Tras la conquista de Granada, Castilla había culminado su expansión peninsular. Su consolidación como Estado absoluto le exigía seguir con las conquistas y la expansión comercial, pero ahora solo podía hacerlo hacia el norte de África y, sobre todo, hacia el océano Atlántico, en busca de nuevas rutas que la acercasen a las soñadas Indias en donde obtener los exóticos productos.
La exploración y la conquista de las Canarias había sido un primer paso, pero en la empresa chocaba con la otra gran potencia marítima del momento que también se orientaba al Atlántico y hacia África, al no tener ya, desde hacía muchos años, territorio peninsular sobre el que avanzar: Portugal.
Ya desde finales del siglo XIV, Castilla y Portugal estaban en pugna por el control del Atlántico y de sus costas africanas. Ambas potencias reclamaban las Canarias, descubiertas por los europeos a principios de la centuria, así como enclaves en Guinea y Ghana, muy ricos en oro, esclavos y marfil.
Estas tensiones, que con frecuencia desembocaban en conflictos navales y en combates, sin duda contribuyeron a que Portugal apoyase la candidatura de Juana la Beltraneja en contra de Isabel, en la Guerra de Sucesión Castellana. Precisamente, las costas guineanas fueron unos de los escenarios del conflicto, al reclamar ambas coronas los derechos de explotación sobre las mismas. No fue hasta septiembre de 1479 cuando se firmó el tratado de paz de Alcázovas, en el que se reconocía la soberanía de las Canarias a Castilla y la titularidad de Isabel como reina.
La necesidad de un nuevo tratado
Quedaba clara la posesión de Portugal sobre las Azores y todos los enclaves africanos que había ido descubriendo, así como los futuros que podía ver en el mismo continente con el consiguiente monopolio comercial. Igualmente se reconocían las pretensiones portuguesas sobre el reino de Fez. El acuerdo había sido claramente beneficioso para Portugal que obtuvo sustanciosas ventajas, por lo que a Castilla no le quedaba más remedio que lanzarse a mar abierto si quería romper el monopolio luso sobre las rutas africanas conocidas.
Sin duda, las limitaciones que el tratado había supuesto para Castilla fueron un acicate para que Isabel I apoyase el proyecto de Cristóbal Colón de llegar a Oriente viajando al Oeste. Las dos coronas, aprovechando su experiencia de navegación, querían ir en busca de las valiosas especies y productos orientales que, desde mediados del siglo XV, eran muy escasos en Europa tras la caída de Constantinopla y la expansión otomana en el Mediterráneo oriental que había bloqueado el comercio.
Pero el Descubrimiento de Colón de 1492 despertó los recelos de Portugal, quien consideraba que se podía haber vulnerado el tratado, pues las tierras descubiertas estaban al sur de las Canarias. Los Reyes Católicos respondieron que aquel solo afectaba a las costas africanas. Además, lograron del papa Alejandro VI la proclamación de tres bulas que establecían la soberanía castellana sobre los territorios descubiertos al oeste de las Azores, lo que le excluía de las nuevas tierras americanas.
Era evidente que la expedición de Colón había dejado obsoleto Alcázovas y que era necesario un nuevo acuerdo, por lo que, en junio de 1494, se firmó en Tordesillas el tratado que llevó su nombre. Con él, también se ampliaban hacia el Oeste los derechos de Portugal, pudiendo acceder a los territorios que estuviesen hasta 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde o, lo que es lo mismo, llegasen a la mitad del recorrido que efectuó Colón en su primer viaje.
La división de oeste y este
A partir de ahora, todo descubrimiento al Oeste de dicha distancia sería para Castilla, y al Este para Portugal quien, de paso, reafirmaba el control de sus rutas africanas al Índico. A pesar de lo difuso del acuerdo, y de que nunca se estableció una exacta delimitación geográfica, con el tratado los portugueses pudieron hacerse con el extremo occidental de Brasil, cuando en el año 1500 Pedro Álvares Cabral llegó, al mando de 13 barcos y 1.500 hombres, por vez primera a tierras americanas.
