Hablar de Joaquín Sorolla es hablar de un pintor finisecular que supo desarrollar un lenguaje artístico personalísimo, pero que al mismo tiempo se mantuvo en un juste milieu en su acercamiento a la naturaleza, defendiendo una vía intermedia y equilibrada entre los rígidos postulados académicos y la ruptura de la tradición que planteaban las vanguardias de su tiempo.
Acuñado en Francia en el siglo XVIII, el término juste milieu cobró fuerza a partir de 1914, cuando el crítico e historiador del arte Léon Rosenthal dedicó una monografía a los pintores que habían trabajado durante la llamada «monarquía de Julio» (1830-1848): artistas como Horace Vernet, Paul Delaroche o Ary Scheffer, que se habían situado en un punto medio entre el impulso colorista y romántico de Delacroix y el idealismo abstracto de Ingres, y a los que la historia del arte apenas había prestado atención. A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, un número considerable de artífices siguió situándose en dicha posición intermedia entre la Academia y las vanguardias, alcanzando en muchos casos el aplauso del público, los galardones oficiales y el éxito comercial. Sin embargo, la celebridad de la que gozaron en vida se convirtió tras su muerte en una reprobación casi unánime por parte del mundo del arte, que los condenó al ostracismo.
En las últimas décadas, diversos trabajos y exposiciones se han dedicado a enmendar dicho prejuicio enmarcando a estos artistas en el lugar que quisieron ocupar: el de defensores del virtuosismo y las calidades plásticas de la pintura, herederos de la tradición y, al mismo tiempo, cronistas de lo mundano y de la joie de vivre.
Menzel y Bastien-Lepage
En la primavera de 1885, interrumpiendo la pensión de la Diputación valenciana de la que disfrutaba en Roma, Sorolla viajó a París por invitación de su amigo Pedro Gil Moreno de Mora. Su llegada coincidió con la inauguración en el Pavillon de la Ville de una exposición consagrada al pintor alemán Adolph von Menzel (1815-1905). La contemplación de la obra de Menzel, un artista al que admiraba profundamente Edgard Dégas (que se refería a él como el más importante de los maestros vivos), le abrió los ojos a una pintura de tintes realistas, moderna y regeneradora.
Por otro lado, pocos meses atrás había fallecido a la temprana edad de 36 años el pintor Jules Bastien-Lepage (1848-1884), considerado en Francia la cabeza de la emergente escuela naturalista. La École de Beaux-Arts de París le dedicó una retrospectiva, en la que Sorolla quedó impresionado por la capacidad del pintor francés para representar la vida sencilla del campo como nuevo motivo pictórico.
De esta manera, la apreciación de la pintura de Menzel y Bastien-Lepage se convirtió en vía de gestación de tres de los ejes que sustentarían la carrera artística del valenciano: los temas sociales, la luz y la vuelta al campo.
Transcurridos los meses franceses, Sorolla volvió a Roma, donde los métodos de enseñanza más académicos todavía aspiraban a una superioridad ya pasada. Durante una estancia en 1888 en la pequeña ciudad de Asís, copió a los maestros del trecento italiano, ejercicio que le permitió adentrarse en la «simplicidad» conceptual de la Edad Media. Aunque nunca exploró esta vía en profundidad, nos dejó una obra bellísima de su paso por Asís, la Santa Clotilde que atesora el Museo del Prado, obra que revela su acercamiento puntual al decorativismo neogótico. Sin embargo, tras cinco años en Roma, no encontró en la lección de la tradición clásica la inspiración que anhelaba y decidió emprender la senda de la modernidad que marcaba París.
Naturalismo social
Al volver a España en 1890, Sorolla decidió instalarse con su familia en Madrid, donde se relacionó con el sevillano José Jiménez Aranda (1837-1903) —recién llegado él mismo a la capital tras una estancia de 9 años en París— y forjó una amistad vitalicia con Aureliano de Beruete (1845-1912), su introductor en la alta sociedad madrileña. En los años sucesivos participó con éxito en diversas Exposiciones Nacionales y en el Salón de París, donde recibió una medalla de tercera clase en 1893 por El beso de la reliquia, una escena costumbrista que mereció también una medalla en la Exposición Internacional de Viena. Acometió también en esa década los tres lienzos de temática social más importantes de su carrera —Otra Margarita, Trata de blancas y ¡Aún dicen que el pescado es caro!—, obras todas sombrías y llenas de silencio, abordadas con una mirada compasiva y de marcados enfoques fotográficos. El acercamiento de Sorolla a diversas realidades sociales evidenciaba no solo su sensibilidad personal hacia las mismas, sino su clara vocación de insertarse en la corriente del naturalismo social que triunfaba por entonces en la escena artística internacional (recordemos al florentino Telemaco Signorini, al francés Jules Adler o al alemán Max Liebermann), que le acogió premiando sus obras con reseñables galardones.
