A partir de 1946, la IV República francesa emprendió con afán –y con la estimulante ayuda del Plan Marshall– la tarea de reconstruir el país y devolverlo al grupo de las grandes naciones. Sin embargo, le resultó imposible mantener su anterior estatus de potencia colonial. Entre 1946 y 1962 se encadenaron sin solución de continuidad dos guerras en ultramar, la de Indochina (1946-1954) y la de Argelia (1954-1962), que terminaron en sendas proclamaciones de independencia. En especial, la de Argelia fue decisiva para la caída de la IV República en 1958 y la asunción por De Gaulle de la presidencia de la V República, que continúa en vigor.
Transcurrían los “treinta gloriosos”, tres décadas (1945-1975) de progreso económico en Occidente a partir del final de la II Guerra Mundial, con fuerte industrialización, libertades democráticas y pleno empleo; treinta años que empollaron el huevo de la sociedad de consumo en la que continuamos instalados.
En Francia, la economía marchaba cada vez mejor a pesar de las pérdidas coloniales, cuyo mantenimiento y control (incluyendo las dos guerras) había venido siendo una enorme sangría para el país. Una de las primeras acciones del gobierno gaullista de 1958, la reforma monetaria que impuso el franco nuevo (equivalente a 100 de los antiguos), situó el cambio oficial a cinco francos por dólar y logró reafirmar el crédito internacional de la moneda francesa.
Excepto en la península Ibérica, donde convivían dos dictaduras espalda contra espalda, en Europa occidental parecían estar cambiando las mentes. Nacía una conciencia ciudadana mucho menos obediente y silenciosa, contestataria, que buscaba formas alternativas de organización política. Fueron los tensos años iniciales de la Era Atómica, la Guerra Fría, la intervención imperialista de EE.UU. en Iberoamérica, Cuba, el Ché, la expansión comunista en Oriente, la Revolución Cultural china o la Guerra de Vietnam –la antigua Indochina francesa, que después de Dien Bien Phu se había mostrado imposible de someter al yugo colonial–, donde el enfrentamiento directo entre comunismo y capitalismo se estaba dilucidando a costa de mares de sangre.
En Francia, los progresos sociales eran alentados y promovidos por numerosas organizaciones izquierdistas. El Partido Comunista Francés (PCF) entró en crisis tras su apoyo oficial a la represión soviética en Budapest (1956), que provocó numerosas fugas de militantes e intelectuales y dio un giro a su rígida orientación estalinista. El país estaba muy polarizado.
La izquierda, reunida en las elecciones de 1965 en torno a la figura única de François Mitterrand, obtuvo el 45,5% de los votos en segunda ronda frente al general De Gaulle. Pero aquella aparente unidad sólo fue una coalición electoral; en realidad, no sólo estaba fragmentada, sino en constante guerra interior. El PCF denunciaba como reaccionarios a trotskistas, maoístas, anarquistas y ultraizquierdistas en general. Y los más activos eran los estudiantes universitarios.
La fase estudiantil
Uno de los efectos del progresivo bienestar económico de aquellos treinta años “gloriosos” fue la masificación de las universidades francesas consecuente al ingreso en las aulas de muchos hijos de familias humildes, que llegaban con profunda conciencia de clase y ganas de luchar por una sociedad más igualitaria. Además, la falta de salidas para los universitarios, así como sus críticas a los obsoletos métodos de enseñanza, convirtieron a los sindicatos universitarios en asociaciones reivindicadoras, primero gremiales y después políticas.
Al principio, nadie sabía lo que pretendían aquellos jóvenes. Tal vez, mejoras en el sistema universitario; tal vez, más centros de estudio. Pronto se vio que iban mucho más lejos: no sólo exigían cambios en su ámbito –la liquidación de la universidad burguesa, nada menos–, sino en el sistema político general.
Parecían una derivación del movimiento hippie que, años atrás, había izado la bandera contracultural en los campus californianos y que en 1969 reuniría a medio millón de jóvenes en Woodstock. Pero los jóvenes franceses eran menos seráficos que los yankis. Estaban por cambios profundos, libertad, armonía, rechazo de la autoridad y amor libre, pero además tenían la conciencia íntima de que esos cambios sociales y morales eran imposibles sin un vuelco político completo.
