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domingo, septiembre 29, 2024

Charles Darwin y Gregor Mendel: los pioneros que tejieron el tapiz de la vida

Cuando Charles Darwin presentó su teoría de la selección natural, no solo revolucionó el pensamiento científico de su época, sino que también desató un debate cultural y religioso que persiste hasta hoy. A pesar de sus propias luchas personales, Darwin logró publicar El origen de las especies, una obra que cambió para siempre nuestra comprensión de la vida en la Tierra. 

Paralelamente, Gregor Mendel, con sus experimentos en guisantes, sentaba las bases de la genética moderna, un campo que Darwin nunca llegó a conocer pero que complementaría su teoría de manera crucial.

El impacto de Darwin no se limitó a la biología; sus ideas influyeron en campos tan diversos como la filosofía, la sociología y la teología. La noción de que las especies evolucionan a través de un proceso natural y no por un diseño divino desafió las creencias establecidas y provocó una reevaluación de la relación entre ciencia y religión. Este debate, iniciado en el siglo XIX, sigue siendo relevante en la actualidad, reflejando la profundidad y el alcance de las ideas de Darwin.

Si quieres descubrir más, no te pierdas en exclusiva el primer capítulo de ‘Genoma’, coordinado por Sergio Parra y publicado recientemente por la editorial Pinolia.

Los orígenes del tapiz invisible de la vida

Cuando Charles Darwin presentó su teoría de la selección natural en la Royal Society en 1858, originó una onda expansiva cultural que revolucionaría por completo el pensamiento de su tiempo. Este logro es todavía más impresionante si consideramos el constante estado de angustia en el que vivía Darwin, preocupado tanto por su propia salud como por la de sus hijos, amén de que desplegaba una amargura que queda destilada en estas palabras suyas: «Hoy estoy muy mal y soy muy estúpido y odio a todos y a todo». 

Un año después de soltar la bomba, publicaba El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Un libro que, probablemente por su carácter revolucionario, fue un éxito de ventas, aunque no fueron pocos los que lo criticaron con severidad y hasta sarcasmo. Sobre todo quienes estaban particularmente concernidos por la religión católica, pues en aquellas reflexiones de Darwin subyacía la idea de que no había diseñador, incluso que no había propósito, eliminando así la necesidad de creer en Dios. 

Charles Darwin fotografiado hacia 1868. Julia Margaret Cameron / Wikimedia

Estas críticas religiosas tempranas fueron solo el comienzo de un debate continuo entre ciencia y religión que aún persiste en algunos círculos hasta el día de hoy. No en vano, poco antes de la publicación de su libro, los fósiles eran considerados objetos exóticos y curiosidades comerciales que carecían incluso de un nombre genérico. Esto se debía a que su simple existencia contradecía las narrativas bíblicas. Podemos imaginar, por lo tanto, el contexto adverso en el que Darwin estaba expresando aquellas ideas. 

Esa cosa llamada gen

El concepto de gen, desconocido por Darwin en su tiempo, fue desarrollado por Gregor Mendel, un monje agustino de Moravia. En 1856, Mendel comenzó una serie de experimentos en el jardín del monasterio de St. Thomas en Brünn, que ahora se conoce como Brno, en la República Checa. Su contribución como padre fundador de la genética moderna no puede ser más relevante, dado que a través de estos experimentos logró identificar más de 29 000 variedades de guisantes. 

En sus estudios, Mendel cruzó diferentes especies de guisantes, explorando características como la forma de las semillas (redondeadas o arrugadas) y la longitud de los tallos (largos o cortos), entre muchas otras. De hecho, Darwin, Mendel descubrió que las características de los descendientes no eran una simple mezcla de las características de los guisantes originales. En cambio, una característica específica predominaba sobre las demás. 

Además, Mendel observó que algunas características que no se manifestaban en una generación podían reaparecer en la siguiente. A través de rigurosas observaciones y experimentos, llegó a la conclusión de que existían «factores» de emparejamiento dominantes y recesivos en los organismos vivos, lo que ahora conocemos como genes dominantes y genes recesivos. El trabajo de Mendel sentó las bases para comprender la herencia y la transmisión de rasgos en los seres vivos, y sus hallazgos fueron redescubiertos y reconocidos décadas más tarde, impulsando el campo de la genética. Así, podríamos afirmar que el nacimiento de la genética como ciencia formal no se dio hasta el siglo XX, a pesar de los indicios y trabajos previos en esta dirección. 

