Malévich, Kandinsky, Mayakovski, Tatlin, Lisitski, Ródchenko, Eisenstein… Tras la estela de la Revolución rusa, estos y otros muchos nombres protagonizaron un cambio en la relación entre las vanguardias políticas y las artísticas. Aunque coexistieron con el resto de vanguardias europeas, a diferencia de éstas, las rusas se desarrollaron en un contexto nuevo de emancipación social.
Muchos artistas que se habían identificado con el futurismo, el dadaísmo, el cubismo o el expresionismo quisieron distanciarse del vetusto y envarado canon de la academia y abrazar el arte como una liberación en el seno de la Revolución.
Influenciados por un acontecimiento sin precedentes, aparte de pioneros en sus respectivos campos, se convirtieron en actores principales de una sociedad en construcción, en artífices del origen de un “arte nuevo para un hombre nuevo” en un contexto que veía superada la Rusia zarista.
Al principio, casi todos colaboraron en la propaganda revolucionaria, intentando explicar a través de sus creaciones las necesidades de la Revolución a una población en su mayor parte analfabeta.
En su afán por expandir sus mensajes, trataron de crear una cultura universal que todos entendieran y que incluyese consignas revolucionarias para difundir las bondades del nuevo sistema.
Amantes del cambio y arropados por el espíritu de rebelión, inventaron poderosísimos espacios y formas y lanzaron potentes mensajes, alejados de la academia e inmersos en la cultura popular.
Fue precisamente el arte popular lo que creó divergencias entre ellos. Algunos, como Marc Chagall, querían usarlo y reinventarlo, respetando formas tradicionales como el grabado o el icono; otros, como Aleksandr Ródchenko, preferían olvidarlo, partir de cero y crear un arte libre basado en la ciencia, la tecnología, la industria…
Para Ródchenko, el artista debía “aprender a utilizar los medios modernos de producción y poner su creatividad y energía al servicio del proletariado”. El objetivo último era que el arte interviniera en la sociedad.
Por eso suprematistas, futuristas o constructivistas lo extendieron a la arquitectura y a la producción de objetos cotidianos. Y diseñaron afiches, portadas de revistas, obras cinematográficas, fotografías, libros, textiles… Rechazaron el arte conservador propio de la burguesía y abrazaron el arte colectivo. Se veían como intermediarios entre la Revolución y la vida.
Pese a los obstáculos que se le presentaban a dicha misión –la enorme extensión de la URSS, sus también enormes diferencias geográficas y culturales, la dura realidad de un país acuciado por el hambre y rodeado de ejércitos imperialistas–, se esforzaron por llevarla a cabo. Y en el debate sobre el mejor modo de hacerlo participaron, aparte de artistas, también políticos, incluidos Lenin y Trostki. Aun así, durante los primeros años, el Estado no les impuso su criterio, dejándoles experimentar libremente.
Malévich y el suprematismo
En 1915, Kazimir Malévich pintó Cuadrado negro sobre fondo blanco, fundando así el suprematismo, que llevaba el arte figurativo a la abstracción y la libertad totales, a lo “supremo”. Para crítica y público, era incomprensible, pero su autor pretendía deshacerse de la figuración y expresar la misma esencia de las cosas.
Si los impresionistas fueron pioneros en intentar no representar la realidad, sino su “impresión” de ella, los expresionistas expresaron lo interior y los cubistas disolvieron el objeto, Malévich rompió definitivamente con el arte convencional a través de la abstracción geométrica.
Llevó el minimalismo estético al extremo, dando al arte un giro copernicano que abría las puertas a la abstracción, la importancia de la forma y la victoria del sentimiento. Con aquella obra, Malévich obvió el arte tradicional y apostó por el sentimiento puro, mató los viejos conceptos y cambió para siempre la Historia del arte del siglo XX.
Y aunque tras algunos años de realizar este tipo de obras rompedoras volvió al arte figurativo, protagonizado por trabajadores y campesinos anónimos, sus cuerpos recordaban todavía los principios suprematistas que había instaurado su autor.
En el año en que Malévich pintó Cuadrado negro sobre fondo blanco, 1915, el arte ruso alcanzaba su apogeo, y suprematismo y constructivismo, las dos corrientes principales nacidas en Rusia, intentaban romper con el realismo del XIX; eso sí, desde distintas perspectivas.
De hecho, fue Malévich quien acuñó la denominación de constructivismo, pero no como un reconocimiento, sino como una crítica; crítica que le llevó a polemizar con el máximo representante de dicha corriente, su amigo Vladímir Tatlin. Influenciado por el cubismo, el futurismo y el suprematismo, y fascinado con la innovación técnica, Tatlin ansiaba fusionar arte y vida captando la esencia de la modernidad a través de la estética de las máquinas. Y, para ello, experimentaba con las formas cubistas usando materiales industriales como el hormigón, el vidrio y el metal.
Tatlin y otras figuras del constructivismo
A diferencia de los artistas preocupados por la forma y la abstracción, los constructivistas preferían experimentar con la totalidad. Querían crear un arte distinto, pensado para el futuro, para obreros y campesinos; no para burgueses. Por eso, los materiales estrella fueron los industriales: hierro y madera para las esculturas. Y los carteles fueron la base del nuevo arte visual.
