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miércoles, diciembre 11, 2024

Descubre la dinastía julio-claudia, una familia para un Imperio

José Ángel Martos


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Muchacho, tú se lo debes todo a tu nombre”. La frase se la lanzó con desprecio Marco Antonio al joven Octaviano, el sobrino nieto de Julio César. Aunque cometía con ella el error de menospreciarlo, parte de razón tenía el popular cónsul romano al referirse al que había sido el inesperado heredero salido del testamento de César, solo conocido tras su traicionero asesinato. Desde su tumba, el líder más admirado de la época adoptó formalmente al hijo de la hija de su hermana, Julia la Menor, y le dio su nombre; a partir de entonces se le conocería como Cayo Julio César Octavio. Eso se convertiría en el mejor salvoconducto: un pasaporte al poder, que fue aprovechado con gran habilidad por el inteligente chico (por algo lo había escogido el lúcido César). Y de él saldría toda una familia imperial, la dinastía Julio-Claudia, que dio cinco imperators.

Los julios formaban una de las mejores gens (agrupaciones familiares) de Roma. Por supuesto se trataba de patricios, que remontaban sus orígenes hasta Julo, un personaje que habría sido nada menos que nieto de Eneas, el héroe troyano huido a la península Itálica tras la destrucción de la mítica ciudad. Ya en Italia habían tenido a algunos de sus más lejanos ascendientes entre los reyes de Alba Longa, una ciudad de la región del Lacio en los montes Albanos, destruida por Roma en el siglo VII a.C. Tras la campaña contra Alba Longa, algunas familias locales destacadas, como los julios, habían sido perdonadas y llevadas a Roma, permitiéndoseles ingresar en el patriciado. Prueba de su excelente asimilación es que un julio llegó a cónsul ya en el siglo V antes de Cristo. Se iniciaba así su participación destacada en la alta política. Durante estos siglos, mantendrían la costumbre de que todas las mujeres de la familia llevaran como nombre Julia.

Los claudios, por su parte, procedían de los sabinos, uno de los principales pueblos prerromanos, que habían habitado el área de los montes del mismo nombre, al este del río Tíber. El fundador de esta gens en el siglo V, Apio Claudio Sabino, huyó de su tribu natal al ser partidario de la unión con Roma; decisión acertada, ya que llegaría a cónsul de esta. El mismo cargo lo alcanzarían muchos de sus descendientes.

Ambas familias se distinguieron por una gran endogamia: los matrimonios entre parientes fueron la norma, e incluso se darían algunos casos de incesto. Estuvieron muy mezclados entre ellos, y este es el motivo por el que la historia los aúna como miembros de una misma dinastía.

A pesar de este panorama, curiosamente, ninguno de los cinco emperadores de la dinastía sería hijo del anterior. De la misma forma que César había adoptado a Octavio, este haría lo propio con su sucesor, Tiberio, y este a su vez con Calígula. En el caso de los otros dos, Claudio y Nerón, intervendrían factores más propios de la lucha por el poder, ya que sus respectivos antecesores fueron asesinados.

Octavio Augusto junto a la musa de la Historia
Octavio Augusto, sobrino nieto y heredero de César y fundador de la dinastía Julio-Claudia y del Imperio Romano, fue glorificado ya en vida. Aquí, en un relieve junto a la musa de la historia. Foto: Getty.

Emperador busca heredero

La adopción fue una práctica muy habitual entre estos mandatarios por una doble razón: a la carencia de descendencia directa se unía la voluntad de escoger al mejor para el puesto como resultado de una cierta reminiscencia de la meritocracia inherente a la República, que había sido la forma de gobierno durante tantos siglos de Roma y su orgullo. Buscar al mejor para la más alta magistratura fue siempre una preocupación destacada de estos emperadores. Y los factores naturales, como la corta esperanza de vida en la época, o el riesgo que sufrían muchos de estos patricios que lideraban ejércitos en grandes guerras contra pueblos extranjeros, no hacían sino complicar la sucesión dinástica.

Ya el propio Julio César había carecido de descendencia masculina, lo que le llevó a fijarse en Octaviano. En realidad, sí tuvo con Cleopatra, reina de Egipto, un hijo varón, Cesarión (o Ptolomeo XV), pero, como esta no era su esposa y el niño tenía muy corta edad cuando él murió, nunca contó para la sucesión. Convertido el sobrinonieto en el hombre fuerte de Roma y con el nombre de Octavio, él sí prestaría mucha atención al riesgo potencial que aquel hijo medio egipcio de César representaba para él y ordenaría matarlo tras derrotar a Marco Antonio y Cleopatra. Así cortaba de raíz cualquier posible reclamación dinástica.

La falta de un heredero varón se repetiría en el caso de Octavio (que para entonces ya sumaba también a su nombre el de Augusto). A pesar de casarse tres veces –con Claudia, Escribonia y Livia–, solo tuvo una hija, llamada Julia la Mayor, que además resultó ser bastante problemática. Casada a los catorce años con su primo, Marcelo, a la muerte de este se había entregado a una vida de constantes aventuras amorosas que la convirtieron en “la viuda alegre de Roma”, en expresión del escritor Indro Montanelli.

