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lunes, noviembre 25, 2024

La vida cotidiana en el Madrid republicano: entre la modernización cultural y las luchas sociales

El “muera la inteligencia” que vociferó vulgarmente José Millán-Astray en la Universidad de Salamanca en octubre de 1936, frente a un apesadumbrado Miguel de Unamuno, o los ataques al librepensamiento, la escuela, la prensa o los maestros, que alentaban en primera página el golpe de Estado militar del general Mola, hacían presagiar que aquel intento de reforma social, de modernidad, de utopías posibles y grandes fracasos llamado Segunda República iba a ser enterrado con la victoria “triunfal’’.

Según declaró ante “los nuevos maestros de la Patria” el subsecretario del Ministerio de Educación de Franco, García Valdecasas, había que superar lo que se había sufrido durante la II República: “Hemos padecido una concepción profundamente antihistórica, profundamente antitradicional, profundamente antihumana…”.

Madrileñas y madrileños acuden a beber el agua de la fuente milagrosa de la Ermita de San IsidroEFE

Pero ¿qué era aquello que tanto les molestaba, aquella vida cultural, aquellas libertades, aquellos progresos que habían hecho temblar a la Patria en su unidad de destino? En tan sólo cinco años (1931-1936), España había mojado la pólvora de su segundo gran intento de salir del Antiguo Régimen, una República que se encontró con enemigos en todos los frentes.

Por un lado, los conservadores (la Iglesia, los militares y los grandes propietarios) no querían que cambiara el statu quo: dejar sus santos, sus jornaleros y sus marchas a golpe de tambor; por el otro, los sindicatos obreros mayoritarios, anarquistas (CNT) y socialistas (UGT), pedían la utopía para mañana, sin esperas ni excusas.

Pero, sin duda, lo que más hirió a los reaccionarios fue la normalidad con la que el laicismo, la modernidad o las ideas revolucionarias se hicieron dueñas de las aceras, de la vida cotidiana. Sobre todo en Madrid, la capital de todas las esperanzas republicanas.

La nueva alegría intelectual bullía en los cafés de Madrid. En las tertulias del Café La Granja El Henar, Ortega y Gasset se dejaba abrillantar los zapatos hasta que quedaran inmaculados, observando de reojo a las señoras encopetadas que subían al salón de té; Valle-Inclán, Manuel Azaña, Ramón J. Sender y algún jovencito de la generación del 27 también compartían café y charla en el patio español interior, o en la concurrida terraza de verano que daba a la calle de Alcalá.

En el número siguiente, el 40, otras figuras de la intelectualidad como el poeta León Felipe, el pintor Julio Romero de Torres o el dramaturgo Jardiel Poncela esperaban fumando en el revolucionario mostrador refrigerado a que tocara la orquesta de la semana.

Charlas con música

La actriz Eloísa Muro (madre de la gran María Asquerino), junto a la tonadillera Manolita Rosales –que había hecho las Américas con gran éxito–, inauguraron una revolucionaria tertulia de mujeres, que tendría que enfrentarse a alguna mofa y burla del machismo imperante.

Junto a “las suertes” repartidas en Doña Manolita (Gran Vía, 31), el pinchadiscos del Café Zahara traía los aires neoyorquinos al Madrid de entreguerras con su equipo de treinta altavoces de bocina y un moderno reproductor eléctrico de discos gramofónicos, que repartían un impresionante hilo musical por los diferentes salones.

Incluso el Zahara consiguió atraer a los futboleros retransmitiendo en directo la Liga. Los sábados se daban conciertos de bandas internacionales que acallaban las charlas genuinas de artistas y, por si acaso, siempre se guardaba un micrófono que se enganchaba al equipo para dar conferencias.

Madrileñas y madrileños acuden a beber el agua de la fuente milagrosa de la Ermita de San IsidroEFE

En 1930, Madrid contaba con casi un millón de habitantes (952.832 censados), población que se había duplicado desde principios de siglo debido a la inmigración procedente del campo; además de otros doscientos mil habitantes en los pueblos independientes al cinturón metropolitano, como Tetuán, Chamartín, los dos Carabancheles o Vicálvaro.

