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martes, noviembre 26, 2024

Velázquez en la corte, una historia de recelos y envidias

Una noche de agosto de 1623, don Gaspar de Bracamonte, camarero del cardenal infante don Fernando, llegó a Palacio con un objeto que iba a revolucionar la corte. Se trataba de un retrato de Juan de Fonseca, sumiller del rey. Según Pacheco, «en una hora lo vieron todos los de Palacio, los infantes y el rey, que fue la mayor cualificación que tuvo» (Pacheco, 1649).

Retrato de Juan de Fonseca, obra de Velázquez. Foto: AGE.

Nunca antes se había visto algo así en la corte del Rey Planeta: todos reconocían al retratado, tan perfectamente plasmado, que más que una pintura, parecieran ver lo que él ante un espejo. Ningún artista se conocía en Madrid capaz de tal retrato, y se descubre que es obra de un joven pintor sevillano, Velázquez, recién llegado de la capital hispalense. De inmediato, Felipe IV solicita ser pintado por él, lo que acontece el 30 de agosto de dicho año, y nunca jamás volverá a ser retratado por ningún otro artista, con excepción de Rubens.

El fulminante éxito de estas dos obras unió el arte de Velázquez a la figura de su majestad, quien tuvo con él un trato preferencial, otorgándole una larga serie de oficios y mercedes desconocida hasta entonces para cualquier pintor en la historia de la corte española; así, solo cinco semanas después de realizar el retrato del monarca, Velázquez fue nombrado pintor real, cuando lo normal era recibir dicho título tras ejecutar numerosos trabajos y solicitarlo en varias ocasiones. Además, fue el pintor más joven en conseguirlo, y en un momento en el que se estaban reduciendo los nombramientos de servidores del rey, hasta el punto de aprovecharse las defunciones de los criados para extinguir sus plazas. Como colofón, el sevillano tenía un salario superior al de los otros cinco artistas que gozaban del título de pintor real, todos ellos con mayor antigüedad en el puesto. Estos eran Francisco López (1603-1629), Santiago Morán el Viejo (1609-1626), Vicente Carducho (1609-1638), Eugenio Caxés (1612-1634) y Bartolomé González (1617-1627).

Eclipsados por “el recién llegado”

Este trato diferencial, que fue siempre a más, hasta ser nombrado miembro de la Orden de Santiago, algo impensable para un pintor español de no ser porque Velázquez lo consiguió, tuvo que volver hostiles a sus colegas. Y no solo a estos, sino también a aquellos miembros de la corte que se veían eclipsados por el ascenso meteórico de un “artesano”. Ejemplo de ello son los celos de Gómez de Mora y del marqués de Malpica al ser nombrado Velázquez veedor y superintendente de algunas obras en el Alcázar de Madrid, en 1647. También ejemplifica esta hostilidad el hecho de que, al tratar de ser nombrado aposentador mayor de Palacio, ninguno de los seis caballeros que componían el bureo lo pusieran en primer lugar, así como la tardanza en la concesión del hábito de Santiago que se debió, según Palomino, a la animosidad general contra ese nuevo divo que se llamaba Velázquez. 

Poco ejemplifica tan bien estos recelos como la declaración en el expediente de nobleza de Fernando de Madrid, quien asegura que son tantas las prendas de Velázquez, «que ha sido y es envidiado de todos» (1658). Sin embargo, a pesar de todo este clima adverso, Velázquez contó siempre con el apoyo más importante: la profunda admiración del rey Felipe IV, la cual, a pesar de no existir documentación suficiente como para que la podamos comprender en detalle, excedió los límites de lo artístico, a tenor de las distintas mercedes y cargos que ocupó el pintor.

