Creado:
Actualizado:
La hazaña del Alcázar de Toledo tuvo, sin duda, todos los ingredientes de la épica. Su protagonista principal fue el entonces coronel José Moscardó Ituarte, si bien Franco resultaría su gran beneficiario. El 21 de septiembre de 1936, cuando ya se cumplían dos agónicos meses de asedio, las tropas rebeldes que avanzaban desde julio hacia Madrid para tomarla y poner fin con ello a la República llegaron a Maqueda: la capital estaba a tiro, con unas defensas mal organizadas y peor guarnecidas.
Pero Franco –según unos con maquiavélico cálculo, según otros por pura torpeza estratégica, o por ambas cosas a la vez– tomó una decisión que cambiaría el devenir de la guerra: posponer la conquista de Madrid para desviarse a Toledo a socorrer y liberar a los sitiados. Una orden que, a la postre, lo encumbraría como jefe único e indiscutible de los sublevados.
Los motivos espurios de una batalla épica
Realmente, el asedio, defensa y conquista final del Alcázar, siendo una gesta descomunal (y de consecuencias históricamente significativas, como se verá), tuvo un nulo valor bélico tanto para los nacionales como para los republicanos, aunque ambos bandos hicieron de ello una cuestión de prestigio y un pulso simbólico. Toledo era una ciudad sin importancia militar, pero la República dedicó esfuerzos ímprobos a lograr la rendición, con hombres, artillería y armas que podían haber sido usados para reforzar Madrid y detener el avance franquista; hasta el mismo presidente del Gobierno, Largo Caballero, acudió en persona a comprobar el curso de la ofensiva. Los republicanos pensaron –erróneamente– que, al estar la guarnición del Alcázar aislada y mal equipada y no contar con ayuda exterior, sería una operación rápida y un fácil golpe de efecto.
Pero ¿cuál fue la motivación de Franco? Aquí las opiniones se dividen, animadas por las enigmáticas palabras del dictador, quien, en una entrevista concedida a un periodista portugués al poco de la liberación, diría: “Cometimos un error militar, y lo cometimos deliberadamente”. Así, unos afirman que desaprovechó el ímpetu del ataque de aquellos primeros meses y la debilidad que oponía en esos momentos la capital por mero error: no era un buen estratega.
Según otros, ocurrió justo lo contrario: su estrategia pasaba por prolongar la guerra todo lo posible para completar su proyecto de aniquilación (genocidio) del enemigo. Para los más afines, prefirió salvar las vidas de sus compañeros sitiados y elevar de este modo la moral de su bando. Y una última opinión, que las incluye un poco a todas, es que, con la toma del Alcázar, Franco buscaba afianzar su poder gracias al simbolismo y la atención internacional que había concitado la operación: el historiador Paul Preston cree de este modo que, supeditando lo militar a su éxito personal, “perdió dos semanas mientras tomaba Toledo y se ocupaba de lo relativo a su propio ascenso político. Esa dilación constituiría la diferencia entre una excelente oportunidad para entrar fácilmente en Madrid y el hecho de tener que emprender un largo asedio, como resultado de la reorganización de las defensas de la capital y la llegada de la ayuda extranjera”.
Comienza un dramático encierro
Sea como fuere, todo empezó sesenta y nueve días antes, el 21 de julio de 1936. Abortado el golpe en Toledo tras unas primeras escaramuzas e indecisiones, el coronel Moscardó, director de la Escuela de Gimnasia del Ejército y oficial de mayor graduación en la ciudad, declaró en la plaza de Zocodover el estado de guerra (es decir, su insumisión a la República). Antes, había dado orden de llevar las municiones de la fábrica de armas al Alcázar, fortificación de larga historia que dominaba –domina– Toledo y que hacía a la sazón funciones de Academia Militar. Acto seguido, se encerró allí con una compañía de la Guardia Civil (693 efectivos) y los estudiantes de la Academia: en total, 919 hombres.
