La historia y, sobre todo, la historia militar ha sido tradicionalmente una historia de hombres. Una historia que dejaba a las mujeres y a los niños como personajes secundarios, una especie de telón de fondo, un premio o una musa. De hecho, en los setenta, la investigación histórica llegó a preguntarse si las mujeres tenían historia. Hicieron incluso un congreso, que llevaba, literalmente, ese pensamiento como título. Pero resulta que sí tenían historia. Incluso una historia militar.
La mujer, en realidad, siempre había participado en la guerra y el ejército, de una forma u otra. Casi siempre como víctimas o madres desconsoladas. La violación siempre ha sido un arma de guerra, aunque no se ha reconocido como tal, y como crimen de guerra, hasta periodos muy recientes. Hasta 2008, en concreto, por parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aunque ya desde los años 90 lo había intentado «controlar», sobre todo tras la guerra de Yugoslavia en la que los crímenes que habían salido a la luz escandalizaron a la opinión internacional.
Víctimas y también protagonistas
La Segunda Guerra Mundial no fue una excepción: las mujeres «de consuelo», violadas y prostituidas por los japoneses; las mujeres rurales británicas, que acogieron a los niños de las grandes ciudades; las ejecutadas durante los procesos de invasión; las judías, gitanas o lesbianas recluidas y asesinadas en los campos de concentración. Incluso en la liberación, las violaciones, por parte de los aliados, fueron frecuentes, no solo a las colaboracionistas o alemanas, sino a toda la población, incluso las mujeres liberadas de los campos de concentración. No fue una realidad escasa, pero tampoco la única. La desesperación es un incentivo poderoso, como también lo era la sed de aventuras para poder jugar un rol más activo.
De hecho, tenemos ejemplos de la participación «profesional» de las mujeres en la guerra desde que podemos recordar. Artemisia de Caria dirigió sus barcos en la batalla de Salamina, aunque, eso sí, de parte de los persas, y Fu Hao dirigió ejércitos para el emperador chino en el siglo XII. Los romanos, para su sorpresa, tuvieron que enfrentarse a varias líderes guerreras, como Boudica, Teuta o Zenobia. Otros nombres son más que conocidos, como Juana de Arco o María Pita, que acuchilló ingleses en el sitio de La Coruña y luego peleó por su reconocimiento militar, o Inés Suárez, conquistadora española en América junto con Pedro de Valdivia. Incluso en grupo, como las sármatas, las Onna-bugeisha o las guerreras Dahomey.
Podríamos seguir dando ejemplos, a lo largo y ancho del mundo y la historia, y probablemente llenaríamos libros enteros. Sin embargo, es cierto que siempre habían tenido ese aire de excepción que confirma la regla, mujeres que habían tenido que camuflarse dentro de la norma de la exclusión de la mujer en la guerra. Eran mujeres fácilmente invisibilizables, en general, bajo esa etiqueta, cuyas historias y circunstancias se han tenido que ir recuperando en los últimos años. El cambio gradual a partir de la Primera Guerra Mundial, que se consolidó en la Segunda, fue justamente cambiar eso y empezar a incorporar a la mujer de forma oficial y abierta, y en todos los ámbitos posibles. Si bien no fue un proceso fácil ni homogéneo, sí que fue imparable.
Las precursoras
No surgieron espontáneamente y de la nada los cambios y la participación femenina en la Segunda Guerra Mundial. Eran la culminación de un largo periodo desde finales del siglo XIX, cuajado de guerras como la ruso-japonesa, la Revolución rusa, la Primera Guerra Mundial o la guerra civil española. En ellas, las mujeres ya habían jugado un papel importante y pelearon por no tener que hacerlo desde la inferioridad.
Más allá de la creación de la Cruz Roja, en el siglo XIX, mujeres como Florence Nightingale o Vera Gedroitz habían revolucionado la forma de entender el cuidado de los enfermos en las guerras, con nuevas ideas sobre la higiene y los hospitales de campaña. Las mujeres también habían trabajado en las fábricas de munición, en pésimas condiciones y cobrando menos que los hombres, pero sufriendo igual las enfermedades y accidentes. No solo eso: su trabajo en las fábricas se complementó con su participación en los deportes, muchas veces con partidos benéficos. El éxito de equipos como el británico Dick, Kerr’s Ladies llegó a reunir a más de 50.000 espectadores en un partido.
Quizá Gerda Taro hubiera llegado a cubrir la Segunda Guerra Mundial, cámara en mano, si no hubiera muerto en la guerra civil española. Fue la primera periodista de guerra, la que abrió camino para que otras pudieran colarse en los conflictos posteriores y demostrar su valía. Mary Olive Edis fue un caso parecido, ya que accedió, como fotógrafa, a los escenarios de la Primera Guerra Mundial. Mujeres como Louise de Bettignies y Edith Cavell fueron inspiración y modelo para las mujeres que participaron luego en las redes de evasión en la Segunda Guerra Mundial. Ambas murieron, ejecutadas, por su trabajo y sus ideales.