Estos lienzos revelan asimismo la progresiva conquista por parte del pintor valenciano del lenguaje del costumbrismo naturalista, que reconducirá en la década siguiente hacia las escenas marineras y de playa que le consagrarán oficial, artística y comercialmente.
Pintar al aire libre
La vuelta de la pesca será el lienzo que marque el punto de inflexión en su carrera, que convierta en su seña de identidad la pintura al aire libre, los valores plásticos y la captación de la luz. Poco a poco pasarán a ser secundarios los temas representados y primarán la captación de los efectos de la luz y del modo de vida del Mediterráneo, defendido como una nueva Arcadia en contraposición a esa España Negra que plasmaron pintores como Ignacio Zuloaga o Julio Romero de Torres. Las escenas de playa de Sorolla han de ser consideradas retratos del Mediterráneo, entendido como un paraíso rural poblado por habitantes de vida sencilla, representados a su vez con una fórmula magistral que aunaba las figuras de la estatuaria griega con un enfoque fotográfico y unas soberbias captaciones lumínicas, como evidencian obras señeras como Verano o Sol de tarde.
Krøyer y Zorn
A la lección de los pintores valencianos de la generación anterior que marcaron la senda de Sorolla en sus años de juventud —Francisco Domingo Marqués, Ignacio Pinazo y Emilio Sala— y al posterior descubrimiento en las exposiciones de París de 1885 del lenguaje renovador de Menzel y Bastien-Lepage se unió más adelante la influencia de dos pintores escandinavos: Peder Severin Krøyer (1851-1909) y Anders Zorn (1860-1900).
El noruego Krøyer, profundamente influido por la fotografía, pasaba largas temporadas en una pequeña aldea al norte de Jutlandia llamada Skagen, ocupado en retratar la vida cotidiana de sus habitantes. En la Exposición Universal de París de 1889 Sorolla conoció la obra del noruego, con la que mantendría una deuda más que evidente. En la siguiente Exposición Universal (celebrada también en París en 1900), Sorolla mereció un Grand Prix, máximo galardón de la muestra, junto con otros pintores como el sueco Anders Zorn, quien por entonces empezaba a abandonar la práctica pictórica. Ambos artistas se conocieron personalmente en Madrid en 1902 y Sorolla reconoció en Zorn, tan solo tres años mayor que él, una mentalidad plástica equivalente a la suya. Compartían además su devoción por Velázquez, el interés por captar el costumbrismo de su tierra natal y un posicionamiento consciente dentro de un naturalismo de juste milieu que coqueteaba sin compromiso con el impresionismo. Pasados los años, Sorolla seguiría refiriéndose a la profunda impresión que le causó la armonía de los blancos de Zorn. De ambos artistas nórdicos aprendió a matizar la luz, lo que se evidenciará en sus obras posteriores a 1906, coincidiendo también con sus veraneos en el norte de España.
El mundo interior
Con el cambio de siglo, las imágenes de interiores domésticos y de los miembros de las familias que los poblaban captaron de manera especial la atención de los artistas. Los historiadores se han referido a este fenómeno como una vuelta a la intimidad, a la esfera privada, un recogimiento ante la incipiente urbanización y sobrepoblación de los centros urbanos. Partícipe de la consecuente búsqueda de refugio que llevaron a cabo numerosos artistas, Sorolla creó un número considerable de retratos de su familia. Destaca entre todos Madre, un lienzo que conmemora el nacimiento de su hija menor, Elena, en 1895. La obra es una sinfonía de blancos que solo rompen las cabezas de madre e hija, giradas una hacia la otra, y constituye una de sus composiciones más íntimas. La luz casi mística y matizada que todo lo envuelve transmite una impresión de seguridad y especial emotividad ante el feliz acontecimiento. Desde el punto de vista formal, recoge claramente la doble lección de la armonía cromática de James McNeill Whistler y del naciente lenguaje del modernismo catalán que encabezaba Ramón Casas.
Junto a las marcadas influencias de Bastien- Lepage, Anders Zorn y Whistler, es conocido el diálogo artístico que Sorolla mantuvo con otro pintor norteamericano, John Singer Sargent (1856-1925), considerado el mejor retratista de su generación. Ambos acusaron en sus enfoques el impacto tanto de la fotografía como de la estampa japonesa, y ambos han de ser considerados —como evidenció la muestra conjunta que el Museo Thyssen de Madrid les dedicó en 2006— dos naturalistas continuadores de la senda velazqueña de Manet.
Pintores de lo mundano con reflejos literarios —Blasco Ibáñez para Sorolla y Henry James en el caso de Sargent—, tanto el uno como el otro se labraron una reputación internacional gracias a un lenguaje propio y coherente que la historia del arte ha condenado al olvido hasta fecha bastante reciente, cuando ha comprendido que rescatar a los pintores del juste milieu supone escribir un capítulo olvidado de la historia del gusto.