No estaban solos; 670 civiles, casi todos mujeres y niños, fueron con ellos. Muchos no habían elegido su destino, y no todos eran familiares de los guardias y militares sublevados. Tal y como declararía el propio Moscardó por escrito en 1939 (aunque esta parte de su relato fue soslayada en posteriores versiones), “desde ese momento empezó el asedio del Alcázar, adonde se llevó al gobernador civil con sus familiares y a varias personas más izquierdistas, en calidad de rehenes”.
El resguardo entre aquellos muros pronto adquiriría imprevistos tintes dramáticos. Por albergar la Academia, el edificio disponía de una amplia despensa, pero al ser verano –vacaciones– esta se hallaba prácticamente vacía. Así, a los casi 1.600 refugiados, aunque racionada, no les faltó el agua –gracias a los pozos de la fortaleza–, pero sí, enseguida, la comida. Las incursiones en el exterior para obtener víveres resultaron fallidas: se consiguieron apenas algunos sacos de trigo de un depósito cercano, pero la base de la alimentación acabaron siendo los caballos y mulas de las cuadras del Alcázar. De los 190 equinos que había al principio, sobrevivió solo uno.
Fuerzas desiguales
Entretanto, desde el mismo 22 de julio habían empezado a afluir a Toledo numerosas fuerzas republicanas: unos 5.000 milicianos, más un número indeterminado de guardias de asalto, sitiaron la plaza y la atacaron sin tregua. Al mando se encontraba el general José Riquelme, dispuesto a hacer valer su experiencia para terminar lo más rápidamente posible con aquel foco de insurgencia. Pero no iba a ser, ni mucho menos, tan fácil como pretendía.
Pese al fuego incesante de la artillería y los bombardeos aéreos –hubo 35 a lo largo del asedio–, el Alcázar resistió sin rendirse, si bien progresivamente reducido a ruinas. En ello influyó grandemente lo inexpugnable de su posición, en una colina elevada, aunque no se puede desdeñar la heroicidad y el coraje de los sitiados.
Porque estos, además de su inferioridad numérica –aunque se les habían unido posteriormente más guardias civiles al mando del teniente coronel Pedro Romero Bassart, hasta sumar unos 1.300 efectivos–, se hallaban pobremente armados. Según un recuento posterior, Moscardó dispuso de 1.200 fusiles y mosquetones, dos piezas de artillería de montaña (con solo 50 proyectiles), 13 ametralladoras de 7 mm, 13 fusiles ametralladores del mismo calibre, dos morteros, 250 granadas de mano, otras 25 granadas incendiarias y unos 200 petardos pequeños de trilita. Eso sí, la munición traída de la fábrica de armas hizo que no les faltaran las balas. Pero era poco que oponer, teniendo en cuenta que las autoridades republicanas echaron el resto, con dos grandes (y fallidos) asaltos de infantería y mortíferos y muy destructivos ataques con minas.
Fracasan todas las negociaciones
Hay que decir, no obstante, que durante todo el asedio, y también antes de abrir fuego, el Gobierno legítimo trató de hallar una salida negociada y pacífica al conflicto. El propio Riquelme, después de tomar posiciones, intentó lograr la rendición de Moscardó apelando a su racionalidad. Así, según varios autores, el coronel insurgente recibió diversas llamadas telefónicas conminándole a desistir, entre ellas la del general republicano, que le preguntó qué motivos tenía para persistir en su actitud. Al parecer, la respuesta de Moscardó fue que la República estaba ahora en poder del marxismo y que consideraba deshonroso e indigno entregar las armas de los caballeros cadetes a las milicias rojas.
Lo cierto era que este experimentado militar, que contaba entonces 58 años y no se había señalado especialmente por sus opiniones políticas, guardaba un indisimulado rencor al Gobierno de Azaña por un motivo estrictamente personal: la eliminación por ley de los ascensos de oficiales de cierta edad, para evitar la saturación de mandos que anquilosaba al ejército español, le había afectado directamente, y, aunque luego recuperaría su antigüedad, parece que nunca terminó de digerir aquella ofensa.