La Universidad de Nanterre, establecida en 1964 en las proximidades de París para desahogar La Sorbona, fue el epicentro del terremoto. Las interminables asambleas estudiantiles, ocupaciones y huelgas desembocaron el 22 de marzo de 1968 en la asamblea posterior a una manifestación contra la Guerra de Vietnam en la que se produjeron detenciones. Los boletines estudiantiles publicaron recetas para hacer cócteles molotov.
Poco a poco, todo se convirtió en un vasto caos protagonizado por siglas: UEC (Unión d e Estudiantes Comunistas), CLER (Comité de Relaciones entre Estudiantes Revolucionarios), UNEF (Unión Nacional de Estudiantes Franceses, socialista), FNEF (Federación Nacional de Estudiantes Franceses, de centro derecha), etc. En algunas, como la UNEF, cada día se enfrentaban más o menos abiertamente comunistas ortodoxos con trotskistas y maoístas. En cuanto a los anarquistas, ellos iban por su cuenta, como siempre. Pero en primera fila.
Nanterre suspende las clases el 3 de mayo, sus estudiantes ocupan La Sorbona y, a las cuatro de la tarde, entra la policía y ordena el desalojo, pero retiene a los que considera cabecillas. Los que ya han salido exigen la libertad de sus camaradas y la policía carga duramente contra ellos.
Ese es el primer estallido de violencia. La furia estudiantil se desata por las calles del Barrio Latino. Se levantan las primeras barricadas, que serán asaltadas violentamente el 10 de mayo por los CRS (Cuerpos Republicanos de Seguridad, fuerzas represoras gaullistas) con el resultado de 32 heridos graves y 350 aporreados. Calles enteras aparecen desadoquinadas mostrando “la arena de la playa”.
Pero no todos los adoquines se usan para alzar barricadas: esa noche, uno arrojado diestramente desde una azotea hiere gravemente al comandante Journiac, que morirá un año después a consecuencia de las heridas. Arden 200 automóviles y se ve a la policía perseguir a estudiantes por el interior de los edificios.
La consecuencia de la represión estudiantil es la declaración sindical de huelga general para el día 13, que obtiene un enorme éxito y da paso a la segunda fase de los acontecimientos, protagonizada por los obreros y sus organizaciones. Pero los estudiantes siguen activos, aunque sin ayuda de los comunistas, que se han posicionado contra ellos.
El día 16, el Comité de Ocupación de La Sorbona emite un comunicado que termina diciendo: “La humanidad sólo será feliz cuando el último burócrata sea ahorcado con las tripas del último capitalista”. El día 24, se producen los dos primeros muertos –un policía y un estudiante– y saltan todas las alarmas.
La fase social
La represión de la revuelta estudiantil desencadena a mediados de mayo una respuesta por parte de la clase trabajadora. Al fin y al cabo, las cabezas que aporreaban los policías eran las de sus hijos y sus correligionarios izquierdistas más jóvenes. Por otra parte, los sindicatos de clase franceses, poderosos y bien organizados en general, estaban hartos de las míseras conquistas que obtenían con sus demandas.
El 13 de mayo, en plena represión estudiantil, convocan una huelga general que es seguida mayoritariamente, como nunca desde el final de la guerra. Cerca de un millón de ciudadanos se echan a la calle mientras los estudiantes toman La Sorbona. El día 14, los trabajadores de la Sud-Aviation en Nantes se apoderan de la fábrica y mantienen secuestrado al gerente. Es el detonante para la ocupación de una multitud de industrias, talleres y empresas por los obreros, que alzan banderas rojas. Al constante goteo de ocupaciones y de secuestros o retenciones de directivos se une la mayor fábrica de Francia, la Renault de Billancourt.
Las reivindicaciones exigen inicialmente aumento de salarios y disminución de horas de trabajo; los comités de huelga fraternizan con técnicos, estudiantes y vecinos de la zona. Las asambleas son constantes y en los debates va subiendo el tono y el nivel de las reivindicaciones.
El 20 de mayo se alcanza la cifra récord de diez millones de huelguistas, lo que supone las dos terceras partes de los trabajadores franceses. Para todos se hace evidente que el gobierno ha perdido el control efectivo del país, donde se vive de hecho una situación revolucionaria. De Gaulle habla por televisión el día 24 y promete una mayor participación de los obreros y los estudiantes en las empresas y universidades. Su gesto no tiene ninguna trascendencia: el movimiento ya considera amortizado al viejo general.
