Querido Claude:
Nos separa un siglo de diferencia, pero a los dos nos une nuestro amor por los jardines. Cuando miro tus obras, siento cómo las estaciones entran a raudales en mi pensamiento. Y lo consigues tanto por la atmósfera que recreas como por tus plantas. A veces es una primavera tímida la que invade mis sentidos, como en el magnífico lienzo El deshielo en Vétheuil, donde se intuyen las yemas abriéndose en los álamos espigados. Otras veces es un verano que huele a otoño, como en El jardín de Monet en Argenteuil, lleno de dalias de todas las tonalidades.
Mis ojos beben de tus colores como las abejas de los cálices de las flores. Así sigue ocurriendo en las plantas que todavía crecen en tu jardín de Giverny. Para un jardinero como yo, distraerme en cualquiera de tus obras que dibujan jardines es un gozo deseado. En ellas me olvido de todo lo que sé de especies o de cultivo. Solo me preocupan ya las entonaciones, las gradaciones y el encuentro entre las hojas y ramas que se entrelazan.
Allí no quiero pensar, solamente dejarme fluir con la vibración de tus pinceladas empastadas. Cada una de ellas refleja los colores que la rodean. Cada uno de esos trazos es un impacto de la pintura sobre el lienzo que conecta con mis manos llenas de tierra cuando trabajo en el jardín.
Me siento unido a ti también por las plantas que amabas y que haces aparecer en muchos de tus cuadros: rosas, peonías, capuchinas, gladiolos, girasoles, lirios… y, por supuesto, tus queridos nenúfares, sumergidos en ese aire húmedo de Normandía.
De tus flores silvestres, me quedo con las amapolas. Además, las has retratado en varios de tus cuadros. Las elijo quizás porque una de mis obras preferidas es Campo de amapolas, en la versión que pintaste en 1873. Disfruto viendo a tu mujer y a tu hijo Jean bajar esa ladera que se encamina hacia el verano. Los dos están rodeados de esas inmensas amapolas, desproporcionadas pero muy sugerentes. Me atrapa ver a ese niño pequeño recogiendo en las manos la belleza de sus pétalos, manchados de polen, con su tenue olor tan característico. Siento cómo las yemas de sus dedos acarician la suavidad de ese color escarlata. Imagino cómo sus dedos se vuelven pegajosos al contacto con la savia blanca de la planta. Y, al igual que en tus jardines, en esta pradera parece que tus pinceladas siguen creciendo al ritmo de los pasos de tus personajes pintados.
Hay un gran árbol de tronco retorcido que se recorta contra el cielo poblado de nubes. Hace de contrapeso a las figuras de tu familia. En la parte alta de su copa, redondeada, has aplicado un color más claro que en la parte baja. Esto revela que es un árbol añejo que no está en su mejor momento. No puede alimentar toda su anatomía y está retirando su energía de la copa más elevada. Puede que tenga ahora menos recursos o se encuentre más débil, y se reconcentra en sí mismo para afrontar su senectud. O para esperar tiempos mejores, y así poder volver a crecer de nuevo después. Claude, es un poco como tenemos que hacer nosotros a veces en los malos momentos. En arboricultura lo llamamos atrincheramiento.
Disfruto mirando esos otros árboles que has pintado plantados en alineación. Seguramente, bordean y sombrean un camino de tierra que lleva a esa gran casona en lontananza. También me alegra ver esas flores amarillas. Las del fondo parecen ser bastante altas. Muy probablemente sean de alguna especie de la familia de las brasicáceas, como la mostaza silvestre, por ejemplo, que se lleva a las mil maravillas con las amapolas. Sea como fuere, los toques rojos y amarillos crean una cama perfecta para tu composición del cuadro.
Tu adorado jardín en Giverny es probablemente el espacio que más ha calado en nuestro imaginario cuando pensamos en ti y en tu obra. Es la creación de toda una vida. Miramos ese puente japonés, el estanque de los nenúfares, las ramas péndulas de los sauces llorones que flotan en los reflejos azules del agua… y sabemos que sigues allí, en ese jardín. O puede que aún estés paseando al lado de esas flores de capuchinas anaranjadas y amarillentas que alfombran la parte delantera de la casa. Acaso bajo ese dosel de rosales trepadores.
Pero no voy a detenerme en tus cuadros de jardines más floridos. Quiero curiosear ahora una de tus obras pintadas en un periplo que hiciste por la Liguria italiana. En Las villas en Bordighera, de 1884, hay dos plantas viajeras, como fuiste tú también. En primer término, tenemos una pita. Esta especie de tono glauco, tan arquitectónica, está en plena floración. Claude, no me extraña que la hayas escogido como protagonista de tu lienzo. Su presencia siempre es majestuosa, con esas hojazas enormes y pinchudas, dignas de admirar y de tocar con cuidado. Porque sus espinas están ahí, esperando algún dedo descuidado. Por eso mismo, en su México natal se utiliza la pita para vallar los campos.
No sé si sabes que se introdujo en España en el siglo XVI. Desde allí colonizó otros países del viejo mundo. Así, en Italia se cultivó por primera vez en 1561. Fue concretamente en Padua, en el jardín botánico más antiguo de Europa. Puede que el ejemplar que aparece en tu cuadro descienda de la que llegó a aquel jardín. No lo sé, al menos es bonito pensarlo. En aquellos siglos, que ahora nos parecen lejanos, había auténticas peregrinaciones de curiosos que deseaban ver la floración espectacular de esta planta. Seguramente a ti también te llamó la atención esa inflorescencia enorme en este jardín del señor Moreno, que tanto te gustó cuando lo descubriste. Ese tallo floral puede llegar a alcanzar los diez metros de altura. En Bordighera tuviste que ver muchas pitas florecidas. Algo que asombra es que esta planta muere después de florecer. Y es que lo da todo para producir sus semillas.
Pero hay otra especie de la que te quería hablar y que también pintaste en este cuadro. Es la palmera datilera. Tiene mucha importancia en Bordighera, ciudad a la que bautizaron en tu época como “la reina de las palmeras”, por su abundancia. También porque se dice que allí se cultivaron por primera vez palmeras datileras en Europa. Sea cierto o no, me encanta que hayas elegido esta otra planta con tanta personalidad para un cuadro en el que se respira la cercanía del Mediterráneo.
No quería despedirme sin preguntarte si alguna vez llegaste a contemplar alguno de los cuadros de Mariano Fortuny. Él nació tan solo dos años antes que tú. Por desgracia, tuvo una vida breve, en la que no faltaron jardines que se asomaban a sus pinturas. A mí me seduce pasear la mirada por su Jardín de la casa de Fortuny. Veo algo que os hermana, aunque es verdad que tenéis dos estilos muy distintos. Pero encuentro que en estos vergeles cultivados vuestros pinceles convergen en la manera en que gozáis pintando las flores. Nos encontraremos pronto en tus cuadros. Recibe un cordial y floreado saludo de un jardinero.