó junto a su marido.
La esposa de Himmler
Nada que ver la de los Goebbels con la relación que tuvieron los Himmler. Heinrich Himmler y Margarete Boden se casaron en julio de 1928. Ella, enfermera de profesión, era siete años mayor que el futuro Reichsführer. En 1929, tuvieron a su única hija, Gudrun. Pocos años después, adoptaron al hijo de un oficial de las SS fallecido. La cercanía de Himmler con el futuro Führer fue provocando un progresivo ascenso que, a su vez, lo distanció de Margarete. Según el escritor Peter Padfield, autor de Himmler: Reichsfuhrer S.S., el jerarca nazi estaba celoso del mayor atractivo de las esposas de Reinhard Heydrich y Karl Wolff, quienes estaban bajo su mando. El distanciamiento entre la pareja provocó que Margarete no fuese tan activa en las relaciones sociales nazis como otras esposas del Tercer Reich.
Himmler destacó por ser un oscuro burócrata, centrado en su trabajo, y para quien la relación con su esposa estaba en un segundo plano. Tampoco Margarete, de un carácter áspero y dominante, gozaba de las simpatías de las mujeres de otros nazis. A finales de los años 30, el Reichsführer comenzó una relación extramatrimonial con su secretaria, Hedwig Potthast, 12 años menor y con quien tuvo dos hijos, Helge y Nannete. Potthast mantuvo una relación de amistad con las esposas de dos gerifaltes nazis, Martin Bormann y Reinhard Heydrich.
La viuda del Tercer Reich
Precisamente, Lina Heydrich tuvo mucho que ver en que su esposo se convirtiera en uno de los más crueles asesinos del nazismo. Más que nada porque fue quien instó a Reinhard, al poco de conocerse, a que se adentrara en el nacionalsocialismo.
Lina Matilde von Osten se había afiliado al partido nazi en 1929, con solo 18 años. Un año después, conoció a un teniente naval de la Marina Imperial destinado en la base de Kiel. Su nombre, Reinhard Heydrich. No tardó la apasionada nacionalsocialista en convencerlo para unirse a las SS. En 1931, era aceptado como miembro de las SS, y a finales de ese mismo año contraían matrimonio. «El carnicero de Praga», «El verdugo» o «La bestia rubia», todos estos apodos definen a la perfección la violencia criminal que ejerció Heydrich en sus actividades de responsabilidad dentro del nazismo. Fue uno de los organizadores de la célebre Noche de los Cristales Rotos en 1938 y uno de los principales arquitectos del Holocausto.
Pese a los altibajos en su relación, provocados sobre todo por la distancia física, mantuvieron un vínculo fuerte, soportado por el seguimiento conjunto del ideal nazi. Tuvieron cuatro hijos, el último de los cuales vino al mundo tras el fallecimiento de Heydrich en un ataque perpetrado en Praga por comandos checos en 1942. La muerte de una de las figuras más carismáticas del nazismo dio a Lina una nueva dimensión. Heydrich pasó a ser considerado un mártir del nazismo, un héroe que había dado su vida por el Tercer Reich. Su viuda pasó a ser un símbolo, la personificación de millones de alemanas cuyos esposos morían en los combates. Pero, al contrario que éstas, que sufrían para sobrevivir en una economía de guerra, «la viuda del Reich» obtuvo todo tipo de facilidades, desde una generosa pensión a un castillo cedido por Alemania. Dos décadas más tarde, Lina se volvió a casar y en 1976 escribió sus memorias Viviendo junto a un criminal de guerra.
¿Cómo habrían sido Emmy Sonnemann, Eva Braun, Magda Ritschel o Lina Matilde von Osten si no hubieran conocido a Göring, Hitler, Himmler y Heydrich? Es imposible saberlo. Quizá una de las más célebres sentencias de la filósofa alemana Hannah Arendt pueda hacernos entender un poco más: «En las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los seres excepcionales podían reaccionar normalmente», escribió en su célebre Eichmann en Jerusalén. Ninguna de ellas pasaba por ser una persona excepcional.