La ilustración satírica en España tuvo un cierto desarrollo en la prensa periódica anterior a la Revolución de 1868. Fran Gerundio, El Cañón Rayado, Gil Blas o Lo Xanguet, entre otros periódicos, abrieron camino a este género dentro de los asfixiantes márgenes que en la época de Isabel II existían para la libertad de prensa.
En sus páginas se dieron a conocer las firmas de dibujantes como Ortego, Pellicer o Perea, pero la crítica al poder y a los gobernantes que define a la caricatura política discurrió, sobre todo, en los cauces de la clandestinidad, lo que inevitablemente entrañaba un riesgo para sus autores.
Con la Revolución de Septiembre de 1868, el panorama cambió radicalmente. Las puertas de la libertad de expresión se abrieron de par en par. El mercado periodístico se encontró entonces con oportunidades que nunca antes había tenido y, en ese contexto, la caricatura llegó a ser un importante reclamo, a la vez que constituía un arma eficaz para las encarnizadas luchas que se desataron en un periodo de intensa politización.
Los periódicos satíricos con ilustraciones se multiplicaron y, la inmensa mayoría de ellos, se inclinaron hacia las posiciones de la democracia republicana. A las revistas veteranas de Madrid como el Gil Blas se sumaron otras cabeceras como El Padre Adam, en Sevilla, El Cencerro, en Córdoba, o La Flaca, en Barcelona, que contaron con amplia circulación.
Las láminas que llegaban a los suscriptores también se exhibían en los cristales de los puntos de venta y circulaban en los clubes o en los casinos políticos de cada ciudad. Y con ellas, el público se formó una imagen de los hombres que les gobernaban y de la forma en que lo hacían.
Frente a ellos, también presentaron a los correligionarios el rostro y las virtudes que rodeaban a los líderes del Partido Federal. Durante el Sexenio Democrático, en definitiva, la caricatura política vivió una edad dorada, interrumpida en ocasiones por la suspensión de algún periódico que, inmediatamente, reaparecía con otro título e idéntica línea editorial.
Entre los medios de que dispuso el movimiento republicano para crear el clima de opinión en el que la proclamación de la Primera República fue posible, el lápiz jugó un papel fundamental. Los dibujantes, sin duda, contribuyeron a erosionar la imagen de la monarquía.
Al convertirla en objeto de burla también la hacían tangible y, por ello, vulnerable. Pero el movimiento republicano español, en el siglo IXI, era sumamente heterogéneo. Bajo una misma denominación convivían familias políticas distintas y sus diferencias ya se habían hecho notar más de una vez.
En 1872, antes de la renuncia al trono de Amadeo I, se había abierto una brecha entre los sectores que la prensa denominó «benévolos» e «intransigentes» por su actitud más o menos beligerante frente a los partidos monárquicos. Los segundos apostaban por la vía insurreccional para construir de abajo arriba la federal, mientras que los primeros, que cogieron el timón de la República en febrero de 1873, apostaron por las vías parlamentarias.
Tomás Padró, dibujante de La Flaca, saludó el cambio de régimen con una lámina en la que la República, caracterizada como una matrona tocada con el gorro frigio, prometía paz, justicia y progreso. Él, como la mayoría de los ilustradores, predicó la unión de la familia federal para consolidar las instituciones frente a los peligros que la acechaban.
Y no eran pocos: la guerra carlista se recrudecía, la rebelión anticolonial no se apagaba, los partidos conservadores conspiraban y la comunidad internacional, todavía con el susto de la Comuna de París en el cuerpo, recelaba de las nuevas instituciones.
Pero predicar la unión no significa que los dibujantes no se inclinaran por una u otra de las corrientes en las que el Partido Federal se descomponía. Con la Revolución Cantonal, la ilusión de la unidad terminó de saltar por los aires.
Prácticamente todos los medios satíricos tomaron partido contra la Revolución Cantonal y definieron una narrativa en la que no era fácil encontrar héroes, mientras que la nómina de los villanos se iba engrosando con los dirigentes de la cantonal, pero también con líderes federales que hasta hacía poco habían estado rodeados de una aureola heroica, como Pi y Margall o Salmerón.
