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miércoles, noviembre 27, 2024

Los pueblos germánicos y Roma, el enemigo al otro lado del limes

Si saliéramos a la calle para hacer una encuesta entre los viandantes y les preguntáramos por los bárbaros, a más de uno le vendría a la cabeza una serie de imágenes que, en la mentalidad colectiva de Occidente, se asocian a ellos desde hace más de dos milenios. Puede que alguno de los entrevistados recordara a la banda de melenudos que, no hace mucho, sirvieron de “improvisados” protagonistas en el anuncio televisivo de una conocida cerveza. Puede que otros mencionaran la palabra “vándalo” como sinónimo de salvaje e incluso de gamberro. Y es probable que la mayoría los relacionara con “la destrucción de Roma”. Y es que los bárbaros están adheridos en nuestra psicología colectiva al final del mundo romano. Acaso sea así porque nuestra cultura occidental debe mucho a Roma y porque los intelectuales europeos se preguntaron insistentemente desde los días de la Ilustración, en el siglo XVIII, por las causas del final del Imperio Romano en Occidente, entre las cuales los bárbaros eran una de las más recurrentes.

Los temidos ‘salvajes’ del norte iban armados de pesadas espadas, armaduras metálicas y cascos con cuernos como los de este bodegón fotográfico. Foto: iStock.

Una onomatopeya despectiva

Como es bien sabido, la Historia, tal y como la entendemos los occidentales, surgió en la Grecia clásica. Los primeros historiadores, en el siglo V a.C., se hacían preguntas sobre los bárbaros siempre desde una perspectiva helenocéntrica. Pensemos en la propia palabra “bárbaro”. Tiene una etimología onomatopéyica: “barbar”, puesto que era así como sonaban a oídos de los griegos las lenguas de aquellas gentes del norte; para ellos, poco más que sonidos guturales. De modo que ya desde el principio la palabra “bárbaro” tenía un sentido despectivo y, desde luego, descaradamente helenocéntrico. El término debe entenderse en clave de alteridad, entre el “nosotros” de los griegos y el “ellos”, referido a esos pueblos –a ojos de los helenos– incultos y salvajes. Tucídides, al comienzo de su relato sobre la Guerra del Peloponeso, se preguntaba sobre la causa de que en los poemas homéricos apenas se tocara el tema de los bárbaros, y él mismo contestaba: toda vez que el propio uso de “helenos” tardó en extenderse, lo mismo pasó con el de “bárbaros”, entendido como concepto opuesto al primero.

Bárbaros respondía a la idea de alteridad, ante todo. Se aplicaba especialmente a los pueblos que quedaban al norte de Grecia, en particular a los escitas, pero también a grupos muy diferentes. Heródoto, por ejemplo, nos presenta a los persas como la quintaesencia de la barbarie, en contraposición a la civilización encarnada en los helenos (a los que luego los romanos llamarían “griegos”). Y, en cierto modo, la decoración escultórica del Partenón venía a ser un trasunto de esa imagen de la lucha entre civilización y barbarie. La idea del sometimiento de las comunidades a un soberano era de hecho una de las características del bárbaro, según el planteamiento desarrollado por Aristóteles un siglo después en el libro primero de la Política. En él insistía en que los bárbaros tenían una tendencia natural a la servidumbre hacia los déspotas. Este juego de contraposiciones permanentes creaba tópicos que con el tiempo redundaron en una serie de elementos que tenían que ver con la lengua, el aspecto o las costumbres.

Perspectiva de la Acrópolis ateniense, con el Partenón en el centro, lugar en principio de refugio y luego de culto. Foto: Shutterstock.

De Grecia a Roma: barbarus

Cuando la República romana conquistó Grecia, a mediados del siglo II a.C., las ideas que habían venido conformando el pensamiento helénico pasaron a la nobilitas romana. Como expresaría poéticamente Horacio tiempo después, Grecia fue conquistada, sí, pero fue ella la que sedujo, la que tomó al fiero conquistador. A Roma llegaron esculturas, pinturas, lo que hoy llamaríamos “modas”, que escandalizaron a las mentes más conservadoras del Senado, aunque en secreto aprendieran griego y se lo hicieran aprender a sus hijos. Y desde luego triunfaron la tragedia y la comedia, y también la filosofía y la Historia

Hacía tiempo que estas dimensiones del pensamiento griego habían influido en los sectores elitistas de Roma, pero la conquista total aceleró el proceso. En semejante mochila cultural también iba el concepto de barbarie. En esos momentos, muy avanzado el siglo II a.C., los romanos estaban conquistando buena parte del Mediterráneo oriental, del norte de África y del sur de Europa, así que el término, latinizado como barbarus, les resultó muy útil. Tomaron el concepto de los griegos, pero su uso se llevó a cabo en este caso en un contexto netamente imperialista.

