Por Mario Luis Fuentes.
La realidad actual en México es alarmante. La combinación letal de pobreza y desigualdades estructurales y una violencia descontrolada ha colocado al país en una encrucijada que pone en riesgo la estabilidad institucional, la credibilidad del Estado y la posibilidad de construir una gobernabilidad democrática efectiva, erosionando severamente la confianza de la ciudadanía en los procesos democráticos y en la democracia misma como la mejor forma de organización política posible.
En diversos estados del país, la violencia ha escalado a niveles más que preocupantes, haciendo que las y los ciudadanos vivan bajo el asedio del crimen organizado y en medio de un Estado erosionado en sus capacidades para garantizar su seguridad. Ejemplos recientes de violencia extrema evidencian la gravedad del problema.
En Chiapas, enfrentamientos entre grupos armados han paralizado comunidades completas, donde el narcotráfico y grupos paramilitares han generado desplazamientos forzados de ya miles de personas. El Estado ha perdido el control en muchas zonas tanto rurales como urbanas, dejando a los habitantes atrapados en medio del fuego cruzado, y muchos de los cuales han tenido que atravesar la frontera con Guatemala o buscar refugio en otras regiones de la entidad o incluso fuera de ella.
En Guanajuato, uno de los estados con mayor crecimiento económico del país, la realidad es contradictoria: la violencia ha tomado niveles escalofriantes, con la aparición de cadáveres decapitados y ataques a funcionarios públicos como actos de intimidación. Los enfrentamientos entre cárteles en plena vía pública han convertido las calles en escenarios de guerra y en últimas fechas, se han registrado actos de auténtico terrorismo con la explosión de “coches bomba” en los municipios Acámbaro y Jerécuaro, en el sur de la entidad.
Sinaloa, que alberga uno de los cárteles más poderosos del país, ha vivido episodios como “El Culiacanazo”, que evidenció la debilidad del Estado pero que en las últimas fechas ha sido espacio de una escalada de enfrentamientos armados entre facciones de ese cartel, que alcanzan niveles de escándalo político debido a los duros señalamientos que se han hecho en contra del actual gobernador.
Tamaulipas ha registrado, al igual que Guanajuato el uso de coches bomba, lo que representa un nivel de violencia característico de conflictos bélicos, marcando un precedente que pone en alerta a la población y a las instituciones encargadas de la seguridad nacional.
En Michoacán, las autodefensas han vuelto a ganar terreno ante la falta de respuesta del Estado. Municipios enteros viven bajo toque de queda autoimpuesto, con escuelas cerradas y carreteras bloqueadas por el crimen organizado; la imposibilidad del desarrollo de algunas actividades económicas y de salud pública se ha cancelado ante una constante zozobra de miles de familias que viven el asedio cotidiano de los criminales.
Guerrero continúa siendo escenario de desapariciones masivas y asesinatos de activistas, periodistas y funcionarios públicos. La impunidad sigue siendo la norma, y casos recientes, como la desaparición y asesinato de autoridades locales, son muestra de un colapso de las instituciones. A ello se añaden los devastadores efectos de los desastres socio ambientales que no han dado tregua en la entidad, desde que fue golpeada por el Huracán Otis.
Chihuahua, una región clave en la frontera norte, se enfrenta a un aumento de feminicidios y asesinatos vinculados al narcotráfico, mientras la ciudadanía observa cómo los esfuerzos por contener la violencia no producen resultados tangibles, y el temor de regresar a niveles de violencia como los registrados entre 2009 y 2012, cuando se convirtió en la entidad más violenta del país.
Estos episodios representan solo una fracción de la difícil e insostenible realidad que aqueja al país, pero exponen con claridad un patrón de deterioro institucional donde la impunidad y la falta de control estatal permiten que los grupos criminales operen con total libertad.
Ante este complejo escenario, las instituciones del Estado mexicano enfrentan un desafío de dimensiones monumentales. La violencia no solo pone en jaque a las estructuras de seguridad pública, sino que también afecta el sistema de justicia y la gobernabilidad democrática. La percepción de la ciudadanía hacia las instituciones se ha erosionado, y la falta de resultados frente a la inseguridad ha generado un malestar social que, si bien no se ha expresado aún en una crítica al gobierno en turno, comienza a cuestionar la retórica oficial.
De este modo, la incapacidad del Estado para garantizar la seguridad ha derivado en un vacío de poder en varias regiones, el cual ha sido aprovechado y ocupado por las bandas de delincuentes más poderosas, y donde los ciudadanos han perdido la confianza en las autoridades y, en ya numerosos casos, han optado por el desarrollo de soluciones extralegales para defenderse.
Otro de los resultados negativos de esta realidad es que México enfrenta también un daño reputacional profundo que repercute en su imagen internacional y en su capacidad para atraer inversión extranjera y promover la cooperación global. La violencia extrema, sumada a la pobreza, proyecta una imagen de inestabilidad y vulnerabilidad que puede desalentar significativamente la inversión y ahuyentar al turismo, sectores fundamentales para la economía nacional.
Organismos internacionales y medios extranjeros han catalogado a México como uno de los países más violentos del mundo, lo que ha llevado a varias naciones a emitir alertas de viaje hacia sus ciudadanos, principalmente el gobierno de nuestro vecino del norte que, nos guste o no, sigue siendo el país más poderoso del mundo.
La percepción de un Estado desafiado por el crimen no solo afecta las relaciones diplomáticas, sino que también limita la capacidad del gobierno mexicano para participar en foros multilaterales con la autoridad moral necesaria para promover políticas de cooperación internacional.
La Presidencia de la República enfrenta desafíos que van más allá del discurso político: la realidad demanda acciones urgentes para contener la crisis de seguridad y restablecer la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Sin embargo, la fragmentación del poder entre los niveles de gobierno y la falta de coordinación efectiva han exacerbado los problemas.
Si el gobierno federal no logra recuperar en el corto plazo el control territorial y frenar la expansión del crimen organizado, el país corre el riesgo de entrar en un ciclo que podría convertirse en irreversible, de inestabilidad y colapso institucional.
México vive una severa crisis que pone en riesgo su viabilidad como Estado democrático. La combinación de pobreza y violencia extrema exige una reforma profunda en las políticas de seguridad y desarrollo social, así como una acción decidida para combatir la impunidad. La reconstrucción del tejido social y la recuperación de la confianza ciudadana son tareas urgentes que requieren la participación de todos los sectores de la sociedad.
Investigador del PUED-UNAM