En el imaginario colectivo permanecen erguidos como guerreros regidos por un férreo código de honor y un fiel sentido del compañerismo. Muchos fueron los nombres que, como Juan de Austria, Alejandro Farnesio o los escritores Lope de Vega o Miguel de Cervantes, portaron su estandarte frente a ejércitos de todo el mundo. Los tercios fueron los amos de la guerra y contaron entre sus filas con personajes ilustres. Muchos procedentes de oligarquías europeas, pero también poetas guerreros cuyo espíritu se mantiene hasta nuestros días. Todos ellos fueron grandes héroes que, por desgracia, pasaron a un segundo plano tras la llegada de la dinastía borbónica en el siglo XVIII.
Generales con la Historia a sus pies
Uno de los personajes con mayor resonancia internacional fue don Juan de Austria. El hijo ilegítimo del rey se crio en España, pero vivió una juventud alejada de la pomposidad de la Corona. Durante toda su vida no tuvo interés alguno por seguir la carrera eclesiástica que se le presumía. Razón de más por la que su hermano, Felipe II, que acababa de subir al trono tras la muerte de su padre en 1558, le concedió el privilegio de ser nombrado Capitán General del Mar.
Ostentando ese cargo vivió innumerables aventuras. Lo que había comenzado como una rebelión por motivos religiosos en las Alpujarras (1568-72) tuvo un episodio más cruento en la batalla de Lepanto, en el golfo de Patras, cerca de la ciudad griega de Naupacto, en 1571. El objetivo de aquella ofensiva era reforzar las defensas en el Mediterráneo ante el temor de la llegada de los ejércitos turcos. Don Juan de Austria, que contaba con 24 años por aquel entonces, aceptó de buen grado unirse a la Santa Liga, una alianza militar contra el islam, para combatir a las naves de Alí Pachá y evitar la expansión de la media luna a través del mar. Su actuación fue determinante para alcanzar la victoria.
Una factura distinta se acuñó en la Guerra de los 80 años (1568-1648), que en España se conoció como la Batalla de Flandes. El objetivo de esta serie de enfrentamientos desarrollados en Países Bajos fue el de apaciguar la ira de las diecisiete provincias holandesas contra un rey al que le puso el sobrenombre de «extranjero». Don Juan de Austria fue el elegido, el encargado idóneo debido a su historial militar. Las cartas de su hermanastro el rey Felipe II relataban entonces el tono del mensaje para convencerlo: se le pedía «su fuerza y su vida por el honor de Dios y de su religión, que estaban en peligro».
En una muestra de su capacidad diplomática y su vena negociadora, Don Juan de Austria inició en 1577 una serie de conversaciones para aplacar la rebelión con los Estados Generales. Como contrapartida para entrar en el territorio en calidad de gobernador, aceptó un paquete de medidas compuesto por: retirar las tropas, abolir la Inquisición y aprobar una serie de libertades de las regiones flamencas. A pesar de todo, la situación se torció en cuestión de semanas propiciando un enfrentamiento con Guillermo de Orange y sus aliados, lo que obligó al español a retirarse a Namur, a unos setenta kilómetros de Bruselas, en donde recibió el apoyo de Alejandro Farnesio, eclesiástico y tercer duque de Parma, que salió en su defensa. Reforzadas, las tropas españolas se enfrentaron al ejército rebelde en la batalla de Gembloux. Acosando a la retaguardia y explotando su ventaja gracias a la caballería, devastaron al enemigo por completo. Como consecuencia de las secuelas del tifus, murió en 1578.
Alejandro Farnesio, que tomó el testigo como gobernador de Países Bajos a la muerte de Don Juan de Austria, fue un personaje peculiar. Tuvo una larga experiencia militar. Antes de recalar en tierras holandesas, viajó previamente a Francia para las Guerras de Religión, donde se posicionó del lado católico. Frente a los rebeldes holandeses estuvo a punto de perder la vida en varias ocasiones. Una de ellas, en el asedio de Oudenaarde, en 1582.
Hay una anécdota que describe a la perfección su rectitud al frente del ejército. Se cuenta que recibió un cañonazo en el momento en el que estaba comiendo en compañía de sus oficiales en campo abierto. La bala arrancó la cabeza a uno de ellos, esparciendo sus vísceras por toda la mesa. Pero el militar, impasible y decidido, sin levantarse de la silla donde descansaba, mandó enterrar a los cadáveres y cambiar los manteles para continuar con su actividad. Su obsesión era que los rebeldes «no se gloriasen nunca de que lo habían movido de su puesto». Continuó como si nada hubiera pasado.