El 39% eran jóvenes de menos de 35 años que buscaban un futuro mejor, la mayoría obreros sin cualificar que terminaban en la zona de chabolas o casitas bajas de las afueras de la capital: Hortaleza, Prosperidad, Vallecas, Usera, Villaverde…; o en los núcleos proletarios del interior, focos de la lucha sindical en la zona de Cuatro Caminos o en las cercanías de Atocha y Lavapiés.

Nuevas infraestructuras y menos desempleo

El Plan Prieto –creado por Indalecio Prieto, ministro de Obras Públicas– atrajo a muchos trabajadores, pues se pretendía hacer de Madrid una capital europea y moderna con la prolongación de la Castellana, los Nuevos Ministerios o la red de carreteras para unir los pueblos del cinturón de Madrid. De paso, Azaña y Prieto se apuntaban la medalla de acabar con el desempleo que azotaba la capital.

Hablar de la vida cotidiana del Madrid republicano es hablar también, aparte de los cafés de postín, del obrerismo, ferviente y en movimiento, que se había escorado hacia el socialismo y el anarcosindicalismo en detrimento del comunismo ruso.

José Prat escribió en Tierra y Libertad: “En Rusia hay una autoridad que manda y por lo tanto suprime la libertad individual, una burocracia que fusila al que no obedece, un capitalismo de Estado que militariza el trabajo (…)”

El Madrid de los ateneos libertarios, que habían comenzado a extenderse a finales del XIX auspiciados por partidos y sindicatos de izquierdas, hervía de trabajadores ávidos de cultura, esa instrucción que se les había negado en la juventud y que ahora pretendían devorar.

Así, aprendían a juntar letras con los textos de Bakunin, Marx, Tolstói o el Rojo y Negro de Stendhal. Era un Madrid lleno de textos raídos que corrían de mano en mano, de tasca en tasca, de barrio en barrio. El uso de las bibliotecas obreras se hizo mayoritario y el intercambio de libros, ideas, canciones y poemas llegó a las clases populares.

Instante festivo en el Cabaré Nido del Arte en junio de 1936, un mes antes del golpe de Estado del general FrancoGetty Images

Se multiplicaron las imprentas y pequeñas editoriales en toda España, como la de Federico Urales (conocido también como Juan Montseny, padre de Federica), con infinidad de panfletos y revistas. Los obreros formaron sus propias tertulias, alejadas de lo que ellos consideraban el mundo burgués y estatal; también representaron su propio teatro, rodaron su propio cine y sus propios documentales.

Se podría definir a los ateneos como la contracultura alternativa de la época, la contestataria. Un paseo no costaba dinero y, para la maltrecha economía de la clase trabajadora, los cafés eran un lujo de domingos. Eso debían pensar los soldados de permiso cuando se arremolinaban a cortejar a las niñeras en sus paseos por el Retiro, todas de uniforme.

Aparte de Acción Católica o Juventud Católica, en Madrid se creó el Centro de Cultura Superior Femenina, para formar en “la misión familiar” y evitar la contaminación de ideas revolucionarias. También surgieron escuelas nocturnas dependientes de Acción Nacional para enseñar a las empleadas de las familias ricas, y a alguna obrera despistada, religión y buenas costumbres y evitar así la tan odiada “masculinización”.

La hora de las mujeres

Por supuesto, la pobreza e incultura en la capital era elevada, igual que en toda España (en un censo de 1930 se habla de un analfabetismo del 24,8% en hombres y del 39,4% en mujeres), sobre todo entre la clase trabajadora.

Por eso, la República puso en marcha miles de escuelas por todo el país, sin distinción de sexo, que luego fueron foco del odio franquista. En Madrid había que escolarizar a 45.783 niños de entre 3 y 14 años, casi el mismo número que el de niños escolarizados.