Ya en plena batalla, hubo otros tres intentos de negociación para al menos liberar a los civiles atrapados: uno corrió a cargo del canónigo de Madrid, en otro medió el embajador de Chile y el último le fue encomendado nada menos que al prestigioso general Vicente Rojo, jefe de Estado Mayor del ejército de la República, que había sido profesor en la Academia del Alcázar y era por tanto muy respetado en Toledo. Rojo entró en la fortaleza para parlamentar con Moscardó el 8 de septiembre y le ofreció evacuar a las mujeres y los niños, primero, y una rendición en términos honrosos después. Obviamente, no le acompañó tampoco el éxito.
Entre agosto y septiembre
Olvidada a partir de entonces la posibilidad de una solución pactada, raro fue el día en que los sitiados no recibieron decenas de descargas, aunque sin que estas provocaran, en general, excesivas bajas. Con el paso de las semanas, sin embargo, la situación se fue poniendo cada vez más fea para los dos bandos. Porque, por un lado, los asaltantes sabían que las tropas de Franco podían caer sobre ellos en cualquier momento si no resolvían rápidamente el asedio, y por el otro, a los defensores empezaban a escasearles, como se vio, todos los productos de primera necesidad. Por ello, más de dos docenas de soldados nacionales acabarían capitulando y entregándose al enemigo.
Así las cosas, para elevar la moral de la tropa e impedir más deserciones, Moscardó tuvo que aguzar el ingenio e impulsó la creación de un pequeño panfleto (aunque en realidad fue idea de uno de sus comandantes) al que se llamó, claro está, El Alcázar; este sería el germen del periódico publicado luego durante la dictadura franquista. A través de sus escasas páginas, por ejemplo, se establecieron unas normas básicas de higiene, pues el coronel sabía que las enfermedades podían mermar sus tropas mucho antes –y con mucha mayor efectividad– que el fuego republicano.
Pero en septiembre, lejos de desmoralizarse, los sublevados renovaron sus ánimos, pues recibieron mediante correo aéreo varias cartas, firmadas por Francisco Franco en persona, informándoles de que muy pronto serían liberados. Instados en ellas a la defensa del sitio en términos grandilocuentes, los soldados ocuparon sus posiciones a partir de ese momento con más esperanza que nunca.
La liberación y sus consecuencias
Franco, una vez tomada su decisión, sustituyó a Yagüe, partidario de seguir hasta Madrid, por su gran amigo de las campañas del Rif, el general Enrique Varela. Y así el día 21, como se dijo, este se dirigió desde Maqueda a tomar Toledo. Seis días después, sus tropas estaban a las puertas de la ciudad. Tras la última ofensiva republicana en la mañana del 27 –con la terrible explosión de una última mina–, las columnas de Asensio, la vanguardia de Varela, rompieron las líneas enemigas y entraron en Toledo.
A las nueve de la noche, el Tabor de Regulares de Tetuán penetró al fin en los escombros de la antigua fortaleza, seguido de un destacamento de la Legión. Los sitiados, aunque desnutridos y pálidos, los acogieron entre vítores. A la mañana siguiente, el día 28, el coronel Moscardó recibió al general Varela con estas famosas palabras: “En el Alcázar, sin novedad”. Algo retocadas (Sin novedad en el Alcázar), servirían de título a la película propagandística que en 1940 recordó la gesta; ese mismo año, se invitó al nazi Himmler a visitar el lugar de la batalla.
Pero la más importante cita con la historia se produjo, en realidad, el mismo 28 de septiembre de 1936 en Salamanca: los generales golpistas de la Junta de Defensa se hallaban reunidos en dicha ciudad castellana para firmar el decreto que unificaría finalmente el mando de las tropas rebeldes. Y en este decreto no solo se incluyó la previsible jefatura militar para Franco, sino también la del Estado. Debido a la oposición de algunos de los presentes (Kindelán, Cabanellas) a tal supremacía, se introdujo en el texto una precisión –“mientras dure la guerra”– que molestó enormemente a Franco: pronto la haría desaparecer del documento.
Y así, merced al sufrimiento del Alcázar de Toledo, los rebeldes dejaron de ser rebeldes para convertirse a partir de entonces en el Ejército Nacional bajo su mando supremo, para la guerra… y para todo lo que vendría después.