Los medios ayudaron decisivamente a construir el tópico que todavía persiste en manuales y obras divulgativas, de los presidentes de la república como intelectuales que no supieron liberarse del lastre del idealismo para aterrizar en la práctica real de gobierno.
Y era, precisamente, eso lo que les demandaban en el contexto del estallido de la cantonal: decisión, pragmatismo y mano dura para salvar la república. Por ejemplo, Padró dibujó a Salmerón en La Flaca como un débil padre de familia, perdido en sus elucubraciones filosóficas e incapaz de poner orden en su propia casa.
Sentado en una butaca, apático, apoya sobre sus piernas un libro de Krause, el filósofo alemán que tanto había influido en los intelectuales españoles de mediados del XIX y, sobre todo, a los demócratas. A su lado, sobre una mesa camilla, estaba el proyecto constitucional de la Federación de la República Española que el profesor almeriense había redactado en 1872.
España, caracterizada como una mujer burguesa, con gorro frigio y gesto adusto, reprochaba al marido su pasividad mientras los niños juegan y arman jaleo: «Si no castigas a estos rapazuelos nos van a perder la niña», le dice. Los chiquillos son Estévanez, montado a horcajadas en una silla y armado con una espada de madera; Roque Barcia, escribiendo «haremos lo que nos dé la gana» en un papel; Suñer, haciendo burla a Salmerón, y Baldomero Lostau, con una caja sorpresa de la que sale el monstruo de la Primera Internacional, armado con cuchillos.
A la izquierda, la República, todavía una niña, se abalanza para jugar con ellos, pero Castelar, su aya, intenta contenerla. Los juguetes son cañones, proyectiles y latas de petróleo que aludían a los incendios —o, más bien, a los incendiarios—, de la Comuna de París.
Esta simbología fue llevada al extremo en La Campana de Gracia en su número del 10 de agosto. En primera plana, contrastaba dos modelos de República. La de «Contreras y comparsa» era una la representación brutal de la destrucción por medio de una mujer vestida con harapos y rasgos monstruosos que en su mano izquierda llevaba un puñal y en la derecha una lata de petróleo.
Tras ella, se acumulaban los cadáveres y ardían las ciudades de Alcoy, Málaga y Cádiz. A la derecha, una matrona con la espada de la justicia, la rama de olivo de la paz y las tablas democráticas de la Ley representa los principios de libertad, orden, justicia, moralidad, igualdad, etc.: era la República por la que abogaba La Campana de Gracia.
Es conocida otra imagen de La Flaca en la que Salmerón, en bata, se devana los sesos con sus lecturas filosóficas mientras España, en su típica caracterización de Marianne, la matrona romana tocada con su gorro frigio, le abronca: «¡¡¡Para filosofías estábamos!!! Y se nos queman la casa».
El profesor almeriense terminaba de renunciar a la presidencia de Gobierno por negarse a firmar unas sentencias a la pena capital. Por eso, sobre el escritorio, en un gran pliego, se leía: «Abolición de la pena de muerte». Le censuraban, en suma, por anteponer los principios humanitarios de la democracia a lo que entendían como exigencias de la situación excepcional que el país atravesaba.
Pi y Margall, por su parte, fue dibujado como el hombre de hielo, aferrado a una doctrina —que, de forma simplista, reducían a la de Proudhon, que había sido el caldo de cultivo del estado de anarquía en el que, desde su perspectiva, España se encontraba.
Al igual que ocurría con Salmerón, lo veían como un político incapaz de ejercer un liderazgo real. Con frecuencia, fue dibujado como una estatua. Así ocurrió, por ejemplo, en una lámina de La Flaca en la que blandía una espada rota, mientras que, sobre su brazo derecho, que llevaba en cabestrillo, se leía la palabra «debilidades».
En esta caricatura, Pi aparecía como el líder de la izquierda de la Asamblea Constituyente: una banda de conejillos inofensivos frente a la amenaza revolucionaria del cantón.