Con Tordesillas no es exagerado decir que Castilla y Portugal se habían repartido el mundo. Por aquellos años, el resto de potencias europeas, con Inglaterra y Francia a la cabeza, todavía inmersos en crisis internas, tardarían más de cincuenta años en interesarse por las nuevas tierras descubiertas. La única excepción fue el viaje del genovés Giovanni Caboto (John Cabot para los ingleses) que, zarpando desde Bristol, habría llegado a Terranova en 1497 buscando también una ruta hacia Oriente.
Los pactos daban la exclusividad de la exploración de las costas africanas a Portugal. Así lo ejercieron y desde 1434, año en que doblaron cabo Bojador, fueron descendiendo y estableciendo sucesivos enclaves en Cabo Verde, Santo Tomé, Angola –esta última en 1478–, llegando a alcanzar la mitad de la actual costa de Namibia. Por fin, once años después, en 1488, Bartolomé Díaz alcanzó y dobló el cabo de Buena Esperanza y logró remontar algunas millas en el océano Índico hasta la desembocadura del actual Gran Río Fish, aunque la falta de provisiones y el cansancio de la tripulación le obligó a regresar.
Los descubrimientos colombinos que aventuraban la posibilidad de llegar a Oriente a través del Atlántico incentivaron a los lusos en su ruta africana hacia Asia, pues Tordesillas les impedía viajar hacia poniente. Por ello, y ante la posibilidad de que los españoles pudiesen llegar por la nueva ruta a Oriente antes que los portugueses, su nuevo rey Manuel I dio el empujón definitivo a la vía africana a Asia. Así, aprovechando el descubrimiento de Díaz, el rey luso ordenó a Vasco de Gama insistir en la ruta, zarpando de Lisboa en 1497.
En 1498, al mando de cuatro naves y tras recorrer más de seis mil kilómetros de mar abierto para aprovechar los vientos (la ruta marítima más larga efectuada hasta la fecha sin escalas), logró doblar de nuevo el cabo. Seguidamente ascendió por el Índico hasta alcanzar Mozambique, en donde ya se encontró con comerciantes indios. De ahí prosiguió hasta Kenia y, tras entablar contacto con las autoridades musulmanas locales, no siempre pacíficas, llegó a la costa malabar, cerca de Calicut, en mayo de ese año, estableciendo los primeros contactos comerciales. Se había abierto el camino a la India y Portugal había ganado la carrera de las especies, a pesar de que la distancia recorrida había sido enorme.
La ruta lusa de las especias
En los años siguientes, los lusos extendieron sus bases comerciales hasta Goa, en la misma costa india, Ceilán, Timor Oriental en Indonesia y Cantón y Macao en China, estableciendo una tupida red de enclaves comerciales. Sin embargo, a pesar de sus vastos descubrimientos y salvo en ciertas zonas de África, no pudo conquistar y colonizar amplios territorios como sí hizo Castilla en América.
India y Oriente, en general, tenían estructuras sociales y políticas consolidadas a las que era muy difícil someter política y militarmente. Sus gobernantes tenían ejércitos y dominaban las tecnologías de la metalurgia y de la navegación. Además, en el plano comercial debían competir con mercaderes chinos y, sobre todo, árabes que, por otra parte, tenían gran experiencia marinera y con los que incluso se enfrentó violentamente en choques armados para lograr instalar sus factorías comerciales.
Los beneficios castellanos
Castilla se encontró, en cambio, en América un terreno virgen comercialmente hablando, sin competencia alguna y con débiles sociedades nativas, tecnológicamente muy atrasadas, que fueron relativamente fáciles de dominar. Ello le permitió levantar un imperio mucho más extenso y, en pocos años, lograr mayores beneficios económicos que Portugal.
Al poco tiempo de los hallazgos de Colón ya era bastante evidente, aunque no para él (murió en 1506 convencido de haber llegado al extremo oriental asiático), que las tierras encontradas no eran el ansiado Oriente, y que Cuba y el resto de las Antillas descubiertas no eran parte de Asia.
Tras poner pie en el continente en 1498, en menos de tres décadas los españoles se desparramaron por toda América central y entraron en contacto con los aztecas, al tiempo que siguieron buscando una ruta que les llevase al lejano Cipango, a Catay, a las islas de las Especias (las Molucas) y a las Indias orientales. Aunque en las nuevas tierras se habían descubierto nuevos productos, alimentos y oro, seguían sin encontrarse las preciadas especias asiáticas, por lo que era preciso tratar de insistir en llegar a Asia por una ruta distinta a la de los portugueses.