Con ellos se eliminó el concepto elitista de “obra única”, pues mediante las modernas técnicas gráficas podían producirse en masa y trasladarse a largas distancias, pudiendo ser vistos así por una enorme cantidad de personas.
Muchas de las principales figuras del constructivismo estaban en general de acuerdo con las ideas suprematistas, pero experimentaron cada vez más con diseños en tres dimensiones, convencidas de que había llegado el final de una era y de que, por lo tanto, “la pintura había muerto”. Cerraban la puerta a la representación y la abrían a la construcción.
Las ideas constructivistas se vieron plasmadas en una exposición, 5 x 5=25, en la que por primera vez ocuparon un lugar destacado las amazonas de la vanguardia, Aleksandra Ekster, Liubov Popova y Natalia Goncharova, junto con Aleksandr Vesnin y Ródchenko.
Este último trabajó para fusionar arte y vida cotidiana, planteando la “proletarización del material”, y junto al escritor Vladímir Mayakovski diseñó envases de productos cotidianos con arte y poesía. Como dejó claro Mayakovski, no necesitaban “un mausoleo de arte” sino “un arte vivamente humano, en las calles, en el tranvía, en las fábricas, en los talleres y en las casas de los trabajadores”.
Otro de los fundadores del movimiento, El Lisitski, produjo los Prouns, Proyectos para la Afirmación de lo Nuevo. Obsesionado por integrar pintura y arquitectura, realizó composiciones geométricas con efectos espaciales y arquitectónicos en los que se cargaba todas las leyes tradicionales de la perspectiva. Gustav Klutsis, por su parte, creó obras de agitprop (propaganda de agitación) combinando emisiones de radio, proyecciones cinematográficas y cartelismo.
Una torre que no llegó a ser
Pero la obra más emblemática del constructivismo fue el diseño de Tatlin para el Monumento a la Tercera Internacional. La torre en cuestión había de ser un espacio de conferencias, un centro funcional y de propaganda. Su estructura de acero en espiral alcanzaría los 390 metros de altura, lo que la convertía en la más alta del mundo y por tanto, según los paradigmas constructivistas, en más bella que la Torre Eiffel.
Constaba de tres unidades de vidrio, un cubo, un cilindro y un cono, que acogían varios espacios para reuniones que girarían una vez al año, mes y día respectivamente. Aquel debía ser el paradigma de la sociedad socialista y fue durante largo tiempo un ejemplo para muchos artistas.
Aunque aquella compleja torre no llegó a construirse, la exhibición pública de un modelo de madera en 1920 se considera el momento del nacimiento for mal del constructivismo. Y es que los sueños de los constructivistas, como los de todos los artistas rusos de vanguardia, al contrario que los de los países capitalistas más avanzados, chocaban de frente con los escasos recursos materiales disponibles.
Durante los primeros años, muchos artistas se pusieron del lado de la Revolución, ocupando destacados cargos oficiales en museos y academias de arte. El nuevo gobierno creó un Departamento de Bellas Artes que debía controlar los asuntos artísticos.
Entre sus miembros estuvieron Malévich, Kandinsky, Tatlin y Ródchenko. Esa nueva unión entre arte y Estado dejaba en segundo plano a los suprematistas, que no creían que el artista hubiera de estar al servicio de una organización social y política. Frente a ellos, los constructivistas defendían la abolición del arte por el arte (léase burgués).
Y con tal fin promovían la publicidad, la arquitectura y la revolución industrial. Tatlin fue el pionero de lo que hoy llamamos diseño gráfico e industrial. El interés por los adelantos tecnológicos se relacionaba con la incipiente industrialización; no podía imaginarse el socialismo sin la técnica, y la máquina adquirió la categoría de mito.
El arte y la política
La Revolución cambió las ideas y los contenidos del arte, su forma y sus métodos, y sobre todo la audiencia a la que se dirigía. Para no servir únicamente a la élite, el artista debía convertirse en agitador y propagandista, participando activamente en el plan de Lenin: unir las Bellas Artes con el arte popular con objetivos educativos.
Hasta 1920, el arte fue usado como arma de la Revolución para destruir a los zares. Conseguido eso, se transformó en un medio de propaganda. Frente a los que creían que no debía supeditarse a las necesidades utilitarias, estaban los convencidos de su carácter revolucionario, que ensalzaban consignas como “Abajo el arte” o “Viva la técnica”.
En 1921, tras la guerra civil entre bolcheviques y opositores al régimen, arrancó una nueva política económica que pretendía incluir al artista en el proceso de producción, y las artes empezaron a enseñarse bajo la dirección del Instituto de Cultura Artística.
