No hay ecosistema natural que evoque tantas sensaciones placenteras. Pero, a fuerza de desplegar encantos, el paisaje playero sufre desde hace décadas la inconmensurable invasión de los humanos. Al menos así ocurre en España, donde ha sido y es un importante activo de la economía nacional, ya que el turismo supone cerca del 11 % del PIB español. De este modo, joyas de nuestro territorio como las costas de Benidorm, Laredo o La Manga del Mar Menor son hoy una oda al urbanismo más desaprensivo. Por suerte, son tantos los kilómetros de litoral que muchas playas se han salvado de la quema y exhiben hoy una estampa igual de idílica que antaño.
Las protegen diversos grados de calificación ambiental que ponen coto a las grúas, los chiringuitos y las ristras de tumbonas. Lo que no consiguen es frenar la llegada de bañistas, porque aquí, a diferencia de lo que ocurre en otros países, las playas son de dominio público, es decir, abiertas a todos. Eso no es óbice para que se pongan medidas disuasorias, como la de restringir el aparcamiento de coches a zonas acotadas y de pago.
¡Que llegan las sombrillas!
La polémica surge cuando se quiere impedir el acceso a pie con un cupo diario de visitas. Es lo que se quiere hacer en la playa lucense de las Catedrales, desbordada por la atracción que ejercen sus contrafuertes esculpidos por las olas –en Galicia, solo recibe más visitantes la catedral de Santiago–. La Xunta ha puesto este año sobre la mesa la opción de distribuir pases de acceso por internet, que serían gratuitos, y reservar un tanto por ciento para obtenerlos en taquillas a pie de playa. Este plan ha sido tomado como referencia por otros arenales españoles, como el de Ses Illetes, en Formentera, aunque el debate sigue abierto.
Mientras, con mayor o menor protección, destacan una serie de playas, entre las que seleccionamos las top 10, conscientes de la injusticia que entraña toda lista de este tipo. Hemos elegido las que exhiben el mejor estado de conservación y representan un determinado tipo de ecosistema, lo más inalterado posible. El litoral cantábrico, por su parte, merece un especial reconocimiento por venir a ser, en este campo, como Francia para la guía gastronómica Michelin.
1. El Silencio (Cudillero, Asturias)
A esta extensión de arena y cantos rodados protegida por los acantilados la llaman también playa de Gaviero por servir de refugio a las gaviotas. Al sumergirse en sus frescas aguas salpicadas de islotes, el bañista pensará que El Silencio resulta un nombre mucho más apropiado. Solo el choque de las olas contra la orilla perturba la paz de este delicado paisaje marino. El abrigo que proporciona su agreste fisonomía y la claridad del fondo marino lo hacen ideal para la práctica del submarinismo. Con las gafas puestas, veremos la típica vida bajo el Cantábrico: gran cantidad de mejillones y percebes, bosquetes de laminarias y peces como el merlo, el sargo y el congrio. Incluso se deja ver alguna lubina. Sin embargo, no está pensada para tomar el sol en una hamaca. Apenas tiene profundidad –treinta metros– y tampoco es muy larga –medio kilómetro–.
En bajamar, da paso a la pequeña cala de El Riego, un arenal con numerosas cavidades y el mismo sereno encanto, situado entre la isla de Sarna y Punta Gayuelos. El coche se deja en las inmediaciones de Castañeras para seguir por un corto camino que acaba en un vertiginoso descenso hasta la orilla por unas escalerillas.
2. Ses Illetes (Formentera)
La playa de Formentera que apunta a Ibiza es la de Ses Illetes. Integrada en el Parque Natural de Ses Salines –que engloba el territorio de ambas islas–, avanza hacia el norte como una flecha entre aguas de color turquesa. Sobre la fina arena blanca, sin apenas pendiente, se disfruta de dos orillas a cada lado y del suave viento procedente de todas direcciones. Apenas cubre, y más parece una laguna de agua salada, por donde van y vienen miles de pececillos de colores. Su casa y alimento son las abundantes praderas de Posidonia oceanica, planta acuática que preserva el paisaje del efecto erosivo del oleaje y mantiene la dinámica natural del sistema de dunas. Si no fuera por la falta de palmeras, podría decirse que estamos en el Caribe.
Desgraciadamente, su belleza natural ha hecho que se llene sin remedio de visitantes en temporada alta. Como resultado, en fechas recientes, se ha planteado el acceso restringido a los turistas, así como la prohibición de las atronadoras party boats en las inmediaciones, y dejar solo paso a excursiones naturalistas. Las más de 210 especies de aves censadas en el parque –flamencos, cigüeñuelas, pardelas, chorlitejos patinegros…– cantaron de alegría al conocer este plan de las instituciones locales.