La longevidad de Augusto

A estos problemas propiamente familiares se uniría para Augusto la complicación de que él había realizado una gran transformación de la política y la sociedad romanas que aspiraba a perpetuar a través de su continuador. Por ello, resultaba muy recomendable que este fuera un personaje bien visto por las élites más influyentes, comenzando por el Senado. Su primera opción había sido Druso, uno de los dos hijastros aportados al matrimonio por su tercera esposa, Livia. La desgracia querría que muriese prematuramente al caer de su caballo durante una campaña en Germania.

Druso el Mayor
Druso el Mayor fue la primera opción de Augusto para resolver el problema sucesorio, nacido del primer matrimonio de su mujer, Livia. Foto: Album.

Descartada esa opción, había pensado en esperar a que su hija Julia le diera algún nieto, para lo cual la casó con su colaborador más cercano y apreciado, Marco Vipsanio Agripa, gran vencedor de la batalla de Accio contra Marco Antonio y Cleopatra. De este matrimonio nacieron cinco hijos, dos de ellos varones, pero nunca llegarían a obtener el poder porque su abuelo los sobrevivió a ambos. La longevidad de Octavio Augusto se convertía así en un nuevo obstáculo.

El objetivo de Livia

Antes de que sus hijos murieran, la “alegre” Julia había vuelto a enviudar. Su padre la casó entonces con su otro hijastro, Tiberio, al que no había tenido tan en cuenta como a Druso (pero, a medida que quedaban menos opciones, su nombre empezaba a tener más posibilidades). Su principal valedora era su madre, Livia, a la que se adjudica haber propagado la leyenda de excesos sexuales que acompañaba a Julia, de quien se decía que había tenido relaciones con miembros de todas las clases sociales (incluidos esclavos) y que había organizado una noche una orgía en la plaza del mercado de Roma.

Finalmente, Livia conseguiría su objetivo de que Tiberio fuera adoptado por el ya mayor y achacoso Augusto. Julia también fue castigada por su “libertinaje”, fuera real o exagerado. Su padre la exilió a la isla de Pandataria, en el mar Tirreno, un destino poco agradable que más adelante compartirían también otras mujeres de la dinastía.

Busto de Tiberio
Tiberio, en principio, no entraba en las “quinielas” de Octavio para sucederle, pero la muerte de Druso y otros candidatos –y las intrigas de su madre, Livia– lo colocaron en primera línea. Foto: MNGL.

Tiberio, por su parte, vería condicionada su biografía por un ambiente cada vez más convulso dentro de su núcleo familiar y político. En vida de Augusto, había sido obligado por este a divorciarse de su esposa, Vipsania, con la que se entendía muy bien, para casarse con su licenciosa hija, Julia la Mayor. La situación resultó un difícil trago para Tiberio, aunque hay que recordar que en la Roma de entonces el matrimonio no se decidía en absoluto por amor, sino que tenía la función primordial de producir una descendencia legítima. Los maridos tenían una posición de dominio y mantenían otras relaciones con quien quisieran, fueran mujeres u hombres.

Germánico y su hijo Calígula

Pero el control que sobre la vida de Tiberio había ejercido Octavio no se limitó a eso. También le obligó a adoptar a Germánico, joven miembro de una rama de la familia, como parte de unos arreglos dinásticos. Curiosamente, esta demostró ser una gran elección, ya que Germánico se revelaría como uno de los personajes más brillantes de la época. Lastimosamente para todos, fue asesinado por el gobernador de Siria. Luego, la muerte violenta le sobrevendría al propio hijo del emperador, Druso el Joven, que caería fruto de las conspiraciones para hacerse con el poder del prefecto Sejano, un siniestro personaje que sembró el terror en la ciudad. Eso condujo a Tiberio a adoptar, como última opción, al hijo de Germánico, Cayo, más conocido por el sobrenombre de Calígula por vestir desde pequeño la indumentaria de los legionarios –creció en Germania acompañando a su padre–, incluyendo sus populares sandalias o caligae.

Caliga o sandalia de legionario
Una caliga o sandalia de legionario (fragmento de una estatua). De su costumbre de usarlas desde niño le vino a Calígula su apodo. Foto: Carole Raddato.

Aunque nada hacía pensar que este emperador fuese una mala elección, y durante sus primeros compases en el cargo se mostró como un buen administrador, de repente se instaló en la locura, parece que a consecuencia de una enfermedad. Sus excesos sexuales fueron los peores de la dinastía: mantuvo relaciones incestuosas con su hermana Drusila y se dice que a sus otras hermanas las obligó a prostituirse en las orgías; esto lo compaginó con sus aventuras homosexuales, siendo famosa su pasión por un histrión (actor) llamado Mnester, al que, según Suetonio, besaba en pleno teatro.