El Muro de Adriano, frontera física y mental

Con el tiempo, el mundo romano se consolidó como un Imperium y, más allá del limes –la frontera–, a los ojos de Roma, lo que había era un territorio ajeno poblado por un conglomerado de pueblos extraños; en suma, el Barbaricum. Cuando el gran poeta Ovidio fue desterrado a las cercanías de lo que nosotros llamamos el mar Negro, se quejaba en sus Tristia sobre el entorno en el que tenía que vivir. Nadie lo entendía a él, y le resultaba imposible localizar un solo libro: “Aquí el bárbaro soy yo, puesto que nadie me entiende”. Décadas después, Tácito difundiría un sinfín de tópicos entre los lectores elitistas romanos a través de su tratado sobre los germanos, en el que iba detallando, en parte sobre informaciones de segunda y de tercera mano, los nombres, las costumbres militares, políticas, sexuales, de numerosísimos grupos dentro del panorama variopinto que los romanos conocían como Germani. Los tópicos sobre los bárbaros del norte, más allá de las fronteras del Rin y del Danubio, habían cuajado con éxito.

El historiador romano Cayo Cornelio Tácito escribió un tratado sobre los germanos que difundió una imagen de ellos bastante distorsionada, que hoy sigue en el inconsciente colectivo. Foto: Album.

Pocas décadas después de que Tácito escribiera su ensayo sobre los germanos, el emperador Adriano ordenó levantar la muralla y el conjunto de fuertes y guarniciones militares que conocemos, precisamente, como Muro de Adriano, al norte de la actual Inglaterra. Si el lector ha visitado el Muro, es probable que haya tenido la sensación visual de esa idea de alteridad a la que me refiero, en la que los romanos insistieron: “ellos”, del lado de allá, “nosotros”, del lado de acá. Sin embargo, se imponen al menos dos puntualizaciones. La primera tiene que ver con los registros arqueológicos; la segunda, con los propios textos. Por un lado, quisiera aclarar que, gracias a la arqueología, sabemos que romanos y bárbaros no vivieron aislados. Más bien al contrario. La frontera era en ocasiones un espacio permeable, a través del cual se comerciaba y en el que había interconexiones sociales y culturales. De hecho, sabemos que desde el norte de Europa se importaban objetos suntuarios romanos. Algunos yacimientos han permitido comprobar cómo las jefaturas y las oligarquías bárbaras adquirían anillos, broches, ciertos cinturones que eran parte del lenguaje simbólico de los distintos escalafones de la sociedad y la milicia romanas, entendidos como signos de prestigio, de poder.

Suele considerarse el famoso “paso del Rin” (en la foto, a la altura de Estrasburgo) como el inicio de las invasiones bárbaras. Foto: AGE.

Una imagen distorsionada de los «invasores»

Esto nos permitirá comprender que lo que habitualmente se conoce como “invasiones” era, a veces, la búsqueda de un lugar seguro dentro del Imperio, y de un puesto para los jefes dentro del sistema militar romano. En segundo lugar, hay que matizar que nuestras informaciones sobre los bárbaros en la época imperial romana dependen de textos debidos a autores que escribían en griego o en latín. Esto implica que la visión que tenemos de los bárbaros es el resultado que percibimos a través de unas lentes, de unos filtros que son romanos políticamente hablando –fueran textos griegos o latinos–; esto es, escritos en el seno del Imperio. Por este motivo, la imagen que tenemos del bárbaro es una deformación. Esto supone, naturalmente, un desafío para los historiadores profesionales. Una de las discusiones científicas más enjundiosas en la actualidad radica en la naturaleza de esos textos y en qué medida reflejan, o no, la estructura de esos grupos que en las fuentes aparecen como Gothi o Franci, por ejemplo.

