Hombre sin noticias, mundo a oscuras. Consejo y fuerza, ojos y manos: sin valor es inútil la sabiduría». Eso decía Baltasar Gracián, y esta advertencia, de aplicación en cualquier ejército, valdría también para los tercios, el instrumento bélico más eficaz y decisorio de la Corona hispana en la acción exterior contra sus enemigos, declarados o no, que eran muchos. El cénit del poder hispano en los siglos XVI y XVII, la época de apogeo de los tercios, se cimentó sobre las acciones diplomáticas y armadas en el exterior de España, dos pilares que no hubieran podido sostenerse sin disponer de redes de inteligencia eficientes y extendidas por toda Europa. La España imperial contaba con los servicios secretos de espionaje y contraespionaje más adelantados de su tiempo, y ningún país dedicó tantos recursos para hacer frente a los desafíos bélicos que exigía su papel de gran potencia.
La Corona hispana era consciente de que además del dinero, la diplomacia y las armas, debía contar con el trabajo de sus espías en un escenario de rivalidades nacionales en colisión permanente. España fue la primera en elaborar un sistema de inteligencia a escala de gran Estado moderno, para lo cual desde Carlos V estructuró una maquinaria oculta que giraba en torno al rey y el Consejo de Estado, y que en tiempo de Felipe III creó el cargo de Superintendente de las Inteligencias Secretas, lo que luego se llamaría Espía Mayor, con funciones de coordinación general.
Embajadores espías
El ámbito diplomático español en ese tiempo estaba profundamente vinculado al secreto político-militar. Los embajadores actuaban de cabeza del espionaje en el país de residencia, desde el cual —por medios muy variados— enviaban a la Corona cualquier información que consideraban de interés. En el caso de España, esos informes iban a parar al Consejo de Estado, el Consejo de Guerra, o directamente al monarca, la cúpula del organigrama de la inteligencia hispana. Todo el mundo esperaba de los embajadores que ejercieran el espionaje de forma habitual, y las actividades secretas del Estado se veían como necesarias, por encima de las leyes que regían para el resto de los súbditos, de acuerdo con la Razón de Estado resumida en la máxima maquiavélica: «El fin justifica los medios».
A principios del siglo XVI, España disponía ya de una amplia nómina de representantes diplomáticos permanentes instalada en París, Londres, Roma, Lisboa, Bruselas, Viena, Saboya y el norte de Italia, incluyendo algunos puntos estratégicos del norte de África, como Orán, Trípoli o la costa de Marruecos. Una función fundamental del espionaje diplomático-militar se realizaba por relaciones o avisos encriptados a través de las embajadas, virreinatos o gobiernos militares.
En la época de los tercios se publicaron importantes tratados de encriptación tan elaborados que el cifrado y contracifrado de cartas y documentos secretos llegó a ser juzgado un arte. El más notable representante español de esta escuela fue Luis Valle de la Cerda, secretario de cifra de Felipe II y Felipe III, considerado un genio en la materia, que consiguió descifrar en 1585 las cartas que la reina inglesa Isabel I enviaba a los jefes rebeldes holandeses que combatían contra las tropas hispanas, asegurándoles ayuda militar y financiera para seguir alimentando la guerra de Flandes. Valle de la Cerda escribió un tratado de contraespionaje en el que se expuso la forma de descubrir espías en España e Italia, recurriendo a la censura del correo postal y aumentando los controles de entrada y salida en las grandes poblaciones.
A la demora de los correos por las deficiencias del transporte en esa época se añadía la inseguridad. Los mensajeros eran asaltados con frecuencia, lo que hacía necesario el envío de esta correspondencia cifrada por duplicado o triplicado, a fin de asegurar la recepción cuando alguno de ellos era interceptado.
Además de Valle de la Cerda, otro agente muy importante en cuestiones de cifrado fue el menorquín Juan Seguí, que después de ser capturado por los turcos fue llevado a Constantinopla, desde donde logró escapar. Seguí volvió a la capital turca a finales de 1586 enviado por el secretario del Consejo de Estado, Juan de Idiáquez, y enviaba sus cartas por duplicado a Venecia y Nápoles, ocultando su identidad con el nombre de Pedro Abella. Como criptógrafo de Felipe II también destacó Juan Vázquez de Zamora, que trabajó en Génova, punto neurálgico del espionaje hispano, descifrando avisos secretos de gran importancia cuando Idiáquez ocupaba en esa ciudad el cargo de embajador.
