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viernes, octubre 11, 2024

¿Cómo era el día a día de los cruzados en Tierra Santa?

Tras varias centurias de oscuridad y regresión que se han denominado en algunas regiones “los siglos oscuros”, a mediados del siglo XI Europa vive un período de desarrollo económico y de crecimiento demográfico. Además, cierta tranquilidad política se asienta en el corazón del Viejo Continente con el final de las invasiones vikingas desde el norte, de las incursiones de los pueblos de las estepas por el este y de la crisis del Islam al sur y sureste

El puerto de Venecia (en la ilustración) se convirtió en un auténtico centro económico, desde donde los cruzados de toda Europa se embarcaban en sus naves rumbo a Tierra Santa. Foto: Solé del Amo.

Incluso la Iglesia recupera buena parte del prestigio perdido en el siglo X gracias a la reforma que lleva a cabo el papa Gregorio VII (1073- 1085), que obliga a humillarse ante él en el castillo de Canosa en 1077 al emperador alemán Enrique IV, instaurando así la supremacía del papa sobre los poderes temporales de la Cristiandad. De este modo, unas nuevas relaciones políticas se consolidan y con ellas se fortalece el papel de la nobleza de sangre, que basará en el feudalismo todo un sistema de redes de poder y de influencia que durará siglos.

Europa mira hacia el Islam

La Iglesia reformada reacciona ante su gran enemigo intelectual e ideológico, el Islam, que desde el siglo IX viene demostrando un nivel científico y cultural superior. Pero todo está cambiando. La sociedad europea comienza a tomar conciencia de la nueva situación, los eclesiásticos inician una nueva senda intelectual en escuelas catedralicias y monacales y la nobleza se siente lo suficientemente fuerte como para mirar hacia el Islam y, con la bendición del papa, imaginar que un triunfo militar sobre los partidarios de Mahoma, divididos y enfrentados en diversas entidades políticas desde el siglo X, es posible ahora.

Además, los estamentos inferiores de la sociedad del siglo XI también están cambiando. El desarrollo de la producción, la ampliación de superficie de la tierra cultivada y los mejores rendimientos agrícolas provocan que, a mediados del siglo XI, las hambrunas permanentes de las centurias anteriores sean poco menos que un mal recuerdo, y los campesinos, aunque siguen sujetos a la tierra y a sus señores, disfrutan de más alimentos y recursos. En las ciudades, que crecen de modo extraordinario entre los siglos XI y XIII, se desarrollan el artesanado, el comercio y la construcción y aparecen nuevas profesiones y nuevas maneras de ganarse la vida.

Recreación de un mercado en una ciudad medieval. Foto: Midjourney/Juan Castroviejo.

A lo largo del siglo XI la vida cotidiana se transforma, sobre todo en las ciudades, donde se celebran mercados, se desarrolla una notable industria artesanal y se diversifican los estamentos sociales y económicos.

Efervescencia religiosa

La Cristiandad occidental vive a finales del siglo XI sus mejores momentos desde hace siglos. Al crecimiento demográfico y la bonanza económica se suma una efervescencia religiosa que provoca la construcción de monasterios, iglesias y catedrales en el nuevo estilo románico, pero también una euforia desmedida por demostrar la superioridad del cristianismo frente el Islam.

El Papa Urbano II convocó la Primera Cruzada en noviembre de 1905. Foto: Photoaisa.

Así, tras varias Cruzadas practicadas en la península Ibérica ante los musulmanes de Al-Ándalus, como la que se desarrolló en 1064 con la conquista efímera de la ciudad de Barbastro, el papa Urbano II llamó a los cristianos, en un sermón pronunciado en la ciudad francesa de Clermont en 1095, a recuperar los Santos Lugares, asentando así la idea de Cruzada como la obligación de todo buen cristiano de participar en una guerra contra el Islam que se consideraba santa y justa. Semejante proclama cambió los hábitos de la vida cotidiana de miles de europeos.

Hasta entonces, los peregrinos cristianos que se desplazaban a Jerusalén lo hacían a territorio controlado por los musulmanes. En los dominios del Islam la mayoría de la población era musulmana, pero se toleraba la presencia de importantes minorías cristianas, como los coptos de Egipto o grupos dispersos en Palestina, que vivían sometidos pero que podían practicar libremente la religión cristiana.

Jerusalén, ciudad a la que los musulmanes llamaban al-Quds, era visitada por peregrinos que se postraban ante la iglesia del Sepulcro del Señor, la meta de la peregrinación. La vida de aquellos peregrinos estaba llena de peligros, a pesar de que algunas instituciones religiosas fundaron hospitales para hacer más llevaderos tanto el viaje como la estancia en Jerusalén.

Tumba de Jesús en el la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. Foto: Getty.Lior Mizrahi

A fines del siglo XI, visitar la tumba de Cristo era una aventura peligrosa, pero si Jerusalén caía en manos cristianas todo sería mucho más fácil.

