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martes, junio 17, 2025

La historia de la doctora que descubrió un atajo para salvar el corazón de miles de niños

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Sin poder oír y en un entorno que la subestimaba, Helen Taussig abrió una puerta médica donde antes solo había resignación: el síndrome del bebé azul.

Fuente: ChatGPT / E. F.

Eugenio Manuel Fernández Aguilar


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En un hospital de Baltimore, una mujer sorda pone sus dedos sobre el pecho de un bebé que apenas respira. No lleva estetoscopio. No hay monitores. No hay milagros disponibles. Solo su intuición, su experiencia y su voluntad de cambiar la historia. Ese fue el mundo de Helen Brooke Taussig, la mujer que se atrevió a escuchar con las manos cuando el mundo le había negado los oídos.

Pero no fue solo una doctora compasiva con niños moribundos, especialmente en el ámbigo de las enfermedades cardiovasculares. Fue una rebelde con bata blanca. En su época las mujeres eran expulsadas de las facultades de medicina y la ciencia era un coto masculino. Pero ella construyó una nueva especialidad desde la nada: la cardiología pediátrica. Su camino no se hizo siguiendo manuales, sino abriendo caminos donde no los había. Y su herencia, más allá de los quirófanos, tiene forma de infancia recuperada, de cuerpos rosados que antes eran azulados, de vidas que no debían haber sobrevivido.

Un corazón que se formó a golpes

Helen nació el 24 de mayo de 1898 en Cambridge, Massachusetts, en una familia culta pero azotada por la enfermedad. Su madre murió cuando ella tenía solo once años, y Helen misma pasó buena parte de su adolescencia luchando contra la tuberculosis. A eso se sumaron una dislexia severa y una pérdida de audición que se agravó con los años hasta convertirse en sordera total. Era, para muchos, una niña rota.

Pero su padre —economista de Harvard— no aceptó ese veredicto. La educó en casa, la rodeó de libros, de paciencia y de exigencia. Y algo se encendió en ella. No era una niña obediente; era una niña determinada. Donde otros veían límites, Helen empezó a ver posibilidades.

Quiso estudiar medicina en Harvard, pero no aceptaban mujeres. Cuando preguntó por qué, el decano le respondió que no querían “decepciones”. Helen le replicó: “Entonces no seré yo quien los decepcione”, y se marchó. No hubo drama, solo decisión. Lo que vendría después fue una cadena de puertas cerradas que ella convirtió, una a una, en ventanas.

Helen B. Taussig

Escuchar sin oír: la nueva esperanza para el síndrome del bebé azul

En Johns Hopkins, finalmente aceptada, Helen no se distinguió por ser brillante en lo académico —aunque lo era—, sino por desarrollar un método clínico radical: diagnosticar a través del tacto. Al no poder oír los ruidos cardíacos, aprendió a “sentirlos”. Cada vibración, cada pulso, cada irregularidad era interpretada por sus dedos como si leyera en braille el lenguaje del corazón.

Ese estilo clínico, empírico, lleno de atención a los detalles más sutiles, la acercó a los casos más complejos: los bebés cianóticos, los famosos “bebés azules”, nacidos con malformaciones que les impedían oxigenar la sangre correctamente. Nadie sabía qué hacer con ellos. Se morían. Y punto.

Helen, sin embargo, observó algo que nadie más notaba: los niños con un conducto arterial persistente —una especie de puente entre dos vasos del corazón— vivían más. Ese conducto, que normalmente se cerraba tras el nacimiento, permitía que la sangre siguiera circulando hacia los pulmones. Y esa simple observación la llevó a una idea revolucionaria: ¿y si se pudiera crear quirúrgicamente ese puente artificial?

No era cirujana. Pero era una visionaria.

Fuente: ChatGPT / E. F.