Órganos de dirección
El organigrama de la inteligencia hispana tenía una estructura piramidal cuyo vértice era el rey o el valido de turno. Después del monarca, el máximo órgano de los servicios secretos era el Consejo de Estado, que dependía directamente del monarca, y cuyos consejeros eran designados personalmente por este. El Consejo de Estado tenía competencia absoluta en cuestiones de diplomacia y espionaje, y sus miembros eran vitalicios. Sus funciones consultivas abarcaban todas las cuestiones relacionadas con la política exterior, incluyendo servicios secretos y nombramientos diplomáticos. Como señalaba el capitán Gil González Dávila a principios del siglo XVI: «El Consejo de Estado es el mar donde vienen a parar los mayores secretos y misterios […] de la Monarquía. En el Consejo se tratan guerras, paces, ligas, treguas, disposición de armadas, conquista de nuevos reinos, casamiento de reyes, príncipes y personas reales; y se consultan los cargos…».
Vinculado estrechamente al Consejo de Estado estaba el Consejo de Guerra, que dirigía un servicio de inteligencia castrense con agentes desplegados en las unidades militares, utilizando también espías civiles próximos a los escenarios de combate. En muchos casos estos confidentes actuaban como mercaderes, artesanos, comerciantes, campesinos, proveedores o religiosos.
En casi todos los casos, el Consejo de Estado trazaba la estrategia general a seguir, y era el Consejo de Guerra el que la ejecutaba. Junto a ellos, para coordinar los consejos y responder a los imperativos del monarca, estaban los secretarios de Estado, que en materia secreta estaban muchas veces por encima de los consejeros.
Felipe II, a quien se consideraba el monarca mejor informado de Europa, dirigió directamente la maquinaria de la inteligencia hispana durante su reinado, asesorado por los secretarios de Estado, uno de los cuales, el corrupto Antonio Pérez, vendió secretos a los enemigos de España en Flandes, y actuó como «topo» cercano al rey, hasta el punto de que sus engaños provocaron el asesinato —con la anuencia regia— de Antonio Escobedo, secretario personal de Juan de Austria en Flandes.
En parte por evitar filtraciones y agilizar los debates, Felipe II decidió que algunas cuestiones de guerra e inteligencia se trataran en órganos más reducidos, las llamadas Juntas de Gobierno, cuyo papel era más expeditivo en la toma de decisiones. Con Felipe II, la verdadera «eminencia gris» del engranaje secreto hispano en la segunda mitad del siglo XVI, fue el maestro de espías Juan de Idiáquez, cuya compenetración con ese monarca fue total en asuntos de inteligencia.
Espías mayores
En un intento de corregir los dos defectos principales del servicio secreto hispano —la descoordinación entre redes de espionaje que se interferían mutuamente, y el mal uso de los gastos secretos o fondos reservados—, se creó durante el reinado de Felipe III la figura del Espía Mayor, que en la práctica no alteró mucho la estructura de inteligencia diseñada en décadas anteriores.
El primero en ocupar este cargo fue Juan Velázquez de Velasco, tras ser nombrado en 1598 Superintendente de las Inteligencias Secretas de la Corona. Un cargo más pomposo que efectivo. Velázquez de Velasco es considerado por algunos autores el fundador de los servicios secretos españoles, y su carrera como jefe de espías vino avalada por una larga trayectoria militar en los tercios de Italia y en el Mediterráneo. En 1590, el rey le nombró alcaide de Fuenterrabía y capitán general de Guipúzcoa, un puesto fronterizo clave en la defensa ante los ataques y maniobras clandestinas procedentes de la vecina y enemiga Francia, creando una red de espionaje propia.
El empleo de Espía Mayor se prolongó durante el siglo XVII hasta la época de Carlos II con Andrés Velázquez de Velasco (hijo de Juan Velázquez) que fue consejero de Estado y Guerra. Le sucedió Gaspar Bonifaz entre 1629 y 1639, y le siguió Juan de Valencia entre 1651 y 1663, que además de manejar espías era torero y había nacido en Lima. Después, el puesto fue perdiendo relevancia hasta difuminarse por la actuación personalista de los secretarios de Estado y los validos, que terminaron absorbiendo todas las funciones del entramado secreto.
Diplomáticos-espías de la época imperial
Si bien conforman una larga lista, tuvieron un papel destacado nombres como Baltasar de Zúñiga, Bernardino de Mendoza, Pedro de Toledo o el poeta Garcilaso de la Vega.