Desde finales del siglo II, los emperadores tuvieron que hacer frente, con mayor o menor éxito, a las infiltraciones de diferentes grupos bárbaros en suelo imperial. En el último siglo del Imperio en Occidente, el V, todo se complicó. Es lo que habitualmente se conoce como invasiones bárbaras. Suele pensarse que el paso de varios de esos grupos por el Rin helado el último día del año 406 fue algo así como “la madre de todas las invasiones”, pero el asunto no es tan sencillo. Por ejemplo, tres décadas antes, otro conglomerado de pueblos –tervingios y greutungos entre ellos– había pasado el Danubio, el otro gran río de la frontera septentrional. Los textos romanos englobaban a estos grupos dentro del término Gotthi/Gothi, godos. Aquello sucedió en 376. Pero realmente no fue una invasión, sino la consecuencia de un pacto con el emperador Valente, que deseaba mano de obra barata para los campos y tropas auxiliares para su proyectada invasión del Imperio vecino, el persa sasánida. Dos años después, el propio emperador y miles de soldados del ejército imperial de las provincias orientales fueron aniquilados por aquellos godos en la batalla de Adrianópolis.

Entre pactos, migraciones y batallas

Lo cierto es que esos godos terminaron asentados dentro del Imperio. Cuando Teodosio murió en 395, el Imperio Romano se dividió oficialmente en dos partes (partitio), la oriental y la occidental, gobernadas por sus hijos, Arcadio y Honorio, respectivamente. En los Balcanes, los godos se fueron aglutinando en torno al liderazgo de Alarico. Los problemas en las fronteras del norte se multiplicaron, y las fuentes anotan numerosos movimientos poblacionales. A veces pactados, como sucedió con la entrada de suevos, vándalos y alanos en Hispania. Habían cruzado el Rin en 406, adentrándose en las Galias, y penetraron en las provincias hispanas en 409. Sin embargo, tenemos indicios para pensar que su entrada en la Península fue el resultado de un pacto con altos militares romanos que se habían sublevado contra Honorio. Mientras el gobierno romano evacuaba nada menos que Britania (actual Gran Bretaña) hacia el año 410, Alarico llevaba tiempo instando a ese mismo gobierno a concederle subsidios, tierras, pagos y mandos militares. A veces el Imperio lo había vencido en los campos de batalla y había logrado frenar tales exigencias. Finalmente, sin embargo, Alarico entró en Roma en el verano del año 410.

Alarico I, rey de los visigodos, entrando en Roma en agosto de 410 (grabado). Foto: Alamy.

Los movimientos poblacionales del siglo V aparecen ante nosotros con una enorme complejidad. Van más allá de un mapa con colores y flechas, o de un listado de guerras, necesarios en todo caso para una primera ubicación. Hubo violencia, desde luego, pero también negociaciones que podemos entrever en los textos que, no lo olvidemos, proceden del lado romano. La Historia del siglo V está repleta de batallas, como la que supuso la derrota de Atila ante una coalición que había articulado Aecio, el general en jefe del emperador Valentiniano III, a mediados de siglo. Pero también de pactos, como los que suscribió el propio Aecio con otros pueblos bárbaros precisamente para frenar a Atila, o los que había mantenido el gobierno de Honorio con los godos para asentarlos en el sur de la Galia hacia el año 418.

La vida cotidiana a ambos lados de la frontera no sólo incluyó choques y conflictos, sino también interconexiones sociales, culturales y comerciales entre los bárbaros y los romanos. Foto: Album.

Este asentamiento fue la consecuencia de otro pacto anterior que llevó a los godos a Hispania para enfrentarse a suevos, vándalos y alanos: el Imperio utilizaba a unos bárbaros contra otros. Quiero decir con todo esto, y sin entrar en más detalles, que las informaciones a nuestro alcance permiten vislumbrar que la época de las invasiones fue en realidad un mundo de estrategias, pactos, conflictos que en modo alguno puede explicarse solamente sobre la base de una única idea, la de “invasión”. Sin embargo, tal idea ha calado en la mentalidad occidental. Me refería a ello en las primeras líneas, cuando aludía a la asociación directa de los bárbaros con la llamada “caída” de Roma.

