Santità, io l’avvisai: io non son pittore, son scultore! Con semejante reproche, disfrazado de humildad, se justificaba Miguel Ángel, ante un impasible y severo Julio II, (más parecido a lo que entendemos hoy por un capitán general de los ejércitos que a un papa de la Iglesia). Unas manchas de sales y moho habían aflorado en la superficie del techo, tan solo unos pocos meses después de empezar el trabajo de affresco, probablemente por algún fallo en el proceso. No era, en ningún caso, una renuncia: Miguel Ángel estaba simplemente deseoso de retomar el proyecto escultórico de la tumba del pontífice, que, en cumplimiento de las órdenes papales, había debido abandonar en 1506, para pasar a centrarse por completo en la pintura de la bóveda de la Capilla Sixtina.
Ambicionando nuevos retos, había aceptado el encargo con cierto recelo, aunque no de tan mala gana como se ha esgrimido, viendo en ello una oportunidad de medrar. Aquellas palabras eran, sin embargo, más una proyección de los gustos del artista que una afirmación categórica. De acuerdo con Ascanio Convidi (1524-1574) y con Giorgio Vasari (1511-1574), principales biógrafos de Buonarroti, la genialidad de Miguel Ángel (apodado «el Divino») estaba por encima de toda disciplina artística, algo que el aretino sobradamente demostró. Pero, ciertamente, la del fresco no era una técnica que el artista dominase por aquellos días, por más que la hubiese practicado alguna vez durante su etapa formativa en el taller de Ghirlandaio (alrededor de 1488-1489), y por más que hubiese sido testigo directo de su ejecución en abundantes ocasiones (entre ellas en la Capella Tornabuoni de la Basílica de Santa Maria Novella de Florencia).
La falta de dominio total sobre la técnica le produjo una cierta frustración y ralentizó su trabajo, como él mismo contaba en una misiva a su padre. No obstante, aquel incidente con el intonaco (capa de mortero de cal sobre la que se pinta) no detuvo a un Miguel Ángel que, tras la rabieta por la cancelación del encargo de la tumba papal, no podía consentirse mayores enfrentamientos con el pontífice, y, amigo de cuidar su reputación, tampoco se hubiera permitido abandonar el proyecto y convertirse en objeto de mofas y burlas por parte de sus numerosos rivales. Así que, siguiendo los consejos del arquitecto Antonio da Sangallo (1484-1546), retiró el mortero, saneó la bóveda y volvió a comenzar desde el principio, con nuevas proporciones de arena, puzolana y cal, que permitían un secado más lento del intonaco. Pese a la modestia de su comentario, Miguel Ángel era tan pintor como escultor.
Cuando se alude a la faceta pictórica de Buonarroti, parece que casi se habla exclusivamente de sus intervenciones en la Capilla Sixtina, lo que supone una visión sesgada y falsa de su producción. La causa radica en el escaso número de pinturas de él conservadas, más allá de las referencias murales.
Aunque siempre prefirió la escultura, para Miguel Ángel, escultura y pintura eran dos campos muy diferenciados en lo técnico, pero dos formas de plasmar una misma cosa: la incidencia de la luz sobre las superficies. No se trata de una vana preocupación estética ni plástica. Para él esa incidencia lumínica afecta a todo: la luz revela, concreta los volúmenes y pone en evidencia la corporeidad de las masas en el espacio, a través de una ficción bidimensional —en el caso de la pintura— o a través de una imitación tridimensional, —en el de la escultura —. En sus dibujos y pinturas «peina» las superficies con el pincel o con los lápices, como si estuviese cincelando surcos paralelos con la gradina (cincel dentado). Genera con ello un efecto esfumado que sugiere cada protuberancia, cada alteración del plano, cada irregularidad; todo ello insinuado mediante un característico claroscuro, casi evanescente. En la escultura, en cambio, «pinta» con los cinceles, bujardas y gradinas; acaricia el bloque con sus herramientas y juega con las texturas marmóreas, en las que riela esa luz que revela y acentúa volúmenes, masas, y contornos; la misma luz que acaba por delatar la propia existencia del objeto en el espacio.