Nueva vida en tierras sagradas

La proclama de Urbano II a favor de la guerra santa tuvo éxito y en el verano de 1099 un ejército de caballeros cruzados conquistó Jerusalén al asalto y estableció varios principados cristianos en Palestina, Líbano y el norte de Siria.

Los conquistadores eran guerreros, nobles o hijos segundones de condes y duques que buscaban en la guerra contra el Islam riqueza y fortuna, aunque los cronistas lo edulcoraron presentando a los caballeros como buenos cristianos en busca de la salvación de sus almas.

Esta miniatura del siglo XII representa a un caballero cruzado rezando. Foto: British Museum.

Durante dos siglos, el XII y el XIII, viajaron a Tierra Santa emperadores, reyes, nobles, artesanos, comerciantes, aventureros, mercenarios, monjes, indigentes, mujeres y niños; unos lo hicieron henchidos de fe y de ideales religiosos y otros en busca de ascenso social, dinero, honor y fama. Durante esos doscientos años, Tierra Santa se convirtió en un inmenso campo de combate que condicionó la vida cotidiana de todos los protagonistas.

Viajes en condiciones difíciles

La llamada a la guerra santa y el ideal cruzado movilizaron a miles de cristianos. La inmensa mayoría de los que viajaron a Oriente apenas tenían idea de adónde se dirigían. Para los europeos de Normandía, Flandes, Borgoña o Champaña, las tierras de las Cruzadas se presentaron como una oportunidad, pero se convirtieron en no pocas ocasiones en una pesadilla.

Para ir hasta esos remotos lugares era necesario emprender un largo y peligroso viaje por tierra y por mar, defenderse en el camino de ataques de bandidos y proveerse de acémilas, alimentos, calzado y vestido y enfrentarse a no pocas penalidades.

Si lograban alcanzar el objetivo, las costas orientales del Mediterráneo, lo que allí aguardaba a los peregrinos no estaba exento de dificultades parecidas a las que se habían presentado durante el camino. Lo primero que se encontraban los europeos era un clima mucho más cálido y seco que el de sus regiones de procedencia. A primera vista, los alrededores de Jerusalén no parecían precisamente el lugar más apropiado para ser llamado “la tierra prometida”. Terreno pedregoso y polvoriento, calor asfixiante en verano y frío extremo en invierno, algunos oasis en medio de amplias planicies semidesérticas, desiertos al sur y al este, gentes hostiles y amenazas constantes: ese era el panorama que se ofrecía a los cruzados.

Vista de la ciudad vieja de Jerusalén. Foto: iStock.

Semejante tropel de dificultades se afrontaba gracias al espíritu cruzado que empujaba a muchos de los peregrinos y conquistadores, que justificaban tanto esfuerzo y sufrimiento alegando que su sacrificio o incluso su muerte conllevaban un sitio reservado en el Paraíso.

Tras la conquista de Jerusalén, el flujo de peregrinos creció de manera exponencial. Para acoger a tanta gente fue necesario construir o habilitar hospitales, siguiendo el modelo del que habían abierto los comerciantes de la ciudad italiana de Amalfi a mediados del siglo XI.

El rey Balduino I puso en marcha una red de establecimientos militares que ofreciera seguridad a los peregrinos. Para ello, además de castillos y murallas, eran necesarios hombres que se dedicaran a su cuidado y protección. Así es como surgieron las Órdenes hospitalarias y militares, como las del Santo Sepulcro, la del Hospital y la del Temple, que establecieron una nueva forma de entender la vida y la defensa de la religión cristiana en Tierra Santa.

El día a día de las cruzadas

La Iglesia, a través de las Órdenes religiosas y los obispos, supo condicionar las nuevas formas de vida en Palestina y regular la vida cotidiana de todos sus habitantes. Tres formas de vida surgieron en Oriente a raíz de las Cruzadas; las tres en el mismo ámbito, pero con características bien distintas.

Un caballero templario con la emblemática capa blanca adornada con la cruz paté roja, el logo de esta institución. Foto: AGE.

En primer lugar, los caballeros consagraban su vida al ideal cruzado y a la defensa de los peregrinos. El Temple y el Hospital fueron las dos instituciones principales. La vida diaria de estos caballeros estaba sujeta a una regla rígida en la que la disciplina era fundamental. Los caballeros templarios y hospitalarios renunciaron a todo para servir en su Orden. 

Su vida se regía desde el momento del ingreso por un horario y una regla monacal, que solo se alteraba en ocasiones excepcionales, cuando estallaba una guerra o se libraba una batalla. Los caballeros vivían en castillos y encomiendas bajo las órdenes de un superior que aplicaba con rigidez las normas por las que se organizaba la vida diaria. Rezar, mantener siempre listo el equipo de combate y practicar ejercicios era la monótona ocupación de estos monjes-soldados.