En esas horas, el poder político efectivo ha pasado a manos del Partido Comunista (350.000 miembros y el 25% de los sufragios de 1967) y de su sindicato, la CGT (Confederación General de Trabajadores), quienes desde el principio habían visto con desdén aquellos movimientos estudiantiles que consideraban inmaduros y poco serios, pero a los que en realidad temían, conscientes de su incapacidad para controlarlos.
Los líderes comunistas, tanto políticos como sindicales, habían manifestado sus opiniones contrarias a aquel movimiento espontáneo de cien cabezas que cada día creaba nuevas consignas y cuestionaba la autoridad de sus propios dirigentes. Lo veían plagado de utopistas, trotskistas y anarquistas, aunque sus verdaderos antagonistas eran la CFDT (Confederación Francesa Democrática del Trabajo), el antiguo sindicato católico ahora en manos del PSU (Partido Socialista Unificado), que se había alineado con los estudiantes desde el principio y cuyo mantra era la autogestión, y la FO (Fuerza Obrera), que vindicaba la independencia de su sindicato de cualquier partido.
En vista de la situación, el gobierno pacta con la CGT. Pompidou, Chirac y Balladour se reúnen con Séguy, líder del sindicato comunista, y firman los llamados Pactos de Grenelle. Pero cuando Séguy acude a la Renault y explica su acuerdo a los huelguistas, estos le despiden con cajas destempladas considerando que las conquistas arrancadas a la patronal son exiguas. Entonces comienza la tercera fase de los sucesos, que se desarrolla en el plano político.
La fase política
En mayo de 1968, la V República francesa presidida por De Gaulle se encaminaba a cumplir su décimo aniversario. Los últimos seis años había ejercido como primer ministro el brazo derecho del viejo general, Georges Pompidou. En 1967, los gaullistas habían conseguido 244 diputados y Pompidou compuso un gobierno monocolor con nombres como André Malraux, Edgar Faure o Jacques Chirac.
Los movimientos estudiantiles de mayo tomaron por sorpresa al gobierno, que inicialmente les quitó importancia y se limitó a enviar a los guardias, pero pronto se vio que no se trataba de un brote esporádico de descontento. Los estudiantes respondieron épicamente a la represión y los sucesos de la noche del 10 de mayo (la llamada Noche de las Barricadas) pusieron de manifiesto la gravedad de los acontecimientos.
Pompidou volvió precipitadamente de Irán, donde se encontraba en viaje oficial. Haciendo gala de su capacidad de encaje político y su temperamento apaciguador, cedió a las exigencias principales de los estudiantes. En un discurso a la nación, prometió liberar a los jóvenes encarcelados y reabrir La Sorbona, pero los los trabajadores ya habían tomado el relevo de los estudiantes con la huelga general del día 13, prolongada indefinidamente. Para dar la sensación de que no pasaba nada, De Gaulle desdeñó cancelar un viaje oficial a Rumanía entre los días 14 y 18, y en ese período la huelga alcanzó proporciones dramáticas y afectó las mayores factorías, los ferrocarriles, la Radio Televisión Francesa, los taxis parisinos… Comenzó a escasear la gasolina.
El día 20, el gobierno no es dueño de la situación. La oposición no comunista exige elecciones generales; los comunistas, la creación de comités populares revolucionarios. Hasta en la Iglesia surgen voces apoyando a los sublevados. La atención del mundo está centrada en Francia.
El 24, con cientos de miles de manifestantes clamando por un gobierno popular, tras las muertes de un estudiante y un policía en Lyon y el saqueo de la Bolsa de París, el gobierno da dos pasos: De Gaulle anuncia un referéndum para el 16 de junio y Pompidou y Chirac se reúnen con representantes sindicales y patronales. Los comités de trabajadores consideran insuficientes los acuerdos y las huelgas continúan. De Gaulle desaparece misteriosamente durante un día entero.
Al día siguiente, 30 de mayo, pronuncia un discurso duro, con timbres amenazantes; Mitterrand lo considera una llamada a la guerra civil. Pero una hora y media después las calles de París se llenan de manifestantes gaullistas, el gobierno decreta la subida de salarios, las gasolineras vuelven a llenarse y, poco a poco, los obreros retornan a las fábricas. Al cabo de una semana, la Bolsa reabre sus puertas. El 12 de junio se ilegalizan muchas organizaciones izquierdistas. A finales de mes, las elecciones otorgan 300 escaños a los gaullistas, 56 más que antes de la crisis.