Zúñiga nació en Salamanca en 1561 y fue embajador en Bruselas, Londres, París y Praga, además de consejero de Estado y de Guerra y presidente del Consejo de Italia. Representante extraordinario ante la reina Isabel I de Inglaterra, adquirió un importante papel negociador en el tratado de paz que marcó el fin de la guerra angloespañola iniciada en 1585, cuyas condiciones, en líneas generales, favorecieron a España. Sus actividades en política exterior y asuntos de espionaje se prolongaron eficazmente con las embajadas en París y Praga, y, frente a la actitud neutralista del duque de Lerma, valido de Felipe III, defendió una política dura en la guerra de los Países Bajos, pensando que si se perdía Holanda se perderían también las Indias, Flandes, Italia y por último la propia España.
Bernardino de Mendoza es otro nombre señero en el juego de la diplomacia y el espionaje hispanos. Experto militar, diplomático y maestro de espías, Mendoza dejó testimonio escrito de los principales sucesos en Flandes como hombre de confianza del duque de Alba. Su actividad en el manejo de agentes secretos y mensajes encriptados era legendaria. Partidario de la Contrarreforma católica a ultranza, Mendoza estuvo de embajador en Londres hasta que terminó siendo expulsado de su cargo al enfrentarse abiertamente con la reina Isabel I, participando en varios complots para intentar salvar de la decapitación a la reina escocesa María Estuardo y restaurar el catolicismo en Gran Bretaña.
El agente más importante durante el tiempo que Mendoza estuvo en Inglaterra fue el vizcaíno Pedro de Zubiaur, que participó en los preparativos del intento de invasión de la Gran Armada (mal llamada Invencible) en 1588. Agente secreto de la Corona, Zubiaur dispuso de una red de espías propia con la que contrarrestó en el mar las correrías piráticas de Drake, y tramó la acción secreta que condujo al cadalso al almirante corsario Walter Raleigh, que dejó una estela sanguinaria en la América hispana. Cuando intentaba trasladar a un tercio de infantería española desde Lisboa a Dunkerque, Zubiaur murió en 1605 de heridas en combate en el canal de la Mancha, al ser atacada su flotilla por los holandeses. Sus restos fueron trasladados a España y recibieron sepultura en Irún.
Tras dejar Londres, el rey Felipe II nombró a Mendoza embajador en Francia, en momentos muy críticos de guerra civil religiosa en este país, y consiguió que los tercios hispanos entraran en París en apoyo de la Liga Católica, donde dejaron una guarnición que terminó abandonando la ciudad con honores militares. Sus días acabaron en un convento de Madrid en 1604, cuando estaba ciego y achacoso, y en su lápida dejó grabada en latín la frase que resumió su vida: «Ni temas, ni ambiciones».
Figura muy importante del espionaje hispano en Italia y el Mediterráneo fue asimismo Pedro Álvarez de Toledo, virrey de Nápoles y consejero del Rey en asuntos de guerra contra los otomanos. Nacido en 1480, consolidó el poder imperial en el sur de Italia con un programa de fortificaciones y convirtió a Nápoles en el bastión principal del espionaje hispano en el sur de Europa.
Diplomático, militar, figura destacada del Renacimiento, espía y hombre de confianza del virrey Álvarez de Toledo, el poeta Garcilaso de la Vega trabajó como agente secreto para el emperador Carlos I, que le encomendó gestiones diplomáticas y familiares de importancia en varios lugares de Europa. A Garcilaso (1501-1536) se le confió también la misión de establecer contacto con la red de espionaje que manejaba en la región albanesa Alfonso Castriota, marqués de Atripalda, que al frente de un pequeño ejército manejaba un servicio secreto en toda la zona del Adriático y el sur de Italia para intentar detener el avance otomano con apoyo español.
Antes de actuar secretamente desde Nápoles, Garcilaso realizó también tareas de espionaje militar en Francia y Roma, de las que dio cuenta personalmente al emperador Carlos I en España. Tras participar y ser herido en la toma de Túnez y la fortaleza de La Goleta, recibió el nombramiento de maestre de campo de un tercio de infantería embarcado en Málaga, y murió en Niza en septiembre de 1536 en la campaña de Provenza contra los franceses, al asaltar un torreón y ser alcanzado por una piedra de los defensores.
