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lunes, septiembre 30, 2024

¿Cómo influyeron los viajes a Italia en la pintura de Velázquez?

A finales de la década de 1620 Velázquez ya era una de las estrellas más rutilantes de la pintura española de su tiempo. Formado en el taller de su suegro, había logrado absorber y reinterpretar las corrientes artísticas que seguían la senda de Caravaggio y las había perfeccionado hasta un nivel nunca visto. Este extraordinario talento consiguió que fuese nombrado pintor del rey en 1623 y que se trasladase definitivamente hasta la corte en Madrid, donde poco después alcanzaría importantes puestos.

Vista de Venecia desde la isla de San Giorgio, de Vanvitelli (Museo del Prado). Foto: Getty.

Su meteórica carrera, sin embargo, no debe hacernos olvidar que cuando llegó a la capital tan solo contaba con veinticuatro años. Es decir, a pesar de ser ya un excelente pintor, el sevillano no dejaba de ser un joven aprendiz deseoso de conocer y de impregnarse de la obra de los grandes maestros. En este sentido, su advenimiento a la corte supondría su verdadero primer contacto con Italia. No en vano uno de los mejores conjuntos de pintura italiana de Europa se encontraba dentro de las colecciones atesoradas por la realeza española. El joven Velázquez debió quedar fascinado por la pintura veneciana y especialmente por los lienzos de Tiziano, el maestro considerado por sus contemporáneos «el sol entre las estrellas». Sin embargo, en poco tiempo la magnífica Colección Real se volvería insuficiente para el nuevo pintor de Felipe IV.

El primer viaje (1629-1630)

En 1628, Peter Paul Rubens, el pintor más exitoso de toda Europa, se desplazaba hasta Madrid. Se ha señalado que fue probablemente la visita de Rubens la que dio el empujón definitivo a Velázquez para decidirse a viajar a Italia. Desde luego el sevillano visitó numerosas veces al pintor flamenco en sus aposentos del Alcázar de Madrid, donde pudo observarle en varias ocasiones copiando las obras de Tiziano de la Colección Real. No parece casualidad por tanto que menos de dos meses después de que Rubens partiese para Londres, Felipe IV concediese un permiso a Velázquez para su aventura italiana.

De esta manera, el 10 de agosto de 1629 Velázquez abandonaba el puerto de Barcelona con rumbo a la península itálica para «perfeccionar su arte» y «aprender cosas relativas a su profesión». La primera parada dentro del largo periplo lo llevó hasta Venecia. Resulta difícil imaginar la sensación que la ciudad de los canales, cuna de los grandes maestros venecianos, debió producirle. Allí observaría con detenimiento los colosales lienzos de Tintoretto que cubrían algunos de los más importantes espacios públicos de la ciudad, y también las ostentosas telas de Veronés. Pero su estancia en Venecia le serviría, sobre todo, para refrescar su conocimiento de la obra de Tiziano, el pintor favorito de los Austrias.

Cena en casa de Leví (1573), de Paolo Veronese, expuesto en la galería de la Academia de Venecia. Foto: ASC.

Tras estudiar la pintura de los maestros venecianos, se dirigió a otro de los bulliciosos centros de la vida artística italiana, Roma. Pero hizo antes una parada intermedia en la localidad de Cento, probablemente con el único motivo de conocer al célebre Guercino. Una vez en Roma, el sevillano fue alojado ni más ni menos que en las estancias del Vaticano. Esto le permitió acudir a diario y sin problemas al vecino palacio apostólico, donde pudo admirar las pinturas de Rafael y de Miguel Ángel. De hecho, sabemos que pasó varias jornadas realizando copias y apuntes de los impresionantes frescos vaticanos. Poco tiempo después se trasladó hasta la Villa Médicis —cuyos exteriores inmortalizaría en dos célebres lienzos—, donde se dedicaría a examinar y copiar su gran colección de escultura clásica.

Detalle del fresco La creación de Adán de Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina (1511). Foto: ASC.

Tras una larga y fructífera estancia en Roma se dirigió a Nápoles, donde visitó a su compatriota José de Ribera. Desde allí embarcó de regreso a Madrid, y sabemos que ya estaba en la capital a inicios de 1631.