Gregor Mendel (1822-1884) fraile y naturalista, en la huerta del monasterio. ASCASC/

Fue en esta época cuando tres importantes científicos, Hugo de Vries, Carl Correns y Erich von Tschermak, por separado, elaboraron teorías sobre la herencia genética que presentaban una asombrosa similitud con las formuladas previamente por Mendel. 

De manera más precisa, el término original que se utilizó para referirse a esta disciplina fue «pangenética». Este nombre deriva de «pangén», un término que fue propuesto por Hugo de Vries en 1889 para referirse a la «partícula de representación más pequeña de una característica hereditaria». 

Sin embargo, no fue hasta 1909 cuando esta rama de la biología recibió el nombre que hoy conocemos: «genética». Fue Wilhelm Johansen quien propuso este término, considerado más elegante y apto para describir la disciplina. Además, Johansen introdujo otros conceptos clave en el campo de la genética como «genotipo », que se refiere a la composición genética de un organismo, y «fenotipo», que describe las características físicas y observables que han sido influenciadas y modeladas por los genes. 

Para entender mejor estos términos, es útil recurrir a una metáfora muy ilustrativa que utiliza Richard Dawkins, un reconocido biólogo evolutivo. Según Dawkins, el genotipo es como la receta para un pastel, mientras que el fenotipo sería el sabor de ese pastel. En otras palabras, el genotipo proporciona las instrucciones para construir y desarrollar un organismo (la receta), mientras que el fenotipo es el resultado observable de esas instrucciones (el sabor). 

Ilustración artística de Charles Darwin y Gregor Mendel. Foto: Leonardo.ai / Christian Pérez

El descubrimiento del ADN

En los años siguientes al redescubrimiento del trabajo de Mendel, se realizaron numerosos progresos en el campo de la genética. Por ejemplo, en 1911, el biólogo estadounidense Thomas Hunt Morgan demostró que los genes están localizados en los cromosomas, lo que permitió a los científicos comenzar a mapear las posiciones de los genes en estos portadores del material genético. 

Además, en la década de 1920, los científicos también empezaron a estudiar la genética de poblaciones y a analizar cómo las frecuencias de los genes cambian a lo largo del tiempo en poblaciones naturales. De este modo, la genética de poblaciones se centra en las variaciones genéticas y los cambios en las frecuencias de los alelos (diferentes versiones de un mismo gen) dentro de las poblaciones a lo largo del tiempo. Ello proporciona una comprensión más profunda de cómo las especies evolucionan y se adaptan a su entorno. 

En 1928, el microbiólogo británico Frederick Griffith descubrió el fenómeno llamado «principio de transformación» en bacterias, fue un hito que demostró por primera vez que se podía transferir características genéticas de una célula bacteriana a otra. Concretamente, su hallazgo tuvo lugar mientras investigaba una enfermedad infecciosa vírica, la neumonía, estableciendo las diferencias entre una cepa de la bacteria Streptococcus pneumoniae que producía la enfermedad y otra que no la causaba. 

Sin embargo, no fue hasta 1944 cuando Oswald Avery, Colin MacLeod y Maclyn McCarty demostraron que el ADN, el ácido desoxirribonucleico, era el material genético responsable de la transformación, es decir, la molécula responsable de transmitir la información hereditaria de una generación a la siguiente. Antes de eso, las proteínas, no el ADN, se consideraban las moléculas más probables para portar la información genética. Esto se debía a que las proteínas tienen una estructura compleja y diversa, mientras que el ADN, con solo cuatro tipos de nucleótidos, parecía demasiado simple para llevar a cabo una tarea tan vital. 

Años más tarde, en 1953, otro importante avance se logró gracias a la labor de James Watson, Francis Crick, Rosalind Franklin y Maurice Wilkins, quienes revelaron que la estructura del ADN tiene forma de doble hélice. La importancia de este descubrimiento radica en el hecho de que la doble hélice permite que las dos cadenas de ADN se separen durante la replicación, permitiendo que cada cadena sirva como molde para la síntesis de una nueva cadena complementaria. Esto garantiza que la información genética se copie con precisión de una célula a sus células hijas durante la división celular, lo que es fundamental para el desarrollo, el crecimiento y la supervivencia de los organismos.

En 1962, Watson, Crick y Wilkins recibieron el Premio Nobel de Fisiología o Medicina por su trabajo en la estructura del ADN. Sin embargo, Franklin, quien murió en 1958, no fue incluida en el premio.