La doble moral imperial

Asesinado en una conspiración, le sucedió su tío Claudio, quien, para sorpresa de todos –ya que era generalmente considerado un tartamudo más bien tonto–, se desempeñaría como un excelente emperador. Sin embargo, tenía una alarmante debilidad en la vida privada: su carácter mujeriego. Ya se había casado dos veces antes de llegar a la cúspide del Imperio, y solía engañarlas a todas. Su tercera esposa, Mesalina, causaría el escándalo de una manera solo comparable a la provocada anteriormente por Julia la Mayor, la hija de Augusto.

Los escándalos sexuales y la vida licenciosa de los últimos emperadores julio-claudios y de sus esposas resultan una tremenda paradoja en una dinastía que había intentado reformar las costumbres y, muy en particular, la moral privada. Ese fue uno de los grandes objetivos de Octavio Augusto, que había dictado las llamadas leges Juliae, que regulaban diversos aspectos de la moral y la vida privada con el objetivo de aumentar la natalidad (ya se utilizaban métodos contraceptivos, algunos copiados de los egipcios) y también para limitar las relaciones entre distintas clases sociales. Esto llevó a regular el concubinato, con la función práctica de permitir a los hombres unas relaciones fuera del matrimonio (frecuentemente, con mujeres de menor clase social, pero sin que los hijos de estas pudiesen reclamar derechos legales). Con estas normas, también se quiso poner coto a la prostitución y el proxenetismo.

Claudio también reguló aspectos morales. Pero, como Augusto, no aplicaba el mismo rasero a su ámbito privado y eran harto conocidas sus infidelidades y, en particular, su debilidad por las criadas.

Escena de la serie Yo, Claudio
Los actores británicos Sian Phillips (Livia) y Brian Blessed (Augusto) en una escena de la mítica serie de la BBC Yo, Claudio (1976), basada en la novela homónima de Robert Graves. Foto: Album.

Pero, a la luz de lo que iba a ocurrirle, seguramente la inmoralidad era menos peligrosa que la ambición. Su cuarta esposa, Agripina, la que sucedió a Mesalina, aunque virtuosa en el lecho, no tenía otro objetivo en la cabeza que conducir hasta el trono a su hijo Nerón, proveniente de un matrimonio anterior. Y para ello estaba dispuesta a pasar por encima de su propio esposo (que también era su tío, pues Agripina la Menor era la hija mayor de Germánico).

Claudio era ya para entonces un sexagenario y se dejó convencer por Agripina para que adoptara a Nerón. A partir de ahí, el viejo emperador dejó de ser necesario para su codiciosa mujer, a quien se señala como culpable de su repentina muerte: ordenó que, en una comida, se le sirvieran setas envenenadas. El ágape, sin embargo, solo le produjo molestias intestinales. Como Agripina quería acabar con él a toda costa, mandó a su médico personal, Jenofonte, que le administrara una nueva dosis de veneno con la que, finalmente, Claudio expiró a los sesenta y cuatro años de edad.

Nerón: puro teatro

Nerón, por su parte, no mostraría muchos más escrúpulos que su madre; es más, incluso se dice que llegó a ordenar varias veces su asesinato. El motivo generalmente admitido es que ella le impedía casarse con su amada Popea, que se había quedado embarazada del emperador, aunque otros historiadores mantienen que aquella madre tan dada a la conspiración intentaba concertar una rebelión contra él por sentirse postergada en su influencia.

Nerón ante el cadáver de su madre
Nerón ante el cadáver de su madre en un óleo decimonónico. Foto: Museo del Prado.

Gran aficionado al arte y las diversiones, a Nerón se le recuerda como frecuentador de los prostíbulos y las tabernas en su juventud, e incluso participó en los Juegos Olímpicos del año 67, en los que casi murió al sufrir una caída del carro que conducía. Fue un emperador muy popular entre las clases bajas, a las que quiso complacer con la instauración de unos juegos en Roma, llamados Quinquenales Neronia, que incluían interpretaciones de poesía y teatro, géneros a los que él era muy aficionado, llegando a participar como actor y cantante. Esto, sin embargo, no gustaba demasiado a los patricios, ya que entre las clases altas el teatro se consideraba generalmente inmoral y vulgar.

Este carácter popular (hoy diríamos populachero o populista) le acarreó no pocas antipatías en el Senado, que sería el órgano que al final lo depondría y le obligaría a marcharse precipitadamente de Roma. Pero a Nerón su amor al arte lo acompañó hasta el mismo momento de su muerte, cuando, en plena huida, ordenó a su fiel secretario, el liberto Epafrodito, que lo apuñalase mientras él pronunciaba una recordada frase: “¡Qué gran artista muere conmigo!”. O así, al menos, nos lo han contado.

Cae finalmente el telón

Asimismo se dice que, años más tarde, el emperador Domiciano (curiosamente, también el último de su estirpe: en este caso, la dinastía Flavia que vendría a suceder a la Julio-Claudia y que, al contrario que esta, apenas duró veintisiete años en el poder imperial) ordenó que Epafrodito fuese ejecutado por haber acabado con la vida de Nerón. De este modo, el telón caía póstumamente por última vez para este, y también para toda la dinastía Julio-Claudia, cuyos peculiares integrantes cumplieron sobradamente la teatral máxima de que la realidad supera a la ficción.

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