La influencia de los maestros

Durante este primer viaje a Italia, Velázquez debió de realizar múltiples pinturas, entre obras originales y copias de los artistas que admiraba. Es seguro que pintó algunos retratos, sin embargo actualmente tan solo se le atribuyen con seguridad dos grandes lienzos pertenecientes a esta época, uno de temática profana y otro de asunto religioso: La fragua de Vulcano y La túnica de José. Ambas suponen una perfecta síntesis de las novedades que Velázquez introdujo en su pintura tras su paso por Italia.

En La fragua de Vulcano (1630), Velázquez recoge un momento emocionalmente intenso, al conocer el herrero de los dioses el adulterio de su mujer. Foto: ASC.

De hecho, en La fragua de Vulcano se ha querido ver la quintaesencia del aprendizaje italiano de Velázquez. Desde la influencia de los hercúleos desnudos de Miguel Ángel o de las formas de Guercino hasta la de estatuas clásicas como el Apolo del Belvedere del Vaticano. Pero la primera incursión del pintor en la temática mitológica no solo buscaba representar un espacio realista y unas figuras a la manera romana. En realidad, Velázquez también estaba interesado en la calidad dramática de la escena. Por ello, tanto en el personaje de Vulcano como en los cíclopes a su alrededor podemos ver un completo muestrario de reacciones a la terrible revelación de Apolo: la esposa del dios herrero le estaba siendo infiel con Marte. Sin embargo, la ruptura con su herencia sevillana no llega a ser total. Algunos elementos realistas como la jarra sobre la chimenea o las herramientas en primer plano aún nos recuerdan sus años de adiestramiento como pintor de la vida cotidiana en el taller de Francisco Pacheco.

La túnica de José comparte con La fragua de Vulcano su captación de un instante dramático. En este caso, se trata del momento en el que los hermanos de José enseñan a su padre la falsa prueba de su muerte. Ante el horrorizado rostro del patriarca, sus hijos tienen que disimular la verdad mediante diferentes gestos. Ahora bien, si en La fragua Velázquez había logrado condensar su aprendizaje romano, los efectos de luz de La túnica de José remiten por completo a la escuela veneciana. También lo hace el suelo ajedrezado tan típico de las teatrales composiciones de Tintoretto o Tiziano. En definitiva, ambas obras representaban la prueba palpable de que tras su primer viaje a Italia su pintura no volvería a ser la misma.

La túnica de José (1630), pintado por Velázquez a su regreso de Italia. Foto: ASC.

La vuelta (1648-1651)

En noviembre de 1648, Velázquez, ahora ya un maestro consagrado que había sido nombrado ayuda de cámara del rey, emprendía un segundo viaje a Italia. Esta vez el motivo principal ya no sería el aprendizaje ni el estudio de los grandes maestros. Su misión era clara: comprar cuantas pinturas y esculturas le fuese posible para decorar las recién construidas salas del Alcázar Real de Madrid.

Ahora el pintor sevillano muestra una faceta diferente, la de sagaz investigador que se mueve por Italia en busca de las obras más preciadas para contentar al rey Felipe IV. Y para ello no dudará en montar una red de colaboradores que le ayuden en la difícil tarea de adquirir una colección sobresaliente en apenas tres años. Vuelve a visitar Venecia y Nápoles, pero también otras ciudades como Módena y Bolonia. Finalmente se establecerá en Roma, desde donde centralizará sus esfuerzos por adquirir las diferentes obras maestras para la Colección Real. En realidad, tal y como señalan sus contemporáneos, las condiciones del pintor sevillano para este encargo no podían ser mejores, ya que contaba con recursos virtualmente ilimitados para comprar las piezas que estimase oportunas.