Ilustración artística de una molécula de ADN. Foto: Leonardo.ai / Christian Pérez

Descifrando el libro de la vida

Durante la década de 1960, se logró desvelar el «código de la vida», es decir, cómo las secuencias de ADN se traducen en proteínas, que son los componentes básicos de las células y realizan la mayoría de las funciones biológicas. 

El código genético es el conjunto de reglas por las cuales la información codificada en el material genético (las secuencias de ADN o ARN) se traduce en proteínas (secuencias de aminoácidos) en las células vivas. Este proceso se realiza en dos pasos principales: la transcripción y la traducción. Durante la transcripción, una sección de la secuencia de ADN se copia en una molécula de ARN mensajero (ARNm). Este ARNm actúa como un mensajero intermedio, llevando la información genética del núcleo (donde se almacena el ADN) al citoplasma de la célula. En la traducción, el ARNm se «lee» en el ribosoma, una máquina molecular que ensambla los aminoácidos en el orden especificado por el ARNm para formar una proteína. El código genético se basa en «tripletes» de bases en el ARN que corresponden a los aminoácidos específicos. 

La existencia y la naturaleza de este código fue confirmada por los experimentos de Marshall Nirenberg, Har Gobind Khorana y otros en la década de 1960. Descubrieron de este modo que el código genético es casi universal, lo que significa que casi todos los organismos usan el mismo código genético para producir sus proteínas, lo que indica un origen evolutivo común. 

De este modo, cada una de las células que conforman el vasto mundo de los organismos multicelulares, desde una modesta hormiga hasta un complejo ser humano, alberga una estructura crucial conocida como núcleo. La importancia de este núcleo radica en que es el centro de control de la célula y, en su interior, aloja unas moléculas largas, el ácido desoxirribonucleico (ADN). Es decir, que en cada célula de nuestro cuerpo existen extensas secuencias de instrucciones contenidas en esas moléculas. Estas extensas estructuras helicoidales, conocidas como ADN, están compuestas por una serie de «peldaños». Cada uno de estos peldaños es una base nitrogenada, una pequeña molécula que puede ser de cuatro tipos diferentes, conocidos por las iniciales A, C, G y T, que corresponden a las moléculas de adenina, citosina, guanina y timina. 

Considerando que el ADN de cada célula, si se desenrollara, tendría una longitud de dos metros, encontraríamos la asombrosa cantidad de 3200 millones de «letras» o bases nitrogenadas. Esta es una cifra increíblemente grande de «letras» compactadas en un espacio tan minúsculo. Para ofrecer una perspectiva, cada una de estas «letras» se encuentra separada entre sí por solo 0,33 nanómetros, una distancia tres veces mayor que la anchura de un átomo de hidrógeno.

Estas largas secuencias se asemejan a una escalera de cuerda, que al ser retorcida adquiere una forma helicoidal. Dicho de otra manera, la estructura del ADN es similar a un tirabuzón, evocando la imagen de un rizo de cabello largo o la peculiar cola de un cerdo. En los animales, el ADN se encuentra organizado en segmentos conocidos como cromosomas. 

En términos más precisos, estos cromosomas son dos segmentos de la doble hélice del ADN enrollados sobre sí mismos. Cada individuo hereda un cromosoma de cada par de su madre y el otro de su padre, lo que hace un total de 23 pares de cromosomas. De estos, veintidós pares son autómatas, es decir, son iguales en ambos sexos. Sin embargo, el último par, conocido como cromosomas sexuales, puede ser de tipo X o Y.

En el caso de los hombres, estos poseen un cromosoma X y un cromosoma Y. Por otro lado, las mujeres son portadoras de dos cromosomas X pues reciben un cromosoma X de cada progenitor, madre y padre, mientras que los hombres heredan el cromosoma Y de su padre y el X de su madre. En resumen, cada célula alberga 23 pares de cromosomas, lo que equivale a un total de 46 cromosomas individuales.

Finalmente, revelada la mecánica molecular de la herencia genética, habían quedado sentadas las bases para el campo de la genómica moderna. Lo que también, por añadidura, permitió el desarrollo de tecnologías biotecnológicas, incluyendo la ingeniería genética y la terapia génica, que tienen potencial para tratar enfermedades y mejorar la vida de millones de personas. El código de la vida no solo quedaba expuesto a nuestros ojos, sino que, por primera vez, cual demiurgos, nos sentimos capaces de leerlo y reescribirlo.

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