En realidad, si tenemos en cuenta la no obligatoriedad de la escuela después de los 12 años, el número se reduciría a 10.572; en todo caso, un desastre social. La República se dio toda la prisa que pudo en crear escuelas y formar a profesores y profesoras.

También instauró el seguro de maternidad, pero los sindicatos obreros y sus ramas femeninas se negaron a pagarlo para no recortar aún más los bajísimos salarios. Las mujeres seguían dando a luz en sus casas, con matronas no demasiado cuidadosas, y no en el hospital con médicos titulados.

Clase en el aula de una escuela madrileña en 1932EFE

También comenzó la lucha legal para prohibir la prostitución y sus consecuencias de esclavitud y salud pública. Casi todos los antimonárquicos situaban a la Iglesia como corresponsable del atraso secular del país y atacaron uno de sus bastiones: el matrimonio.

Incluso decidieron, el 24 de enero de 1932, acabar con la Compañía de Jesús y nacionalizar sus bienes. Lo mismo se hizo con todas aquellas órdenes que obedecieran a una autoridad diferente al Estado, respetando, eso sí, los tres votos canónicos.

El laicismo se convirtió así en símbolo de progreso para media España y en el mayor atropello moral para la otra. El amor debía ser el único contrato matrimonial y la nueva Ley de divorcio quedó aprobada con celeridad. Recordemos que en Francia, por ejemplo, Alfred Naquet, que también defendía el laicismo estatal y el amor libre, tuvo que luchar por la Ley de divorcio en tres legislaturas diferentes hasta que consiguió que se admitiera en la cuarta (en 1884), aunque fuera definitivamente aprobada unos años después.

¡Viva el amor libre!

La separación de cuerpos en la cama que había promovido la Iglesia, para dejar sin valor carnal a las parejas rotas que debían soportar con paciencia la unión ante Dios hasta al final de los días, parecía un absurdo y los republicanos querían la plena libertad.

Por contra, el entonces diputado católico donostiarra por el PNV, Jesús María Leizaola (que luego lucharía contra la política franquista como lehendakari en el exilio durante décadas), defendía a la Iglesia: “Las exigencias de la sociedad son exactamente las mismas que las exigencias de nuestra fe católica”.

No todos eran buenos y no todos eran malos y, más allá de los enroques del poder eclesial, que pronto se apresuraría a colocar bajo palio al invicto Generalísimo, había muchos cristianos de base que creían también en la República. Difícil enmarcar las declaraciones del Episcopado en diciembre de 1931: “La Iglesia no cesará de reivindicar (…) la supresión del divorcio, segura de que labora eficazmente por la salud misma de la República, librándola de la depravación de las costumbres públicas, impidiendo la inmerecida humillación de la mujer, víctima y expósita segura de tales viciosas emancipaciones, enfrentando el culto a la carne a que conduce la práctica fácil y el deseo mórbido del divorcio (…)”.

Sin duda, dos posturas irreconciliables. Por si fuera poco, los sindicatos obreros, que cada año republicano aumentan su número de afiliados en decenas de miles, deciden casar a su manera en celebraciones por todo Madrid, en parques y ateneos.

Viene el denominado “amor libre”, que no es que cada uno mantenga relaciones sexuales por doquier (como luego se mofaría Queipo de Llano en sus discursos que alentaban a la masiva violación de las “rojas”), sino todo lo contrario.

En una fotografía de 1932, la colonia Buenavista del barrio de ProsperidadEFE

El amor libre seguiría enmarcado en la monogamia más estricta, pero dictado ante la única jerarquía de los dos cónyuges. Libre, porque no necesitaba autoridad superior que lo legitimara (Iglesia o Estado), y libre porque el matrimonio, establecido de palabra y casi siempre ante testigos afines, se podía romper si uno de los dos ya no quería mantener el contrato.