El día que el mundo cambió de color

Convenció al cirujano Alfred Blalock y al técnico Vivien Thomas —afroamericano, sin título formal, pero con manos prodigiosas— de que su idea merecía una oportunidad. Tras más de 200 ensayos en perros, el 9 de noviembre de 1944 operaron a Eileen Saxon, una bebé moribunda, de apenas quince meses. Estaba azul, débil, al borde del colapso.

La operación fue un éxito. Al poco tiempo, Eileen tenía las mejillas rosadas. Bebía leche. Ganaba peso. Y aunque moriría meses después por complicaciones, esa cirugía abrió una nueva era. Por primera vez, un defecto cardíaco congénito podía corregirse. Y miles de niños después de Eileen tendrían un futuro gracias a lo que se conoció como la derivación de Blalock-Thomas-Taussig.

El nombre, sin embargo, fue polémico. Durante años, el aporte de Vivien Thomas —por ser negro y no médico— fue invisibilizado. Helen siempre reconoció su labor, pero el sistema no. El racismo institucional fue un segundo defecto congénito, esta vez de la medicina misma.

Una revolución desde el cariño

Taussig no solo cambió la técnica médica. Cambió la ética médica. En su clínica del hospital Harriet Lane, atendía con una mezcla extraña de precisión científica y calidez maternal. No creía en la distancia con los pacientes. Seguía sus casos durante años. Recibía cartas de niños operados que ahora jugaban, corrían, iban a la escuela. Las guardaba como trofeos.

En 1947 publicó Congenital Malformations of the Heart, el primer gran tratado de cardiología pediátrica. Era un libro extenso, técnico, exigente. Pero detrás de sus esquemas y tablas había una emoción contenida: la de una mujer que había pasado media vida tocando corazones, literalmente, y ahora los explicaba con palabras.

Fue también una defensora del acceso a la salud, una promotora del cuidado paliativo, una voz crítica contra los prejuicios médicos, y una mentora generosa con las jóvenes estudiantes que empezaban a llegar, por fin, a las facultades de medicina.

Portada de «Congenital Malformations of the Heart», Helen B. Taussig

Una cruzada contra el veneno silencioso

Ya retirada de la práctica clínica, Taussig recibió una noticia inquietante: en Europa, nacían cada vez más bebés con malformaciones graves, especialmente en brazos y piernas. La causa parecía ser la talidomida, un fármaco recetado a mujeres embarazadas contra las náuseas.

Helen no se quedó mirando. Viajó a Alemania, examinó casos, recopiló datos y empezó a presionar a las autoridades médicas de Estados Unidos para que no aprobaran el medicamento. Sus discursos ante el Congreso, sus artículos en revistas médicas y su incansable defensa de los no nacidos lograron lo impensado: la FDA vetó la talidomida en EE.UU., evitando una tragedia nacional.

No era su especialidad. No era su lucha original. Pero era su deber. Y Helen Taussig nunca se escondió del deber.

El peso exacto de una vida

¿Qué hace que una persona trascienda su tiempo? ¿Los premios? ¿Las medallas? Helen recibió muchos: el Lasker, el Blackwell, el Presidential Medal of Freedom. Fue la primera mujer en dirigir la Asociación Americana del Corazón. Pero lo que realmente la definió fue su sentido clínico hecho de carne, tiempo y ternura.

Murió el 20 de mayo de 1986, en un accidente de coche, mientras iba con amigas a votar. Tenía 87 años. Hasta el final fue activa, lúcida, comprometida. Dejó más de 120 publicaciones científicas. Y una estela invisible en cada sala de neonatología donde hoy un niño late sin dolor.

Su nombre lo llevan calles, becas, salas de hospital. Pero más que homenajes, lo que lleva su nombre es un enfoque: mirar a los pacientes pequeños con ojos grandes. Atreverse a tocar lo que parece intocable. Atender, sin importar que te hayan querido apartar.

Helen Brooke Taussig no sólo fundó una disciplina médica. Fundó una nueva forma de empatía con bisturí.

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