3. Famara (Teguise, Lanzarote)
El macizo montañoso del mismo nombre desciende desde los 670 metros, en una pronunciada y simétrica curva hacia este playazo. Desde la atalaya del Mirador del Río, construido por César Manrique –antiguo veraneante de la zona– se contempla un paisaje agreste donde, entre riscos, anidan águilas pescadoras y pardelas cenicientas, y cuyo tono oscuro habla del origen volcánico de Lanzarote.
En la orilla de Famara acaba predominando el blanco, pues se trata del límite septentrional de El Jable, zona arenosa que se adentra hasta el centro de la isla. El predominio de vientos alisios en la costa modera las temperaturas y favorece la práctica de deportes acuáticos. Las grandes olas del invierno atraen a surfistas experimentados de todo el mundo, que en verano dejan sitio a los principiantes, aleccionados en las escuelas de la zona.
En todo caso, es necesario ser precavido al bañarse debido a las fuertes corrientes que recorren el litoral. Cuando no sopla el viento y baja la marea, el paseo a lo largo de los cuatro kilómetros de playa deja sin aliento. Y no por el cansancio, sino por la majestuosidad de un escenario que sirvió a Pedro Almodóvar para el rodaje de Los abrazos rotos.
4. Calblanque (Cartagena, Murcia)
Una franja montañosa separa el parque regional de La Manga del Mar Menor. A un lado, queda uno de los centros turísticos más concurridos de España –antigua joya natural–, y al otro, una sucesión de playas accesibles por pistas de tierra que conservan la fisonomía original de esta árida parte del Mediterráneo. La escasa vegetación y la oscura pizarra contrastan vivamente con el color dorado de la arena, bien mullida para posar la toalla. Si a esto le sumamos su agua cristalina, el resultado ha sido su desbordamiento en verano en las últimas temporadas, por mucho que el coche saliera maltratado en la incursión. Desde el pasado año, los aparcamientos tienen numerus clausus, con lo que este entorno desértico y salvaje vuelva a respirar como antaño.
Playa Larga es la más frecuentada por tener el mejor acceso y techumbres en el aparcamiento. Hacia el oeste, se extienden los arenales de Negrete y Parreño, este último naturista. Hacia el cabo de Palos, se suceden dos calas, la de Calblanque propiamente dicha, y la Dorada, quizá el rincón más bonito de todos. Con la puesta de sol, los mosquitos salen a comer, unos años con más hambre que otros.
5. Laida (Ibarrangelu, Vizcaya)
Uno de los parajes naturales más bellos de la cornisa cantábrica es la Reserva de la Biosfera de la ría del Urdaibai. Encajonada entre montes, desemboca junto a esta playa que crece y mengua a estirones en virtud de los ciclos de la marea. Su duna central sirve de excelente atalaya para contemplar un entorno donde el hombre aprendió a vivir en equilibrio con la naturaleza. Lo mejor es explorarlo en piragua desde Laida, para lo que existen centros de alquiler junto a la carretera. La playa, además, atrae a multitud de surfistas de todo el mundo para cabalgar la ola de izquierdas de Mundaka, un perfecto y prolongado tubo que rompe unos metros mar adentro. Ideal para el baño infantil junto a la orilla, dada la poca profundidad de sus aguas, es también centro de veraneo familiar, por lo que su modesto aparcamiento se colapsa en verano.
Una opción más divertida es tomar el ferry que sale de Mundaka y Sukarrieta y te deja junto a las dunas. Estas están amparadas por un programa medioambiental para recuperar las especies vegetales desaparecidas durante una gran tempestad en los años 50, pues la presión humana había impedido que se regenerasen hasta hoy.
6. Valdearenas (Piélagos, Cantabria)
Otra playa nacida para defender la salida al mar de una ría, en este caso, la del Pas. Lo que la hace única es el impresionante complejo dunar de Liencres, creado por la acción del viento, que reúne las arenas traídas por las corrientes litorales y las del río. Las dunas junto a la playa avanzaban hacia el interior hasta que, en 1949, se plantaron pinos marítimos. Otras se han fijado gracias a especies vegetales como el junco de arena y el cardo marino. La presencia de la gaviota patiamarilla, la espátula, el correlimos y el zarapito trinador añade gran valor ecológico a la zona, que constituye el hogar en invierno de diversas aves acuáticas. También es una importante reserva de lagartos, culebras, víboras y anfibios, caso del sapo partero y el tritón.
Hay que ser precavido durante el baño. Al estar en mar abierto, existen fuertes corrientes y se generan remolinos. Asimismo, se debe tener cuidado con las rocas, de lo que ya advertirán los socorristas, que se pasan el día pegando pitidos con sus silbatos para que la gente no salga de las zonas delimitadas. Cuando baja la marea y emergen los bancos de arena, el paisaje alcanza su máxima belleza, sobre todo, si coincide con el atardecer.