Miguel Ángel pittore: ut piedra, pictura
El percorso formativo del joven Buonarroti en el taller de Domenico Ghirlandaio (1448- 1494) forjó, a buen seguro, la personalidad artística de un adolescente ávido de aprender. El 1 de abril de 1488, su padre formalizó para él un contrato de enseñanza con los hermanos Domenico y Davide, por un tiempo de tres años. Bajo su tutela Miguel Ángel cumpliría poco más de uno. Ahora bien, aquel aprendizaje iba enfocado a las técnicas de dibujo y pintura, pero atendiendo a ciertos fundamentos escultóricos, como acostumbraba Ghirlandaio, formado en orfebrería. Por aquel entonces (1487-1488), el de los Ghirlandaio era uno de los obradores más importantes de la ciudad, como atestigua la relevancia de los encargos que recibió, entre los que destaca la antedicha Capella Tornabuoni de la basílica Santa Maria Novella.
Las capacidades artísticas de Ghirlandaio superaban las de la mayoría de sus precursores y contemporáneos, por lo que, junto con autores de la talla de Giotto, Masaccio, Filippo Lippi o Botticelli, se le considera entre los más aventajados artistas del Renacimiento italiano y uno de los responsables máximos de la renovación pictórica florentina del último tercio del siglo XV. Fue Ghirlandaio un auténtico maestro de la representación volumétrica en la pintura, aptitud que se ha relacionado con su formación como orfebre. Para ello adquirió un notable dominio del claroscuro, buscando sombreados realistas que, a través de sutiles modulaciones lumínicas y cuidadas transiciones cromáticas, pudieran atender a la volumetría con mímesis natural.
En la bottega de los Ghirlandaio se ejecutaban exclusivamente dos técnicas: el buon affresco (con escasos añadidos a secco) —lo que, como veremos, se convertiría en una obsesión para Miguel Ángel—, y la témpera (de huevo y cola, fundamentalmente). Tales datos no son para nada baladíes, puesto que, pese al breve tiempo que Buonarrotti pasaría en el taller de estos artistas, su interés por la representación del volumen en la pintura y su percepción de los procedimientos quedarían absolutamente condicionados por las enseñanzas de su maestro. Conviene recordar que precisamente hacia 1490 el óleo comenzaba a erigirse como técnica mayoritaria, y ya a inicios de la siguiente centuria había desplazado casi por completo a la témpera, técnica a la que ni los Ghirlandaio ni el propio Buonarroti se mostraron nunca adeptos.
Una de las primeras pinturas del aretino, mencionada por Vasari y Condivi, es una tablita de pequeñas dimensiones con el Tormento de San Antonio, basada en una estampa del grabador alemán Martin Schongauer, que representaba al santo en una suerte de éxtasis, rodeado de demonios que lo vapuleaban y zarandeaban en el aire. En la actualidad, y pese a que existe un controvertido debate abierto, buena parte de los estudiosos han reconocido como autógrafa una pintura con este tema conservada en el Kimbell Art Museum de Texas y ejecutada con témpera. La obra muestra, ciertamente, fuertes débitos ghirlandaiescos en las anatomías, en las manos, en los pliegues de las ropas, así como en ciertos detalles del paisaje. Se observa, por otra parte, la presencia de estilemas miguelangelescos, como la cara del santo, que recuerda la de José de Arimatea del Santo Entierro, o la del San José del Tondo Doni.