Su actuación en la campaña en Flandes exhibió la inteligencia y la valentía propia de su carácter. En cartas recopiladas en la actualidad se relata la «maniobra magistral» para que sus soldados cruzaran un río en 1592 una vez que su ejército se retiró de Francia tras el asedio de Caudebec. Una herida por mosquete acabó con su vida en la Abadía de Saint-Vaast de Arrás.
Juan Pablo Carrión, epicentro de la batalla entre los tercios y los samuráis
Los tercios se enfrentaron a los ejércitos más poderosos de la época. Guerreros que, en muchos casos, no se habían adaptado todavía a las primitivas armas de fuego que surgieron en aquel momento. Filipinas fue el escenario de una serie de batallas en las que se enfrentaron dos modos de entender la guerra: el de las tropas imperiales españolas y el de los japoneses, encabezados por grupos de valerosos samuráis.
Una investigación de la escritora y orientalista Elisabeth Manzo Carreño ha documentado el único enfrentamiento del que se tiene constancia entre los míticos guerreros del Japón feudal y las fuerzas occidentales. Uno de sus artífices fue Juan Pablo de Carrión, un héroe de 69 años que estuvo al frente de una flota de 40 soldados y un grupo de marineros que fue capaz de vencer a cientos de piratas en las aguas de Cagayán.
Carrión, palentino de Carrión de los Condes, había regresado a España tras pasar numerosas penalidades. Sin embargo, en su vuelta entró al servicio como tesorero del arzobispo de Toledo y contrajo matrimonio con doña María Salcedo y Sotomayor. Una nueva situación civil que le permitiría vivir con comodidad en la ciudad. A pesar de todo, su espíritu aventurero le traicionó para emprender rumbo a Nueva España, donde el virrey Luis de Velasco le garantizó una comisión en el astillero de Puerto Navidad, en el litoral pacífico.
Perseguido por el fracaso en una expedición anterior, volvió a casarse en la ciudad de Colima, esta vez con Leonor Suárez de Figueroa, por lo que fue acusado de bígamo y judaizante. Con el objetivo de defenderse volvió a España, aunque tuvo la oportunidad de persuadir a Felipe II para viajar de nuevo a Asia y abrir un paso entre China y Nueva España a tenor de los intereses de la Corona por ampliar las rutas internacionales.
A pesar de mantener el control de Manila en manos españolas desde 1571, la piratería suponía un problema en el norte, en especial en la desembocadura del río Cagayán. Para 1577, Carrión fue nombrado General de Armada y regresó a Filipinas en un momento en el que su vecino Japón se encontraba sumergido en un estado anárquico y arrasado por las sucesivas guerras civiles del periodo Sengoku.
Pero una misiva cambió el rumbo del hartazgo de los españoles. En junio de 1582, Felipe II recibió una carta del gobernador de Filipinas, Gonzalo Ronquillo de Peñalosa, en la que le reclamaba la necesidad de combatir a los piratas nipones y expulsarlos del archipiélago. Una misión encargada a Carrión, quien al mando de una reducida flota de siete barcos (el navío San Yusepe, una galera bautizada como Capitana y cinco fragatas) y unos 40 hombres de armas, se enfrentó a los llamados «ronin», samuráis sin dueño, y a los «ashigaru», soldados de infantería sin rango, que deambulaban por los mares en busca de preciosos botines.
Hombres con singularidad excepcional
Los Tercios estuvieron formados por hombres con una singularidad excepcional como la de Ambrosio de Spínola, otro de sus grandes héroes, fervoroso católico y obcecado combatiente. Sus orígenes se remontan a una familia de banqueros genoveses vinculada a la Monarquía española. En 1601 financió a las huestes imperiales en su enfrentamiento contra los holandeses por defender al archiduque Alberto, gobernador español en aquellos lares.