Animadversiones varias

Así, en 1625 Velázquez realiza su primer retrato real ecuestre. Esta obra, a día de hoy desaparecida (seguramente ardió en el incendio del alcázar la Nochebuena de 1734), fue expuesta públicamente en la calle Mayor frente al convento de San Felipe el Real, «con admiración de toda la corte y envidia de los del arte de que soy testigo» (Pacheco, 1649). La obra mostraba al monarca armado sobre un hermoso caballo, y según Palomino: «Propuso su obra Velázquez a la censura pública y fue vituperado al caballo diciendo estaba contra las reglas del arte, con dictámenes tan opuestos, que era imposible convenirlos; con que enfadado, borró la mayor parte de su pintura; y puso en vez de la firma, como él lo había borrado: Didacus Velazquius Pictor Regis, expinsit» (Palomino, 1715-1724). 

Convento de San Felipe el Real en una litografía iluminada de 1878. Foto: Album.

Seguramente, las palabras de Palomino resulten exageradas al decir que borró la mayor parte de su pintura, pero quizá, como bien apunta Cruz Valdovinos, los fallos en la ejecución del animal se debieran a haber seguido el pintor un modelo de madera que construyó el maestro de obra Cristóbal Gómez para este retrato. En cualquier caso, la obra gustó al rey, quien la destinó, para mayor disgusto de los adversarios del sevillano, a un lugar de honor: la obra descansó en el Salón Nuevo, que después sería llamado Salón de los Espejos, junto al Carlos V a caballo de Mühlberg de Tiziano (1548).

Carlos V a caballo en Mühlberg (1548). El retrato ecuestre de Tiziano ejerció una profunda influencia en el Barroco. Foto: Museo Nacional del Prado.

Enemigos velados

De entre sus contrarios, destaca la figura de Vicente Carducho, quien sin nombrarle (realmente, no mencionarlo en toda su obra es una clara declaración de intenciones) pero de forma clara trata de despreciar su arte, a través de alusiones veladas a su persona en sus Diálogos de la pintura (1633). En él, ataca sus capacidades retratísticas como si su arte no tuviera otro valor, afirmando que son pura copia del natural (enfoca también su ataque contra Caravaggio), y es fácil imaginar qué obras pasaban por su cabeza al censurar aquellos bodegones «con bajos y vilísimos pensamientos y otras de borrachos, otros de fulleros, tahúres y cosas semejantes, sin ingenio ni asunto». Carducho llega a calificar a Caravaggio de «AntiMiguel Ángel» por trabajar «sin preceptos, sin doctrina, sin estudio, mas solo con la fuerza de su genio, y con el natural delante, a quien simplemente imitaba con tanta admiración». En este sentido, tal y como indica Jonathan Brown, «Si elimináramos de este comentario los dardos de rencor, podría ser una perfecta descripción del método directo de Velázquez, que era la antítesis de la fe de Carducho en el valor del estudio y la preparación cuidadosa como medio de conseguir el arte ideal».

En cualquier caso, la mayoría de referencias que poseemos sobre esta animadversión de los pintores de mayor edad hacia el joven y genial Velázquez son indirectas, pero no por ello menos importantes. Destacan, asimismo, las palabras de Jusepe Martínez (h. 1675), quien recogió la famosa acusación de que el sevillano únicamente sabía pintar «cabezas». Según este autor, este fue el origen del concurso que enfrentaría a Velázquez con sus detractores. Esta historia es ratificada por Palomino, quien da por cierta la siguiente conversación: «Díjole un día su majestad que no faltaba quien dijese, que toda su habilidad se reducía a saber pintar una cabeza; a que respondió: Señor, mucho me favorecen, porque yo no sé que haya quien la sepa pintar».

Autorretrato pintando a su padre, Daniel Martínez (hacia 1630). Jusepe Martínez. Foto: ASC.

¿Ambiciones desleales?

Seguramente, Velázquez no fue nunca un hombre con ambiciones desleales. La ambición la tenía, por ejemplo, el conde-duque de Olivares, cuando altivamente pidió al pintor: «Quiero un cuadro como ese», tratando de emular el de rey Felipe IV, que acabaría siendo el fastuoso Retrato de Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares a caballo (1636), en el que enseñoreaba por la toma de Fuenterrabía, en la que el conde-duque nunca participó. Velázquez, en cambio, era más bondadoso, amigo de sus amigos, y las más de las veces evitó entrar en el pésimo juego de las envidias.