Mucho más interesantes para el estudio de su técnica pictórica resultan, en cambio, dos obras conservadas en la National Gallery de Londres. Nos referimos a la llamada Madonna de Manchester (c. 1497), y al Santo Entierro (1500-1501); ambas inacabadas, suspendidas —justamente— en un estadio intermedio de creación, y que gozan del consenso atributivo de la mayoría de los especialistas. La importancia de tales piezas es inusitada porque, como sucede, por ejemplo, con la Adoración de los Magos, de Leonardo Da Vinci (ca. 1481-1482; óleo sobre tabla, Galeria degli Uffizi, Florencia), constituyen testimonios fehacientes de las prácticas artísticas seguidas por tales maestros, y porque nos descubren no solo aspectos materiales concretos, sino secuencias procedimentales completas. Tratándose de obras non finite, desvelan el orden seguido en la composición y el modo en el que se ejecutaron.
Respuestas e incógnitas
Del análisis de dichas obras puede deducirse, por ejemplo, cómo entendía la pintura Miguel Ángel. Reacio a manchar la superficie total, el artista iba solucionando la escena por partes. Y, así, hallamos que, mientras algunas aparecen ya prácticamente concluidas, otras apenas han recibido la primera capa de color o muestran todavía la capa blanca de preparación, evidenciando el dibujo trazado. Prácticamente, solo las carnaciones de las figuras de la derecha de La Virgen con el Niño pueden considerarse algo más avanzadas, mientras que las de las figuras de la izquierda no habían llegado a iniciarse. Resulta muy interesante, en ese sentido, la mancha verde que se extiende cubriendo las anatomías de los ángeles, a la izquierda. Se trata del verdaccio, una capa cromática que, desde la Alta Edad Media, se acostumbraba a dar bajo las figuras, mezclando ocres con negro, o utilizando alguna tierra verde, (muy comunes en latitudes septentrionales, y especialmente usadas con tal fin por las escuelas florentina y sienesa). Este recurso, tan propio de la pintura al temple del Quattrocento como base de los tonos carne, era también propio del fresco. Permitía un efecto algo más opaco de las carnaciones, que se aprecian como ya casi concluidas, si se comparan con los ropajes de las figuras, mucho más luminosos.
Del mismo modo, y respecto a las vestimentas, no pasa desapercibido que el manto de la Madonna es de color negro y no azul, como cabría esperar. No se trata de una mutación cromática, ni de un capricho del pintor: la razón está en la técnica y pigmento que habían de utilizarse. Sobre una base de grisalla extrema (algunos puntos del manto se ven casi blancos, mientras que otros son totalmente negros) se había de aplicar una o varias capas de azul. Los pigmentos azules de la época, la azurita (un carbonato de cobre); el smaltino (vidrio azul pulverizado, a base de cobalto) y el preciadísimo ultramarino, (obtenido de la moltura directa del lapislázuli, y reservado —por lo general— para figuras sacras, como el caso de la Virgen), tenían escaso poder cubriente y resultaban muy traslúcidos. A menudo solían disponerse sobre grisallas o estratos cromáticos subyacentes que tenían la función de intensificar las sombras, respetando la claridad de las luces. Así, además de que no se desperdiciaba el costoso pigmento azul, que quedaba en superficie, sus propiedades traslúcidas permitían tonalidades mucho más ricas e intensas que si se mezclaba con negro y blanco.
Algo similar acontece con las partes rojas, que en un tornasolado irreal, presentan transiciones que van del blanco puro al rojo intenso. Sobre ellas faltaría aplicar una veladura de laca carmín (un costoso colorante de origen orgánico, tan intenso como transparente), que permitía la consecución de rojos muy puros, perfectos para emular tejidos de raso y sedas coloradas. Tampoco están acabados el cielo, que queda falto de veladuras de azules; ni el paisaje en el que se desenvuelve la escena. Frente al enorme volumen de respuestas que da una pintura inconclusa, surge una gran incógnita para la que por el momento no hay explicación conocida: el porqué de su estado de inconclusión.