A pesar de sus notables victorias, el excesivo gasto para mantener a sus tropas le llevó a la bancarrota. Tras un periodo de tregua que se mantuvo durante doce años, participó en la Guerra de los Treinta Años, entre 1618 y 1648, donde derrotó a Federico IV del Palatinado, líder de la Liga protestante. Esa pugna marcó el desarrollo de Europa en siglos posteriores. En ese contexto bélico, también participó en la célebre batalla de Breda, en Países Bajos, en 1625, que permitió tomar el último bastión de Países Bajos, y que ha servido de inspiración para grandes obras artísticas.
La última etapa de los tercios tuvo al cardenal infante Fernando de Austria como uno de sus grandes valedores. Optimista, inteligente, valiente y decidido, según le describen en El conde duque de Olivares, de Gregorio Marañón, que cuenta la historia de su peor enemigo. Fue el último gran militar del Siglo de Oro español. Era el tercer hijo varón de Felipe III y cosechó una sólida formación humanista.
En su hoja de méritos se encuentran importantes victorias. En el marco de la Guerra de los Treinta Años, por ejemplo, participó en la batalla de Nördlingen (Baviera) frente al temido ejército sueco. Allí logró eliminar el dominio escandinavo que se agolpaba en el sur de Alemania. Lo hizo imponiéndose a su enemigo en inferioridad numérica. Ese espíritu de equipo fue, de hecho, uno de los aspectos que diferenciaron a los Tercios frente al resto de los ejércitos europeos de aquel tiempo. Aquella gran victoria le condujo a Bruselas, donde entró como gran héroe y fue nombrado gobernador de los Países Bajos. A continuación promulgó reformas eclesiásticas y políticas para atraer a los flamencos en su lucha contra los franceses. Murió joven, a los 36 años, como consecuencia de una enfermedad.
Álvaro de Bazán, el arquitecto del mar que nuca fue derrotado
El poderío de la flota española mantuvo a raya a los enemigos en muchas batallas. De los grandes héroes indiscutibles que marcaron a fuego su nombre, uno de los que más destacó fue el de Álvaro de Bazán. Encarnó los valores más primigenios de los tercios y el arrojo con el que sus soldados humillaban al resto de potencias. El expediente militar de este capitán general de la Armada española, que se ganó los afectos de la Corona al ser nombrado consejero de confianza del rey, fue impoluto.
Sin lugar a dudas, entre las mayores gestas de Álvaro de Bazán destacaron la batalla de Lepanto y la ofensiva contra el ejército tunecino. Algunos escritos conservados de Luis Cabrera de Córdoba, cronista de Felipe II, relataron: «Jamás se vio batalla más confusa; trabadas de galeras una por una y dos o tres, como les tocaba… El aspecto era terrible por los gritos de los turcos, por los tiros, fuego, humo; por los lamentos de los que morían». Historiadores como Agustín Rodríguez González han calificado a Lepanto como «una batalla naval extremadamente grande y compleja». En el libro Álvaro de Bazán: Capitán General del Mar Océano se relata que, ante la acumulación de buques y de hombres, era «muy difícil que cualquier testigo distinguiera claramente lo que sucedía incluso a unos centenares de metros».
Ambos bandos no habían probado mutuamente sus capacidades en el Mediterráneo hasta ese momento. Aunque no iban a ciegas, se presuponía una superioridad otomana. Pero en un alarde de imaginación, y tal vez de locura, los mandos tomaron algunas medidas drásticas: por ejemplo, decidieron liberar a los remeros y repartirles armas para ganar efectivos en tal decisivo combate. Entre otras cosas, también se mandó realizar una serie de cambios en la distribución de los cañones de las cubiertas. Junto con el plan cristiano de desplegar la flota en varios puntos, amasaron una victoria histórica.
Tras aquella gesta, de Bazán participó en la ofensiva que Don Juan de Austria organizó sobre Túnez. También preparó a una escuadra en la batalla de la isla Terceira en la que se conquistó las Azores o la toma de Lisboa, donde murió en 1588.
Además de su capacidad para organizar ejércitos, a este estratega granadino se le atribuyó una serie de mejoras en las batallas navales. Por ejemplo, puso en valor el uso de la infantería de marina, hasta entonces en un segundo plano, pero también demostró la capacidad de los galeones, que hasta el momento se utilizaban para el comercio, como herramienta para librar la guerra. Por último, desarrolló un tipo de embarcación para las operaciones anfibias.