La Constituyente, de hecho, fue identificada como una de las raíces de los problemas que se acumulaban: «La asamblea hace con el Gobierno lo que el perro del hortelano. Ni come las berzas, ni las deja comer», se decía en una imagen en la que se veía a Salmerón inmovilizado por una mujer que representaba a las Cortes, para impedirle firmar un decreto.
Con ese paisaje, el porvenir que se vislumbraba era el final de la patria, asesinada por el clericalismo, el comunismo y los cantonales. A pesar de las restricciones a la libertad de imprenta que impuso Castelar desde el Gobierno, al que accedió en octubre, periódicos ilustrados como La Campana de Gracia o La Flaca, reconvertida en La Madeja Política, tomaron partido por la política de orden que el dirigente republicano trataba representar.
En una caricatura de comienzos de noviembre de 1873, Padró dibujó a un enorme Castelar que extendía sus dos brazos para apagar, con la mano derecha, la llama de la Guerra carlista en Cataluña y Navarra, y con la derecha la de la Revolución Cantonal.
Entre sus piernas se veía la llave del Congreso, que había otorgado al dirigente federal poderes dictatoriales para controlar la situación. Tras él, a un lado, servía de fondo la humareda de los fusiles en los campos de batalla del norte y, al otro, el cañoneo entre la armada de Cartagena y la artillería del ejército centralista. «En el siglo del progreso / no siempre apagar las luces / es señal de retroceso», rezaba el título de la ilustración.
Al hacerse cargo del poder, Castelar fue caracterizado como el héroe que podía salvar la nave de la nación frente al naufragio de la guerra y la rebelión. Así se le veía en una escena en la que aparecía como el superviviente de la nave del Estado que, en un islote que representaba el patriotismo, con flotadores en las caderas y mirada decidida, ofrecía su brazo a la República, semihundida en el mar.
Mientras tanto, en su brazo izquierdo sostenía el mástil de la energía, el principio, tan genérico como ambiguo, que mantenía enhiesta la bandera española. Otro de los palos del navío, destrozado, aparecía en el primer plano con los nombres de dos de los presidentes caídos, Figueras y Pi y Margall.
En esa bandera, Padró escribió los principios que Castelar representaba: la suspensión de las garantías constitucionales, la aplicación de las ordenanzas en toda su integridad, con la pena de muerte incluida, el estado de guerra… una política de autoridad, en definitiva, para aplacar con mano dura la rebelión.
En la misma imagen, es interesante la representación de Cartagena como un peñón erizado de cañones en el que Roque Barcia, bajo la bandera roja del cantón murciano, escribía sus encendidas soflamas. En la costa, aparecía un amenazante monstruo marino de horribles fauces y con el rostro de Contreras.
En la pluma de Padró, cantonales, absolutistas y clerigalla formaban parte de una misma familia política reaccionaria. Por ejemplo, en una viñeta publicada en La Flaca aparecían cogidos del brazo el general Contreras, líder militar de la rebelión cantonal, el pretendiente don Carlos, con su espada de palo colgando del cinto, el duque de Chambord, aspirante legitimista al trono de Francia y un jesuita de mirada torva: «Dios los cría y ellos se juntan», rezaba la leyenda bajo la imagen.
Frente a Castelar, caracterizado como el gran hombre, lleno de energía y determinación, que lograría salvar la república de la revolución, los dibujantes señalaron tres antagonistas contra los que cargaron las tintas: Roque Barcia, Antonete Gálvez y Contreras, las tres caras visibles del cantón de Cartagena.
Para La Madeja Política, eran los culpables del desastre. Una caricatura del 13 de diciembre representó el bombardeo de la ciudad por las tropas gubernamentales. Gálvez, con sombrero calañés, barba hirsuta, los ojos aterrorizados y una espada en la que se leía su apodo, «Antoñete», ocupaba la mitad de la imagen. Un proyectil había estallado a sus pies.
Con mirada torva, Barcia huía hacia el mástil de un barco que se hundía. A su derecha, era Contreras el que corría en la dirección contraria. Tras ellos, se percibía una ciudad que pronto quedaría reducida a escombros.