Algo más completa que la anterior se encuentra la tabla del Santo Entierro, de la que tampoco se tiene certeza sobre el motivo de su interrupción. Elaborada ya durante el año 1500, se advierte en ella una evolución hacia formas mucho más quinientistas, con una composición más compleja y articulada, menos hierática y más alejada de los patrones del Quattrocento florentino, imperantes en el ejemplo anterior. Los recursos técnicos que se evidencian son idénticos a los del caso mencionado: verdaccio bajo las carnaciones y grisallas constructivas en diversos puntos. Probablemente, algunas de las vestiduras deberían haberse acabado con una veladura generalizada, que matizase su color. Observamos, no obstante, cómo comparecen de nuevo partes casi concluidas —como la túnica de cinabrio de San Juan— con zonas que aún aguardaban a recibir las primeras pinceladas.
En este caso se advierte aún más la formación del artista como escultor y su interés por la luz, algo que se aprecia en el tratamiento de cada volumen, de manera individualizada y atendiendo a las diferentes irregularidades. Cada protuberancia, cada turgencia de los cuerpos —músculos, tendones, huesos— y cada una de sus inserciones anatómicas quedan profusamente descritas, con primorosa atención científica. También los drapeados y pliegues de los ropajes responden a una reflexiva observación, y bajo los tejidos se llegan a adivinar las anatomías. La obra se encuentra muy cercana a la primera producción pictórica de la Capilla Sixtina, especialmente en el modo de gestionar la luz y la sombra.
Pero la pintura mueble más conocida de Miguel Ángel es, sin duda alguna, La Sagrada Familia (más conocida como Tondo Doni), datada, hacia 1506 o 1507. Se trata de la única totalmente acabada que ha sobrevivido, y para la que existe un consenso absoluto sobre su atribución. El tondo (pintura redonda) fue encargado por Agnolo Doni y Maddalena Strozzi, una poderosa familia florentina (la misma que se hizo retratar por Rafael Sanzio por aquellos mismos años). El uso del color es muy similar a la concepción cromática de la Capilla Sixtina: tonos luminosos yuxtapuestos, que reverberan una luz que parece emanar la propia pintura. El tratamiento de los personajes es rotundo y altamente escultórico. Los drapeados están modelados de manera nítida y elocuente, atendiendo a cada recodo, a cada pliegue. La piel de las figuras se muestra tan suave y firme, que diríase mármol tallado de su propia mano.
El modo en el que está pintada, en fin, puede relacionarse con la manera en la que ejecutó los frescos, substituyendo el blanco di San Giovanni (carbonato cálcico), por albayalde (carbonato de plomo) y dejando aflorar la luminosidad de la capa de preparación de yeso, del mismo modo que, a menudo, sobre el fresco parece respirar la claridad del intonaco. En las carnaciones utilizó amarillo de plomo-estaño, bermellón y albayalde, en algunas zonas sobre el verdaccio. Pintó la túnica de la Virgen usando simplemente laca-carmín; el manto azul, con lapislázuli mezclado con albayalde. El verde del raso interior, con verdigrís de cobre templado con azafrán, siguiendo el precepto que Leonardo Da Vinci indicaba en su tratado de pintura. En el manto amarillo de San José, como cabría esperar, no usó ocre (color tierra que consideraba poco noble e inapropiado para tal fin), sino una mezcla de laca con azafrán, sobre una base de amarillo de plomo-estaño, tal y como han demostrado recientes analíticas. La túnica púrpura de San José se elaboró con una capa de lapislázuli sobre otra de azurita, a su vez sobre un óxido de hierro rojo.
Era esta una secuencia metodológica típica de las pinturas murales italianas. Esa misma estratigrafía, por ejemplo, se da en las pinturas de Paolo da San Leocadio y Francesco Pagano en la Catedral de Valencia, ya en 1472 y era, en fin, la misma con la que a buen seguro estaba ejecutado el cielo azul que ornaba la bóveda estrellada que el papa Sixto IV encargara en 1480 a Piermatteo d’Amelia (pintor umbro formado con los Lippi), y sobre la que acabaría disponiendo sus míticos frescos Miguel Ángel. Una pintura, en fin, altamente acabada, con escasas concesiones a la insinuación, y en la que en cada centímetro cuadrado se destila una búsqueda de definición sin precedentes; un ensayo final de lo que estaba por acontecer en la Capilla Sixtina.