Espías, agentes y correspondientes
En el esquema de los servicios secretos hispanos, tras el rey/valido, los consejos de Estado y Guerra y los secretarios de Estado, el siguiente escalón lo ocupaban los virreyes, gobernadores generales y embajadores, que recibían in situ la información filtrada por los espías, y la pasaban luego a los altos mandos de la inteligencia en la Corte o al propio monarca. En todos estos cargos el espionaje era algo que se daba por supuesto, como una función que formaba parte obligada del engranaje político-administrativo de la maquinaria estatal hispana. Podríamos decir que era una tarea añadida al puesto, y constituía una prolongación habitual de la política exterior. Estos altos personajes disponían de redes de espionaje autónomas, con frecuencia desconectadas entre sí, y contaban con sistemas de encriptación, en ocasiones exclusivos, que manejaban los secretarios de cifra. Tal fue el caso de Ambrosio de Spínola, gobernador militar de Flandes y gran manejador de espías, que disponía de su propia clave para comunicarse directamente con el rey.
Tanto Felipe II como Carlos I y Fernando el Católico confiaban mucho en los embajadores, pero ponían cuidado en darles solo atribuciones limitadas, acordes con el fin perseguido. «Los embajadores son los ojos del Rey —decía Fernando el Católico—, pero desdichado aquel que se fía solo de ellos».
Las funciones de los espías y agentes secretos se confundían con frecuencia, pero estos últimos solían actuar por orden directa del rey o de sus altos representantes, haciéndose pasar por diplomáticos, comerciantes, artistas o ayudantes de virreyes, como fue el caso del eximio escritor Francisco de Quevedo, quien siguiendo instrucciones del duque de Osuna, virrey de Nápoles, fue capaz de moverse como pez en el agua en misiones secretas por toda Italia, y organizó (o al menos tomó parte) en un golpe de Estado que estuvo a punto de derrocar al Gobierno de Venecia hostil a España. Otro caso fue el del pintor Pedro Pablo Rubens, fiel partidario de la causa española en Flandes durante la Guerra de los Treinta Años. Su fama como artista le facilitaba el acceso a embajadas y a codearse con destacadas figuras de la política europea, y utilizó esa influencia para actuar de agente negociador secreto en misiones de calado estratégico.
Con menos iniciativa que los agentes secretos, y en misiones más próximas a sus lugares de residencia, estaban los llamados «correspondientes» o corresponsales, alertados para transmitir las noticias de interés que les llegaban de muy distinta procedencia. Los correspondientes estaban asentados en ciudades y puertos de los centros neurálgicos del Imperio hispano, y formaban una malla oculta que se extendía desde el norte de Europa hasta Constantinopla y lugares recónditos en los Balcanes y el Magreb. Un trabajo de espionaje vital era también el de los correos, que actuaban muchas veces con la tapadera de criados, comerciantes o escoltas. Su tarea podría ser muy arriesgada llevando y trayendo mensajes o cartas cifradas, porque los asaltos a los mensajeros eran frecuentes, y muchos de ellos morían asesinados.
De la gente dedicada al comercio en el Mediterráneo surgieron redes de agentes secretos, hermanadas muchas veces por vínculos familiares, que obtenían informes en los territorios del Imperio otomano. Cabeza de una de estas redes fue Aurelio Santa Croce, cuyos avisos llegaban a Felipe II a través de Nápoles, la encrucijada estratégica de la inteligencia hispana en el Mediterráneo. Santa Croce manejaba más de cien espías a sueldo en Constantinopla, que le avisaron puntualmente en 1609 de la sublevación morisca en las Alpujarras de Granada. Otra red importante fue la del genovés Renzo de San Remo, que disfrazado de mercader utilizaba un canal de comunicación desde Constantinopla a Nápoles, a través de los Balcanes, Corfú, Otranto o Ragusa, en el Adriático. El enlace entre el virrey de Nápoles y esta cadena de espías era Giovanni Agostino Gilli, quien llegó a planear operaciones a gran escala de sabotajes en los arsenales de la flota turca.
Además de las redes oficiales del espionaje que recibían órdenes directas del rey, las embajadas o los altos jefes militares, la inteligencia hispana disponía también en España de células secretas en puntos estratégicos de la Corona, a cargo de personas u organizaciones privadas que informaban al propio monarca, como ocurrió con el grupo de agentes encabezado por el fraile franciscano Diego de Mallorca, dedicado a informar del poder marítimo otomano después de Lepanto en 1571. Una batalla naval que en gran parte se ganó por las acciones secretas dirigidas desde Nápoles por el jefe de la flota cristiana, Juan de Austria, que dispuso de un buen servicio de espionaje en las islas y costas del Mediterráneo oriental en el momento decisivo.