Sin embargo, como era de esperar, a Velázquez le surgieron importantes contratiempos. La aristocracia italiana no estaba dispuesta a deshacerse fácilmente de sus obras, especialmente de sus apreciadas esculturas clásicas. Por ello, el pintor de Felipe IV recurrió a los más afamados broncistas, con Alessandro Algardi a la cabeza, para que mediante la técnica del vaciado, realizasen copias en bronce de las estatuas que consideraba más importantes. Una tarea titánica que no fue en absoluto sencilla ni estuvo bien vista, pues en ocasiones no se lograba obtener autorización para sacar los moldes de las esculturas por el miedo de los propietarios a que resultaran dañados los originales. Sin embargo, gracias a esta complicada operación, llegaron a España magníficas copias de algunas de las más célebres estatuas de la Antigüedad como el Discóbolo, el Fauno en reposo o el Hermafrodito, este último hoy en el Museo del Prado. Además, a esta serie de copias, Velázquez añadió otro conjunto de obras originales ejecutadas por autores que previamente habían colaborado en la tarea de los vaciados, como Matteo Bonarelli o Guiliano Finelli.

Hermafrodito (1652), estatua de bronce de Matteo Bonuccelli. Foto: Museo Nacional del Prado.

Tras hacerse con una amplia colección de escultura, se dispuso a adquirir la cuidada selección de pintura que se le había encargado. Pero una vez más algunos nobles italianos consideraban que debían defender sus colecciones familiares frente a aquel comprador que actuaba en nombre del rey de España «a forza d’oro» —a golpe de talonario—. Buena muestra de ello fue la actitud que mostró el duque de Módena, quien impidió a Velázquez acceder a su colección bajo el pretexto de que sus sirvientes no encontraban las llaves de las salas que la albergaban. Un hecho que, sin embargo, no impidió que el pintor sevillano se hiciese después con una de sus joyas más valiosas, La adoración de los pastores de Correggio que hoy cuelga en las paredes del Prado. Siguiendo este método de compra, también llegaron a España otras obras maestras como el espléndido Venus y Adonis de Veronés (Museo del Prado).

Venus y Adonis de Paolo Veronese, pintado en torno a 1580. Se conserva hoy en el Museo del Prado de Madrid. Foto: ASC.

Los últimos retratos en Roma

Entre el primer y el segundo viaje de Velázquez a Italia habían mediado casi veinte años. Poco quedaba ahora de aquel pintor que había acudido a Italia a aprender de los grandes maestros italianos. En ese momento el maestro era él, y los italianos le brindaron su merecido reconocimiento nombrándole miembro de la Academia de San Lucas de Roma. Pero los honores al pintor sevillano no fueron únicamente simbólicos. Sus capacidades como retratista debieron parecer fascinantes a ojos de sus contemporáneos romanos, puesto que sabemos que durante su estancia en la ciudad eterna le fueron encargados un número considerable de retratos. Desgraciadamente, de todos ellos hoy apenas se conservan media docena, que sin embargo podemos afirmar que se encuentran entre lo más destacado de la producción velazqueña. 

De entre todos los retratos que Velázquez pintó en esta etapa, sobresale uno cuya fortuna crítica hizo de él todo un icono: el Retrato del papa Inocencio X. El pintor supo actualizar en él un modelo tradicional de retrato papal que se remontaba hasta los tiempos de Rafael para convertirlo en el retrato psicológico definitivo. Basta un solo vistazo para reconocer la ambición y la vitalidad en el rostro de un papa que tenía nada menos que setenta y seis años cuando fue pintado. La leyenda dice que, al observar el resultado, el papa exclamó sorprendido que este le parecía «troppo vero», es decir, «demasiado verdadero ». En realidad hoy sabemos que Inocencio X quedó absolutamente satisfecho con el lienzo y que incluso le acabó regalando una valiosa cadena como muestra de gratitud. El éxito del retrato fue instantáneo y prueba de ello son las múltiples copias que se hicieron de él en los años siguientes.

El «demasiado veraz» Retrato de Inocencio X pintado por Velázquez en 1650. Foto: ASC.

Pese a todo, la última visita de Velázquez a Italia no dejó una impresión duradera en los pintores romanos de su época. Su aparición fue, en palabras de Jonathan Brown, como la de un cometa en el cielo de verano: atrajo la atención mientras se mantuvo visible, e inmediatamente después se reintegró a la oscuridad de la que había surgido. A la postre, el pintor sevillano sacaría un enorme provecho de su estancia en Roma: de las relaciones que adquirió en la corte papal en este último viaje acabó obteniendo uno de los grandes anhelos de su vida —aunque fuese a escasos meses de su muerte—, ser nombrado caballero de la antigua y poderosa Orden de Santiago.

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