Desde allí se pusieron en práctica las ideas constructivistas a través de los talleres superiores de arte y técnica. Los alumnos debían rechazar lo superfluo y lo decorativo y defender lo funcional, y se diseñaron innovadores modelos de mobiliario, vajilla, ropa…
Fue en las artes relacionadas con el diseño de objetos donde el comunismo trazó una separación más profunda entre lo antiguo y lo nuevo. Debían ser simples y funcionales, como los muebles plegables para espacios reducidos. Uno de los primeros intentos de consolidar el constructivismo fue el manifiesto Constructivism (1922), de Aleksei Gan.
Escribió que los tres principios del movimiento eran la arquitectura, que representaba la ideología comunista con la forma visual; la textura, que representaba la naturaleza de los materiales y cómo se usaban en la producción industrial, y la construcción, que simbolizaba el proceso creativo y la búsqueda de leyes de organización visual.
Cine, teatro, música y danza no quedaron ajenos a la influencia de la Revolución. Convencido de que el cine era la síntesis de todas las artes y de que con él podía manipular las emociones del público, Serguéi M. Eisenstein desarrolló el “montaje ideológico”: yuxtaposición de dos o más imágenes para crear en la mente del espectador un significado más profundo.
En El acorazado Potemkin, donde plasmó el motín de 1905 contra la armada zarista, usó la imagen de un león de piedra dormido que se levanta para representar al pueblo alzado y la de un marinero que rompe un plato con el lema “El pan nuestro de cada día…” para simbolizar la ruptura con la religión. Los pilares de su obra fueron la defensa de la protesta social, la simbología y el laborioso trabajo de montaje.
Además de cineasta, Eisenstein ejerció de periodista, escritor, pedagogo, director teatral… Apasionado agitador cultural, desplegó una polifacética labor artística, convirtiéndose en uno de los grandes focos de la revolución cultural del bolchevismo; al menos en sus primeros tiempos, pues aquella transgresión no sería bien vista en la época de Stalin.
Revolución sobre el escenario
Tampoco serían del gusto de Stalin las obras del compositor Dmitri Shostakóvich. Una columna en Pravda, el diario oficial, condenaba su música tildándola de “mero ruido”. Su oposición al régimen le hizo estar continuamente vigilado y amenazado. Pasaba noches y noches en vela junto a la puerta, con una maleta preparada.
Para sobrevivir, distinguió entre los géneros mayores –sinfonías, conciertos y oratorios–, cuyas audiciones eran controladas por las autoridades, y los géneros menores –canciones, música instrumental y de cámara–, en los que podía permitirse un poco más de libertad.
También el teatro ruso tendría quien lo apartara de la tradición. En 1898, Vladímir I. Nemiróvich- Danchenko y Konstantin Stanislavski crearon el Teatro de Arte de Moscú; querían aparcar las convenciones y la artificialidad y estudiar el mundo interior de los personajes.
En su tarea tuvieron gran influencia los nuevos dramaturgos realistas rusos, sobre todo Anton Chéjov, cuya obra según Stanislavski se basa en “lo que no se transmite con las palabras, en lo que está oculto detrás, en las pausas, en las miradas de los actores, en la irradiación de los sentimientos interiores”.
En 1922, el Teatro de Arte se dividió en dos: una parte quedó en Moscú con Nemiróvich-Danchenko y la otra hizo gira por Europa y Estados Unidos con Stanislavski, que expandió un método que se haría más tarde muy famoso en Hollywood.
En última instancia, la probablemente más efímera de las artes se convirtió en la más sofisticada gracias al empeño de Serguéi Diáguilev y a sus Ballets Rusos, sin ninguna duda la compañía de danza más influyente de la primera mitad del siglo XX. Por primera vez, un empresario se encargaba de agrupar a los mejores artistas de todos los ámbitos: pintores como Picasso, músicos como Stravinski, bailarines como Nijinsky o diseñadores como Coco Chanel o Yves Saint-Laurent, entre otros muchos, unieron su genialidad para ofrecer unos espectáculos sorprendentes que revolucionaron por completo las artes escénicas. Con dicha fusión logró crear el “espectáculo total” y tendió un puente entre Rusia y Occidente.
Vuelta a la dura realidad
Tras la muerte de Lenin en 1924, la producción artística se empleó para exaltar a la burocracia soviética, cada vez más voluminosa y que no dudaba en dejar fuera de juego a cuantos no acataran el dogma.
Los académicos empezaron a huir a Occidente y los artistas colectivizaron sus ideas y aceptaron ponerse al frente de las nuevas instituciones culturales. Poco a poco fue volviéndose a la tradición y el constructivismo terminó siendo desplazado por el “realismo socialista”.
A medida que crecía el poder de Stalin se paralizaba la innovación, sobre todo tras 1932, cuando con un decreto del Comité Central del Partido Bolchevique se reestructuró todo el arte bajo la dirección del Partido.
Artistas como Malévich, que permanecieron en la Unión Soviética, terminaron sumidos en la pobreza y el anonimato. Muchos pagaron la fidelidad a su vocación con la vida y la cárcel; incluso fueron enviados a campos de concentración en Siberia. Otros, como Chagall, emigraron y siguieron creando en Occidente. Sólo “triunfaron” los que abrazaron el realismo socialista y se dedicaron a pintar alabanzas a los líderes del Partido.