En estos periplos, el extremeño Vasco Núñez de Balboa descubrió el océano Pacífico en septiembre de 1513, tras atravesar el actual Panamá, al que bautizó como “Mar del Sur”, tomando posesión de él en nombre del rey Fernando (Isabel ya había muerto). Este acontecimiento fue decisivo y enseguida se tomó conciencia de la enormidad del nuevo océano y que, con toda seguridad, el camino hacia las Indias Orientales pasaba por cruzar ese nuevo mar.
El problema radicaba en cómo sortear la barrera de tierra que suponía el continente americano. Los marinos insistían en que era imposible que la franja continental se extendiese de polo a polo, y que debía haber algún paso o canal en algún punto de América que era preciso encontrar. Pero al no existir todavía ningún mapa del continente, la única opción era ir navegando por la costa y, mientras se cartografiaba, tratar de hallar la ruta que permitiese el acceso al nuevo mar.
En busca del camino hacia Oriente
En esos años fueron decenas de navegantes, casi todos al servicio de la corona española, los que trataron de encontrar el legendario Estrecho de Anián que, según las leyendas acuñadas desde los tiempos de Marco Polo, era el acceso desde Occidente a las provincias más orientales de Catay (China).
Primero fueron los hermanos Pinzón y Américo Vespucio los que en los inicios del siglo XVI fueron explorando las costas de toda Centroamérica y de las actuales Colombia, Venezuela y Guayanas. Poco después, fue Juan Díaz de Solís con instrucciones precisas de Fernando el Católico, quien siguió descendiendo por el continente tratando de encontrar el camino hacia el océano Pacífico y Oriente. A tal efecto fue nombrado almirante y piloto mayor de Castilla, sucediendo en el cargo a Vespucio. La expedición de Díaz de Solís estuvo envuelta en el más absoluto secreto para evitar ser detectada por los espías portugueses y que estos la sabotearan.
No querían perder el monopolio del comercio de las especies que les aseguraba la exclusividad de la ruta africana, por lo que estaban dispuestos a impedir que España encontrase un posible paso a Oriente más corto que su vía africana. De hecho, trataron de destruir los barcos que estaban en el puerto de Lepe, por lo que debieron trasladarse a Sevilla y luego a Sanlúcar de Barrameda.
Por fin, en octubre de 1515, partió la expedición castellana formada por tres carabelas y sesenta marineros. Tras alcanzar las costas de Brasil, descendió hacia el Sur bordeando la costa hasta alcanzar el estuario de la Plata, al que bautizó como “Mar Dulce” por ser sus aguas fruto de la confluencia de los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay.
Por el Río de la Plata se adentró, a principios de 1516, Díaz de Solís creyendo haber encontrado el paso hacia Oriente, y convirtiéndose así en el primer europeo en poner pie en la actual Argentina. Pero poco le duró la gloria, pues el navegante fue asesinado y devorado por los indígenas y sus compañeros de expedición, desmoralizados, regresaron a España.
Más exploraciones desde América
Muy pocos años después llegaría, por fin, la proeza de llegar al Pacífico a cargo de Magallanes y Elcano bordeando el sur de América, pero no por ello otros navegantes, patrocinados por España y luego británicos, renunciaron a seguir buscando el legendario Estrecho de Anián que debía ser, en sus creencias, una vía más fácil y rápida.
Juan Rodríguez Cabrillo y Bartolomé Ferrer, por ejemplo, ascendieron por las costas de California en 1543, hasta alcanzar Oregón. Esa ruta hacia el norte la siguió Juan de Fuca también a finales del siglo XVI y, ya en el siglo XVII, insistieron los ingleses Henry Hudson y William Baffin desde el Atlántico, cuyo gobierno ofreció una suculenta recompensa a quien encontrase el deseado camino. Incluso hasta el siglo XIX se siguieron enviando expediciones, como la última desdichada de John Franklin en la que murieron todos sus miembros.
Solo en 1906, el noruego Roald Amundsen descubriría el llamado Paso del Noroeste, bordeando Alaska desde el norte. Pero, obviamente, el espesor de los hielos hizo que la ruta fuese casi siempre impracticable.