La fortaleza siria del Krak de los Caballeros, construida en 1031 y posesión más preciada de la Orden Hospitalaria hasta 1271. Foto: Bernard Gagnon.

El segundo grupo lo formaban todos aquellos que habían acudido a las Cruzadas en busca de fortuna. Había nobles segundones que lograron ascender en la escala social gracias a las tierras y los bienes logrados en la guerra, pero también mercaderes que hicieron sustanciosos negocios gracias al comercio, como los mercaderes venecianos y genoveses que cobraban importantes sumas de dinero a los peregrinos por llevarlos en sus barcos. Su día a día apenas difería del de sus colegas en Europa, pero la amenaza constante de una guerra con el Islam, siempre a punto de estallar, pendía sobre sus cabezas.

La religión marca el ritmo

El tercer grupo lo formaban los peregrinos. Los había de todo tipo y condición: ricos y pobres, nobles y plebeyos, ancianos y jóvenes. El viaje era muy complicado, pues a la amenaza de los musulmanes se unía la de los bandidos que acechaban sus caravanas. En ocasiones fueron los propios caballeros cristianos los que se convirtieron en bandoleros, como hizo el templario Reinaldo de Chatillon, que en la segunda mitad del siglo XII se dedicó al saqueo de peregrinos cristianos y de mercaderes musulmanes, desatando la ira del caudillo Saladino, que reconquistó Jerusalén para el Islam en 1187.

Como en todas partes, la gran obsesión para la mayoría es la comida, reducida a cereales, legumbres y hortalizas, salvo la de los poderosos, que incluye pescado y carne. Judíos, musulmanes y cristianos comparten mercados, salvo en el caso de las carnicerías, en el que cada religión dispone de sus propios establecimientos.

Los cruzados sumaban a la carne típica europea alimentos propios de los musulmanes, como fruta fresca (nísperos) o dátiles. Foto: Solé del Amo.

La religión marca el ritmo cotidiano: impone el calendario festivo, el ciclo de la vida y las pautas de comportamiento social, acentuadas al estar viviendo en la tierra de Jesucristo. Los matrimonios mixtos entre individuos de distinto credo están prohibidos y las autoridades, cada una en su territorio, velan por el cumplimiento de la moralidad y las buenas costumbres.

Los cruzados fueron convocados a una guerra santa y justa, de manera que la mayoría de los que tomaron la cruz y se dirigieron a Jerusalén habían asumido que iban a vivir como soldados. Sobre todo, los hombres que profesaron como miembros de las Órdenes militares, creadas específicamente para combatir a los musulmanes y defender a los peregrinos.

Calamidades y sufrimientos

Combatir, estar siempre alerta, construir defensas y prepararse para el próximo combate era la pauta habitual de todos estos guerreros, muchos de ellos mercenarios al servicio de un señor. Para cumplir estos fines, los jefes cruzados y los maestres de las Órdenes tuvieron que buscar ingentes fondos para cubrir los costes. En algunos casos lo hicieron con notable éxito, como ocurrió en 1217, cuando los templarios lograron recaudar un millón de monedas de oro para construir su más imponente fortaleza en esa región, el castillo Peregrino.

En las Cruzadas coexistieron gentes de nacionalidades y lenguas diversas: flamencos, borgoñones, franceses, alemanes, austríacos, húngaros, polacos, italianos, muchos de ellos con sus monarcas al frente, como el inglés Ricardo Corazón de León, los franceses Felipe II Augusto y Luis IX, el alemán Federico II o el húngaro Andrés. La mayoría eran guerreros, pero también viajaron a ultramar religiosos como el mismísimo Francisco de Asís, que consideraba que con la palabra y la buena voluntad podría poner fin a tantas desgracias y muertes.

Muchos de ellos apenas hicieron otra cosa que pisar Tierra Santa, con lo que se consideraba que habían cumplido sus votos, para regresar de inmediato a su país de origen.

Los médicos eran escasos en el campo de batalla y, además, había que pagar sus servicios, por lo que la mayoría de los heridos no podía recibir asistencia. Foto: Solé del Amo.

En general, la vida de los cruzados estuvo llena de calamidades y sufrimientos. Miles de ellos murieron en batalla y otros miles más a causa de las enfermedades, las epidemias de peste y de cólera, el hambre y la sed. Los soldados de las Cruzadas no podían dejar de practicar para la guerra. Templarios y hospitalarios debían mantener su equipo, que les proporcionaba la Orden, siempre preparado.

No todos los cruzados participaban en la batalla; muchos estaban dedicados a labores de intendencia, transporte o apoyo a los caballeros. Por ejemplo, entre los templarios, que disponían de una media de 10.000 hombres en Tierra Santa, no más de 1.000 participaban directamente en el combate.

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