Otros autores como Miguel de Cervantes le calificaron de «venturoso» y «jamás vencido». Con permiso de Blas de Lezo o Juan Sebastián Elcano, Álvaro de Bazán puede ser considerado como el más notable marino de la Historia española que planeaba las operaciones con exquisito cuidado, recorriendo cada costa para elegir el lugar más apropiado para un desembarco.
Grandes escritores que cabalgaron a lomos del mito
El espíritu de compañerismo y el férreo código de honor fueron lo que marcó la diferencia entre los tercios y el resto de los ejércitos europeos de la época. Su creación supuso una verdadera revolución militar en el siglo XVI. Una época en la que el mundo estaba sumido en un profundo cambio y las batallas aparecían en numerosos puntos del mundo. En un ejercicio de encomiable romanticismo, numerosos escritores célebres pasaron por sus filas.
Entre ellos se encuentra Miguel de Cervantes. El más insigne escritor de las letras españolas fue además un soldado imperial en el mar. Su vida militar transcurrió entre 1569 y 1575, periodo por el cual acumuló varias aventuras antes de abandonar el arcabuz por la pluma. Se alistó joven y participó en numerosos conflictos, como la batalla de Lepanto, de la que escribió entre las páginas de Don Quijote: «Aquella victoria fue la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros». Después pasó por el Tercio de Lope de Figueroa y el Tercio de Sicilia. Como soldado sufrió numerosas heridas y estuvo encarcelado en África.
Además de Cervantes, fueron otros muchos escritores los que formaron parte de los tercios. Como poetas guerreros se tiene constancia de nombres como los de Ángel de Saavedra, Pedro Calderón de la Barca, Garcilaso de la Vega, Francisco de Aldana o Lope de Vega. Caso particular es el de Calderón de la Barca, quien se unió al ejército por patriotismo a la edad de 40 años. El escritor y sacerdote formó parte en 1640 del Regimiento de «Órdenes Militares» que intentó apaciguar el levantamiento secesionista de Cataluña. En uno de sus poemas más célebres dejó escrita una descripción del ejército: «En buena o mala fortuna, la milicia no es más que una religión de hombres honrados».
Garcilaso de la Vega, sin embargo, se desenvolvió entre la pompa monárquica durante toda su vida; se educó en la corte del emperador Carlos I, lo que le permitió ser una figura clave de la sociedad ilustrada. En 1536 fue nombrado maestre de campo de un tercio que desembarcó en Génova, cuyo objetivo era el de conquistar Marsella. El ejército imperial fracasó, viéndose obligado a replegarse en Niza. Allí murió mientras combatía a los franceses a la edad de 35 ó 37 años, ya que existen dudas acerca de su fecha de nacimiento real.
Mejor suerte corrió Cristóbal de Mondragón y Mercado, quien estuvo la friolera de 60 años en las filas de los tercios. Su amplia hoja de servicios es muy destacada; entre otras acciones, participó activamente en la Guerra de los 80 años. Se alistó a los 18 años y, desde entonces, permaneció activo. Tiempo por el cual combatió en Alemania, en La Provenza y en Túnez. También se enfrentó a las tropas de Guillermo de Orange y de Mauricio de Nassau. El ejército de este último duplicaba en número al de los españoles, pero una estrategia basada en continuas maniobras pudo distraer al enemigo y dividir a los soldados, que fueron pereciendo lentamente.
Su ingenio quedó patente en otras batallas como la de Mühlberg, en Alemania, en 1547. Esta se sucedió contra los protestantes de la llamada Liga de Esmalcalda, que unía príncipes y ciudades protestantes del Sacro Imperio Romano Germánico para defender sus privilegios. Allí, en medio de la adversidad, trazó un plan: cruzar a nado el Río Elba en la víspera del combate. Para ello, doce soldados se aventuraron con las espadas en la boca para sustraer unas barcas a los enemigos y completar un puente para su ejército. Salió victorioso. También combatió en la frontera flamenca contra la Francia de Enrique II con 500 jinetes españoles frente a más de cien mil de la caballería enemiga. De sus gestas militares declaró: «Mis soldados, en tono afable, me llaman el Viejo, y hasta aquí he llegado con más de ochenta años y muchas guerras, que no es poco». Como ejemplo de su coraje, su espada se colocó a modo de pararrayos en la torre de la iglesia mayor de Luxemburgo. Fueron, en definitiva, hombres cuajados de acero que no dudaron ni un segundo en verse escabechados por el deseo irreprimible de forjar la historia.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.