Un concurso, que tuvo lugar a principios de 1627, supuso un enfrentamiento directo de Carducho, Caxés y Nardi con el joven Velázquez. En esta oposición, los pintores reales debían presentar una obra con el tema de la expulsión de los moriscos de España por Felipe III, y la obra vencedora completaría la decoración del Salón Nuevo del Alcázar, que se dedicaba al ensalzamiento de los Habsburgo españoles, junto al retrato a caballo de Carlos V y Felipe II ofreciendo a Dios al príncipe Fernando, ambos de Tiziano, y el retrato ecuestre de Felipe IV, realizado por Velázquez. Al igual que este último, la Expulsión de los moriscos por Felipe III no ha perdurado hasta nuestros días, al arder en el incendio del Alcázar.

Monumento ecuestre de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid. Foto: ASC.

Los jueces del concurso fueron fray Juan Bautista Maíno y Giovanni Battista Crescenzi, partidarios de lo “moderno”, lo cual dejaba en una posición muy favorecida el arte de Velázquez.

Nuestro pintor presentó una obra de disposición vertical, en la que aparecía Felipe III armado y vestido de blanco, con una personificación de España a su derecha, contemplando a los moriscos conducidos por soldados, y a lo lejos, unos carros y un pedazo de marina con embarcaciones, según indican las referencias del inventario de 1636 y la descripción que Palomino hizo de la obra. No se sabe a ciencia cierta si a la oposición se presentaron lienzos concluidos o tan solo dibujos preparatorios. En caso de lo primero, al ser, en teoría, obras de gran tamaño, sorprende que no se haya conservado ninguna ni poseamos referencias sobre las supuestas pinturas de Carducho, Caxés y Nardi en los inventarios reales. Por el contrario, la única pieza que los académicos toman como muestra de este concurso es un dibujo conservado en el Prado, la Expulsión de los moriscos de Carducho.

El dibujo preparatorio de Carducho Expulsión de los moriscos se conserva en el Museo del Prado. Foto: ASC.

Este dibujo, a su vez, presenta un hecho curioso: al contrario de la pieza de Velázquez, tiene una disposición horizontal, de forma que el pintor no sabía que el destino de la pieza era el Salón Nuevo, pues tanto el retrato ecuestre de Felipe II como los dos lienzos de Tiziano presentan una disposición vertical. En cambio, la pieza de Velázquez no solo compartía formato con los otros tres lienzos del Salón Nuevo, sino que su tamaño era similar. ¿Fue idea de Velázquez que el lienzo formara conjunto con los otros tres? ¿O quizá conocía él este deseo y el resto de participantes lo desconocían?

Como a nadie puede sorprender, el concurso fue ganado por Velázquez, y no solo por su infinita calidad y superioridad, sino por la escasa imparcialidad del jurado, que en la disputa entre antiguos y modernos favorecieron a los segundos.

Con esta victoria parece que los ataques contra su arte quedaron silenciados, aunque la sombra de la envidia siempre le cubrió (como ejemplifican las críticas veladas de Carducho en su libro de 1633). Sin embargo, ninguno de estos comentarios consiguió desanimar al pintor, que siempre gozó de la total confianza del rey Felipe IV.

Quizá sea una simple coincidencia poética, pero a nadie le puede pasar desapercibido que, tras su primera visita a Italia, cuando consiguió llegar aún más lejos y engrandecer su arte, sus primeras pinturas, La fragua de Vulcano y La túnica de José, tengan como eje común los celos y la envidia. Como ya hiciera con el concurso de 1627, Velázquez se enfrenta contra aquellas palabras llenas de inquina no con más palabras, sino con su arte, tan excepcional que es capaz de tumbar cualquier falacia por sí mismo.

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