Llamativamente, la bandera roja que identificaba al cantón de Cartagena o, en general, a la Revolución Cantonal, siempre apareció dibujada como un guiñapo. En realidad, los ilustradores no querían dar a entender que las explosiones la hubieran dejado reducida a jirones, sino más bien que nunca había sido una verdadera bandera o, quizá, que no podía ser el emblema de una causa legítima.
Defender la república, para estos ilustradores, equivalía a ridiculizar el cantonalismo. También es cierto que el contexto de limitación de las garantías constitucionales no facilitaba su defensa. Esta es, en todo caso, la imagen que ha prevalecido a la hora de conformar un imaginario visual de la revolución cantonal.
Cromos y cerillas: otros canales de difusión de la política
En los años del Sexenio Democrático, la prensa no fue el único soporte que llevó al público la imagen caricaturizada de los personajes que poblaban la escena política. De hecho, probablemente fueron los cromos que aparecían en las cajas de cerillas los que tuvieron una mayor capacidad para difundir estas representaciones entre un público popular por todos los rincones del país.
Con frecuencia los cromos copiaron los motivos, escenas y caracterizaciones de los periódicos ilustrados. Puede comprobarse, por ejemplo, con una cromolitografía de Roque Barcia que circuló en las cajas de cerillas en la que Salmerón era el padre de familia y el dirigente cantonal un niño díscolo y maleducado, que escribía «haremos lo que nos dé la gana».
La imagen era una variante de una caricatura publicada por Padró en La Flaca, pero, en este caso, el personaje estaba rodeado de barriles, botellas y latas de petróleo, que se desparramaba también por el suelo para remarcar el peligro de disolución social que entrañaba la situación. En una bala de cañón, se leía la palabra «cantón».
En otra cromolitografía titulada Los piratas cantoneros, Barcia era un músico de charanga que amenizaba al populacho con platillos y un bombo en cuyo parche se leía «La justicia federal», el título del periódico que le servía de tribuna sus doctrinas, además de los lemas «¡Ay! ¡Uf! ¡Dicha petrolera!». Eran imágenes sencillas desde el punto de vista formal, cargadas de símbolos políticos y alusiones cómicas, pero, a la vez, perfectamente reconocibles para el público.
Tomás Padró (1840-1877) y La Flaca
El 27 de marzo de 1869 salió a la venta el primer número de La Flaca, un semanario ilustrado barcelonés de tono satírico que alcanzó una enorme repercusión en toda España gracias, en gran medida, al uso pionero de la cromolitografía en sus grabados.
Unos meses después del triunfo de la Gloriosa, Barcelona se había convertido en uno de los principales focos del periodismo del país. Era, a la vez, uno de los epicentros del movimiento republicano federal. No es, por tanto, extraño que el republicanismo fuera la orientación hegemónica entre los periódicos de la ciudad condal.
La importancia de la caricatura política como arma de combate ideológico puede medirse en la respuesta de las autoridades monárquicas, que, durante el reinado de Amadeo de Saboya, trataron de quitarse de encima los incómodos ataques de La Flaca. Hasta su desaparición, el periódico burló el control gubernamental cambiando una y otra vez de nombre.
De este modo, se vendió como La Carcajada, La Risa, La Risotada y La Nueva Flaca manteniendo su línea editorial y, sobre todo, el estilo que le conferían las ilustraciones de su principal dibujante, Tomás Padró. Padró fue mucho más que un ilustrador, pero fue en este género en el que se labró un nombre. Su firma, de hecho, ya se había hecho un hueco en la prensa anterior a la Gloriosa.
Después de 1868 trabajó para revistas como La Ilustración Española y Americana, y sus dibujos, excelentes ejemplos del reporterismo gráfico antes del desarrollo de la fotografía en la prensa escrita, se publicaron en medios británicos, franceses y alemanes.
Pero fueron sus colaboraciones con periódicos ilustrados republicanos como La Flaca, La Campana de Gracia, La Madeja Política o L’Esquella de la Torratxa las que afirmaron su reputación tanto en el mundo artístico como en el de la política.