Escritor, espía, militar
En su época de apogeo histórico y militar, España contó con escritores de gran talla que intervinieron en materias de espionaje, al tiempo que simultanearon tareas militares. Junto a plumas tan ilustres como Garcilaso o Quevedo, ya citados, son ejemplos en este sentido vidas como las del poeta de los tercios Francisco de Aldana o el creador del Quijote, Miguel de Cervantes Saavedra.
Francisco de Aldana. Nació en 1537 y, además de gran soldado, sirvió en peligrosas misiones secretas, y alcanzó una muerte heroica en Marruecos. Sus valiosas informaciones, que el rey portugués don Sebastián desdeñó, quizá hubieran evitado el desastre de Alcazarquivir, una de las derrotas cristianas más funestas en el norte de África. Herido de un disparo de mosquete en Flandes durante el sitio de Haarlem en 1572, uno de los más duros de la Guerra de los 80 Años, Aldana fue ayudante distinguido en las campañas del duque de Alba, que lo recomendó a Felipe II, y participó como sargento mayor en una expedición que Juan de Austria llevó contra los turcos en el Mediterráneo.
Tras unos años de tranquilidad en España, reanudó la actividad guerrera cuando el rey luso don Sebastián, obsesionado por conquistar «tierra de moros», decidió lanzarse contra Marruecos, pese a las advertencias de Felipe II. Para asesorarle en lo posible y estar al tanto de la situación, el monarca hispano envió como espías a Marruecos a dos de sus capitanes en 1577. Uno era Diego de Torres, y el otro, Aldana, que hablaba varias lenguas, entre ellas el árabe. Disfrazados de mercaderes hebreos recorrieron el territorio enemigo espiando fortificaciones, armas y efectivos militares del entorno de Larache. Al regreso de su misión, les informó de las escasas probabilidades de éxito de la empresa, aunque de nada sirvieron sus avisos, y la expedición portuguesa, en la que figuraba un contingente de 1.600 soldados españoles, desembarcó en Arcila en 1578 y avanzó hacia Larache. Nombrado jefe de la infantería por don Sebastián, Aldana decidió unir su suerte a la del rey en la batalla de Alcazarquivir. Descabalgado y espada en mano, como cuenta un testigo, Aldana murió peleando.
Miguel de Cervantes. Dejando aparte su faceta de escritor, Cervantes fue sobre todo un soldado, pero también un agente secreto que dio sobradas muestras de valor en combate y en misiones de espionaje. Después de su cautiverio en Argel, al ser capturado por los piratas berberiscos, viajó a Portugal y aceptó la peligrosa misión que se le encomendó y que llevó a cabo por orden de Mateo Vázquez, secretario de Estado. El soldado-espía embarcó hasta Orán y pasó a Mostaganem, un enclave berberisco conquistado por Barbarroja. Allí obtuvo informes importantes relacionados con los movimientos de la flota turca de Uluch Ali en el Mediterráneo antes de regresar a España y dar cuenta, seguramente en Lisboa, de su tarea clandestina. Luego quedó a la espera de que el servicio secreto hispano le asignara nuevas misiones, pero estas nunca llegaron, quizá porque las negociaciones de tregua hispano-turca estaban ya muy avanzadas. El hecho es que, cansado de esperar y desengañado, desprovisto de recursos, Cervantes decidió volver a Madrid y reanudar su carrera de escritor.
Es probable que Cervantes hubiera iniciado su carrera de agente secreto antes de la cautividad en Argel, cuando comienzan los contactos entre España y los turcos, después de Lepanto, para lograr una tregua de larga duración. En la negociación pudieron tener un papel clave Giovanni Margliani, agente de Felipe II, y el mercader-espía Santa Croce, alias Bautista Ferraro, que dirigía una nutrida red clandestina en Constantinopla. Surge la duda de si la inteligencia turca conocía los contactos de Cervantes con el espionaje hispano a través de Hasan Bajá, el amo de Cervantes en Argel, a quien la inteligencia española intentaba captar. Eso explicaría por qué el argelino respetó la vida del escritor a pesar de sus repetidos intentos de fuga.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.