7. Corrubedo (Ribeira, A Coruña)
Una inmensa duna empujada por el viento se adentra por el extremo norte de la playa. Al sur, remansa la laguna de Vixán, que nació al cerrarse una flecha arenosa que la separa del mar y limita así los aportes de agua a varios arroyos. La de Carregal sí consigue abrirse hasta la orilla, de ahí su mayor salinidad. Un complejo de paisajes tan singular ha merecido la protección como parque natural y su calificación como humedal de importancia internacional en la lista Ramsar, incluido en la Red Natura 2000. La arena es blanquísima y el agua, de intenso azul.
Diversas pasarelas de madera llevan hasta la orilla, y un equipo de vigilantes procura que se respete la prohibición de pisar la gran duna móvil, de un kilómetro de longitud y más de veinte metros de altitud. La Casa da Costa, situada en medio, es el punto de información del parque, donde se indican los recorridos a seguir –Caminos del Mar, del Agua y del Viento–, amenizados por diversos paneles con las distintas especies de animales y vegetales que se pueden ver. Mucho cuidado al cruzar el río junto a la duna, pues si sube la marea habrá que nadar para volver. La playa sur, O Vilar, cuenta con un chiringuito muy concurrido al caer el sol.
8. La Punta del Fangar (Tarragona)
Su nombre habla por sí solo. Pero no se viene hasta aquí para disfrutar de una playa como sacada de El lago azul o Los robinsones de los mares del sur, sino a asistir a un espectáculo completamente diferente. Hablamos de la singular forma que, en el extremo norte de su desembocadura, delinea el Ebro: una gran ala de arena de 400 hectáreas. El acceso es por pista de tierra entre arrozales o en barquito, en un corto trayecto de quince minutos desde L’Ametlla de Mar. Reptiles, insectos, anfibios y aves migratorias se dan cita en este campo de dunas dominado por un viejo faro. En la orilla, son famosos los espejismos que se producen cuando el sol cae en vertical.
Como se trata de la salida de un gran río, resulta imposible controlar que la arena y el agua estén limpios de los desechos que escupe. Pero es que las playas salvajes nunca estuvieron impolutas; eso solo ocurre cuando se pasan las máquinas. Para experiencias más civilizadas, solo hay que continuar hacia la vecina playa de la Marquesa, con chiringuito, bandera azul y no demasiados agobios. O una combinación de ambas: paseo por la primera, un rato tumbado en la segunda.
9. El Mónsul (Níjar, Almería)
Siguiendo una pista de tierra desde San José, nos encontramos en el lugar donde Harrison Ford se deshizo de un avión nazi en Indiana Jones y la última cruzada y donde David Bisbal, hijo predilecto de Almería, cantó su Avemaría, ejecutando como colofón un limpio y preciso molinete sobre la arena. La belleza de la playa de El Mónsul y su carácter salvaje la han convertido en escenario de numerosos anuncios publicitarios, vídeos y películas. En medio, se alza una enorme roca que se mete hasta el agua y, a un lado, repta una duna en parte fosilizada y en parte móvil, que en función del viento se va para una loma u otra.
En el entorno de esta ensenada, las formaciones rosáceas y de otros colores contrastan con el negro basalto, que evidencia el origen volcánico del cabo de Gata. La arena es oscura, a ratos dorada, y muy fina. Basta dar dos brazadas para observar una intensa vida marina gracias a la proliferación de praderas de posidonia, oxígeno del Mediterráneo. Con un poco de paciencia, no será difícil avistar un pulpo o una sepia, junto a otras especies típicas de la zona, como dentones, morenas, salmonetes… En verano, el acceso en coche se restringe a un aparcamiento. De San José, parten autobuses lanzadera cada treinta minutos.
10. La Fecha de El Rompido (Cartaya, Huelva)
Todo el litoral onubense es una larga playa, fantástica en todos sus tramos. Lo que hace especial a esta barra de arena que escolta al río Piedras hasta su salida al océano es su aislamiento y peculiar morfología. Se creó gracias al gran terremoto de Lisboa de 1755 y ha crecido, desde entonces, gracias al aporte de materiales del río, al flujo mareal y a los vientos dominantes del suroeste. Así, avanza más de treinta metros al año. De su rica flora y fauna destaca la presencia emblemática del camaleón, reptil en peligro de extinción en Europa y cuya área de distribución se limita al arco del suroeste atlántico.
Se puede llegar al inicio de la playa a través de la carretera desde el puerto de El Terrón o por el sendero de tierra compactada que sale de La Antilla. Por aquí nos toparemos con la también conocida como playa de Nueva Umbría, la primera nudista de Huelva. Tiene más encanto, sin embargo, subirse al barquito que conecta El Rompido con la orilla del lado de la ría, que no tarda más de diez minutos. Desde ahí, una pasarela de madera cruza las dunas hasta una zona con algunas hamacas en alquiler –no hay otro servicio–. Si a alguien le parece que tiene miedo de encontrarse con demasiadas aglomeraciones, ha de estar tranquilo, pues dispone de doce kilómetros para encontrar su sitio.