Ser “gato” era una manera de vivir, también en el lenguaje: un buen chulapo dormía en el catre o la piltra, pegaba chupadas al cigarrillo, trataba de macho a todo el mundo o se agarraba una violina en el bar. El acervo del Madrid que retrató Pío Baroja, eterno paseante de sus calles, seguía creciendo y esa manera tan cortada y chula de hablar, que parecía un chotis, se extendió en los barrios obreros.

Toros, boxeo y goles

Así, la sociedad capitalina seguía aumentando su Santa Bárbara sin darse cuenta de que la mecha ya estaba encendida entre las señoras bien vestidas del barrio de Salamanca, los diputados del Gobierno, los obreros con sus extrañas y nuevas costumbres y los intelectuales, que ni eran de la clase trabajadora ni de la pudiente.

Quizá sí hubiera algo, en esa frustrante alegría pasajera de la República, que hacía unirse a todos: los toros, el boxeo y los goles. La edad de oro del boxeo español llegó de la mano del gallego Segundo Martos, del campeón de Europa José Gironés, del tigre valenciano Martínez de Alfara y, sobre todo, del gran Paulino Uzcudun.

El “toro de Régil”, como se le conocía en los corrillos, fue tres veces campeón de Europa de los pesos pesados y llegó a enfrentarse en 1935 con Joe Louis (el único K.O. de su carrera y su último combate profesional).

Sus proezas eran seguidas por radio y prensa escrita y se convirtió en un icono del independentismo vasco que tuvieron que desmontar al estallar la guerra, cuando Uzcudun se convirtió en ferviente franquista (hay quien afirma que dirigió pelotones de fusilamiento).

El afamado torero Domingo Ortega en Las Ventas, en 1935EFE

Los toros eran la distracción nacional, aunque muchos no pudieran pagarse la entrada. Algunos sectores anarquistas los tacharon de brutalidad burguesa y los atacaron desde sus publicaciones, pero lo cierto es que nunca perdieron fuelle y, semana tras semana, se convertían en el tema de conversación desde las fábricas al Congreso de los Diputados.

Junto a los que venían buscando trabajo en la construcción o en las fábricas llegaron también los maletillas, que esperaban la fama de Las Ventas durmiendo hacinados en pensiones baratas (o en los parques), pasando el día cerca de la plaza para ser “descubiertos” o saltar de espontáneos en alguna corrida del Niño de la Palma, Antonio Márquez, “el Belmonte rubio”, o el mejicano Fermín Espinosa, “Armillita Chico”.

Lacerante es el Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca, que debió de ser a las cinco de la tarde y que rompió el corazón del poeta de Fuente Vaqueros.

Quizá el más grande de aquella época fue Domingo Ortega, el torero instruido que en los 40 escribiría El arte del toreo, que recogía las técnicas de la tauromaquia clásica que, según su criterio, no se debían perder. Como lo definió el periodista Gregorio Corrochano: “Un torero de hoy, con una herencia de ayer”.

El Real Madrid disputó sus encuentros en el Hipódromo de la Castellana hasta 1912, cuando comenzaron las obras del estadio de O’Donnell. En el 34, el ministro Prieto trasladó definitivamente el Hipódromo a La Zarzuela y allí siguieron las carreras de caballos con gran afluencia de público, que utilizaba los palcos para cerrar negocios o apostar.

La pelota vasca dejaba su paso a la liga de balompié, que se convirtió en el deporte rey. El Madrid C.F. perdió su “realeza” y se republicanizó. El Atlético de Madrid intentó que el nuevo gobierno le diera suerte para subir de nuevo a Primera y debió jugar los domingos en Vallecas, por los chanchullos con las carreras de galgos organizadas por los dueños de su estadio, el Metropolitano.

Mientras, el Rayo disputaba el campeonato de la Federación Obrera de Fútbol. Cinco años parecen no dar mucho de sí, pero la vida en Madrid vivió uno de los mayores cambios de su Historia reciente; quién sabe si quizá preparándose para la larga noche de la Guerra Civil.

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