En la primera mitad del siglo XX, André Piganiol escribía que el Imperio Romano no había desaparecido por una “muerte natural”, sino que había sido “asesinado”. Vuelvo al juego sobre la posible encuesta a los viandantes. La idea de “bárbaros” y “caída” de Roma los llevaría probablemente a recuperar en su mente las imágenes del cine. En el caso de los más mayores, acudirían a su memoria las primeras escenas de la película La caída del Imperio Romano (1964, Anthony Mann), con los personajes de Marco Aurelio (Alec Guinness) y de su hijo Cómodo (Christopher Plummer). En ellas se representaban las guerras entre el llamado emperador filósofo y los bárbaros de la zona del Danubio (aunque para la película se utilizaron las sierras de la Meseta española), presentadas como el inicio de la decadencia de Roma y del auge de los bárbaros. Para los más jóvenes, esas escenas remiten a Gladiator (2000, Ridley Scott), con los mismos personajes pero en este caso interpretados, respectivamente, por Richard Harris y Joaquin Phoenix.

La caída del Imperio Romano (1964, Anthony Mann; sobre estas líneas, una escena de masas). Foto: Album.

Los mitos nacionalistas

En realidad, la idea de “decadencia y caída” de Roma había cuajado en la intelectualidad europea al menos desde la Ilustración del siglo XVIII, con el uso de ambos términos en la influyente obra de Edward Gibbon o en el breve ensayo de Montesquieu sobre la “grandeza” y la “decadencia” de los romanos. De inmediato, algunos sectores académicos se pusieron al servicio de la construcción de mitos sobre el origen de las naciones europeas mirando hacia aquellos reinos bárbaros surgidos en la última fase de la Historia romana. En el Romanticismo del siglo XIX, no pocos filósofos, historiadores, filólogos y literatos participaron de una especie de fiebre colectiva por detectar esos supuestos orígenes. El historicismo y el positivismo de buena parte de aquel siglo y también del XX –y, me temo, a veces del XXI– insistieron en la misma idea. 

Angli, Saxoni, Alamanni, Franci, Gothi, entre otros, emergían como espectros de un pasado arcano que remontaba a la noche de los tiempos el origen de las poderosas naciones europeas. Este tipo de aberraciones conducía, por ejemplo, a buscar una identidad germánica en los materiales arqueológicos. La visita del nazi Himmler a España a comienzos de los años cuarenta del siglo XX, a la caza obsesiva de “tesoros” y “misterios” pero también de esos supuestos materiales arqueológicos que justificaran el pangermanismo, es acaso una de las muestras más sombrías del asunto.

Himmler, obsesionado con hallar las raíces del pangermanismo a través de la arqueología. En 1940 visitó España a la caza de “material” (arriba, en el Museo Arqueológico Nacional, Madrid). Foto: EFE.

Del tópico de las hordas a la realidad de los regna

Dado el creciente protagonismo de los bárbaros en la geoestrategia imperial, no puede extrañarnos que, con el tiempo, aumentaran las referencias a ellos. Algunas fuentes se recrean en tópicos tales como los cabellos largos, las borracheras o el mal olor. Mientras el Imperio Romano de Occidente languidecía, muy avanzado el siglo V, la aristocracia de tradición romana buscaba situarse en el nuevo panorama político. En Hispania, gracias a la crónica del obispo Hidacio, conocemos tanto pactos como conflictos entre las comunidades de Gallaecia y los suevos, instalados allí desde comienzos de siglo. En la Galia, los godos (luego conocidos como visigodos), asentados en el sur, o los burgundios, en el corredor del Ródano, eran las nuevas referencias políticas para los oligarcas de tradición romana, acostumbrados durante generaciones a servir a los intereses y la administración imperiales. Uno de ellos, Sidonio Apolinar, se queja en una de sus cartas de unas viejas bárbaras, a las que llama “borrachas” y “gamberras”. Y en otra ocasión, cuando un amigo le solicita que componga un poema a Venus, Sidonio se niega a escribirlo alegando que le es difícil componer versos a Venus en el mundo en el que vive, rodeado por “hordas de melenudos y comilones” que hablan lenguas bárbaras y vierten manteca rancia en sus cabelleras. 

Más allá del tópico, la idea de alteridad impregnaba la mentalidad de estos poderosos de tradición romana, que de todas maneras no tuvieron más remedio que negociar con los jefes bárbaros. Ellos (los oligarcas como Sidonio y sus compañeros de generación), sus hijos y los hijos de sus hijos terminarían formando parte de un sistema político diferente. Ya no se trataba del Imperio Romano, sino de los regna: los “reinos bárbaros”, que en modo alguno pueden explicarse sin la colaboración de los herederos de la antigua aristocracia romana.

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