Hay otras obras sobre tabla cuya autoría es más discutida, por lo que no las hemos incluido, aunque se saben contemporáneas del aretino. Buenos ejemplos son: la Pietà de Ragusa (ca. 1525-1535), cuyo soporte se fechó por dendrocronología en 1497; o la Crucifixión de Viterbo, sobre tabla de ciprés, que se dató alrededor de 1500.
Volviendo al ciclo con el que abríamos el presente artículo, Miguel Ángel había recibido el encargo oficial de pintar la bóveda de la Capilla Sixtina a comienzos de 1508. Algunos meses más tarde, entre finales de agosto y principios de septiembre, ordenó llamar algunos ayudantes desde Florencia, antiguos compañeros suyos de la bottega de Ghirlandaio, entre otros, Francesco Granacci (1469-1543). Se hacía aconsejar en cuestiones técnicas por ellos, que conocían el procedimiento con mayor profundidad. Pasados unos meses fue reduciendo su ayuda, aunque no es cierto que, como sostiene Vasari, expulsase a todos a los pocos días: la presencia de colaboradores parece demostrada de forma constante al menos hasta 1511. Probablemente el incidente con el intonaco se debió a que ninguno de ellos había utilizado nunca la puzolana en el mortero.
Solucionado el episodio, Buonarroti desarrolló una manera de trabajar que le satisfacía: intentaba pintar solamente el fresco, en una búsqueda de la pureza del procedimiento, utilizando solo agua de cal y pigmento, y evitando los retoques a seco, con témpera, o cualquier otra adición. Se dio cuenta de que controlando los tiempos de fraguado entre que aplicaba el intonaco y disponía el color, podría obtener efectos lumínicos (a mayor tiempo de fraguado, menor absorción del pigmento y mayor luminosidad del color), mientras que si prefería pinturas más intensas, aplicaba una capa de gran concentración pigmentaria, con el mortero todavía sin endurecer. Solo utilizó pigmentos minerales, aptos para los trabajos al fresco, y prescindió de cualquier otro color que pudiese alterarse con la cal, por lo que los retoques con témpera son verdaderamente escasos.
Esta idea del procedimiento parecía una suerte de obsesión con el precepto que le inculcara su maestro Ghirlandaio. En la Edad Media, la adición de retoques a secco no era considerada ningún demérito para la pintura; más bien permitía enriquecer una paleta que, a menudo, tendía a quedar pobre. A Miguel Ángel aquello le debió parecer una perversión, defendiendo siempre el mayor componente de intelectualidad de una técnica que requería dosis inusitadas de previsión, metódicas ejecuciones, y mucha pericia técnica. Esa misma visión fue luego recogida por Vasari o Armenini en sus tratados, ensalzando con ella la obra en la que Buonarroti estuvo enfrascado hasta 1512.
En 1534, regresó de nuevo a Roma para pintar El Juicio Final en la pared del Altar Mayor de la misma capilla en la que había pasado seis años. La centuria había avanzado y el óleo parecía erigirse como la técnica definitiva entre los artistas, bastante a regañadientes de Miguel Ángel que, como decíamos, nunca le profesó simpatía, hasta que —receloso todavía— se decidió a probarla. Siguiendo el consejo de su amigo Sebastiano del Piombo (1485-1547), con el que más tarde discreparía, preparó el muro del Altar Mayor para recibir el aceite. Pero pasado un tiempo, y, tras alguna que otra prueba inicial, sintió disconformidad y ordenó piquetear los muros y revocarlos de arriccio (mortero grueso), para reiniciar el proyecto de nuevo al fresco, a su manera, como antaño hiciera en el techo. El mito del affresco se había forjado: prácticamente nadie más fue capaz de seguir aquellos preceptos con tanta pureza y obstinación y, salvo contadas excepciones, fueron pocos los artistas que llegaron a trabajar de aquel modo tan audaz. Nadie como aquel escultor para cincelar los colores en el fresco.