Incluso algunas habían participado en el frente, en Rusia, con el conocido como Batallón de la Muerte, exclusivamente femenino, o las milicianas españolas entre 1936 y 1937. Otras tuvieron que disfrazarse y ocultar su género, como la británica Dorothy Lawrence, aunque fue descubierta y juzgada, o alistarse en ejércitos extranjeros, como Flora Sandes, que combatió en el ejército serbio, uno de los pocos que dejaban a las mujeres alistarse oficialmente. También empezaron a crearse algunas organizaciones cercanas al ejército, como el Women’s Army Auxiliary Corps (WAAC), que, si bien tuvieron funciones de servicio y trabajo más bien doméstico, fueron el germen de la mayor integración femenina en el ejército en la Segunda Guerra Mundial.
Su labor e iniciativa fue fundamental para allanar el camino a las mujeres, tanto en la Segunda Guerra Mundial como en las épocas posteriores. La creación de una nueva conciencia política entre mediados del siglo XIX y mediados del XX supuso un cambio global tan rápido y significativo que es complicado pensar en otra época igual en este sentido.
En el frente y retaguardia
En España, las milicianas habían sido un ejemplo temprano de combate, aunque en un ejército poco regularizado. Además, su participación fue breve, de apenas unos meses, antes de que hubiera una fuerte campaña para que se retiraran del frente. Rusia, sin embargo, fue pionera en mandar a las mujeres a primera línea, y durante ambas guerras mundiales hubo mujeres participando como soldados pero, quizá, los casos más conocidos sean justamente los de la Segunda Guerra Mundial, como los de la francotiradora Lyudmila Pavlichenko, o las aviadoras conocidas como «las brujas de la noche». Mientras, otros países, como Gran Bretaña, tendieron a incorporar a las mujeres en el ejército, pero en misiones, en teoría, alejadas del combate, como en el caso de la WAAF (Women’s Auxiliary Air Force), que se insertaron dentro de la RAF británica. En este último caso hay que destacar lo de «en teoría», ya que, al ser los aeródromos un objetivo básico en los bombardeos alemanes, murieron unas doscientas mujeres de esta organización solo en su primer año de funcionamiento.
Además, las mujeres participaron como médicas y enfermeras, atendiendo a los soldados heridos y arriesgando sus propias vidas, siguiendo los frentes y operaciones o en hospitales de campaña. No era un trabajo seguro y, en algunos escenarios, se convirtieron en objetivos preferentes, como en el caso del frente del Pacífico. Tristemente famoso es el caso de Vivian Bullwinkel, única superviviente de la masacre de una veintena de enfermeras por parte de los japoneses tras un naufragio en la isla de Bangka. Eso sí, no todas ayudaron a salvar vidas, y tenemos el ejemplo de Pauline Kneissler, que llevó a cabo su labor como enfermera en los campos de exterminio, y organizó el asesinato de miles de personas.
Esa fue parte fundamental del otro lado de la historia, uno más turbio y oscuro, de la labor femenina, más allá de la sangre del combate, ya que fueron fundamentales en el mantenimiento del orden del régimen nazi en la retaguardia y en su sistema de represión y exterminio. Fueron, por ejemplo, crueles guardianas en los campos de concentración, como Irma Grese o Maria Mandel, «la bestia de Auschwitz». Las mujeres demostraron que, más allá de estereotipos de dulzura y cuidados, podían ser heroicas y podían también matar, ser crueles y cometer crímenes de guerra.
Fueron también clave en las distintas organizaciones de la resistencia y evasión en los países ocupados por los nazis, como la red de la Comète, organizada por Andrée de Jongh y en que participaron numerosas mujeres, hasta las staffettas partisanas, expertas en el contrabando y la entrega de mensajes. Su rol doméstico en la sociedad cuadraba bien con las tareas de alojamiento, mensajería y avituallamiento. Esto las hizo fundamentales, pero facilitó que se olvidara, en parte, su papel posteriormente. El espionaje también fue cosa de mujeres, a veces camufladas bajo su fama en distintos ámbitos, como ocurrió con Coco Chanel y Joséphine Baker (en bandos opuestos), pero también mujeres que, en su momento, eran anónimas, como Nancy Wake y Noor Inayat Khan.
El mundo en el que estalló la Segunda Guerra Mundial era, además, un mundo inmerso en un profundo proceso de cambio social, tanto en el ámbito de los derechos de la mujer como en el antirracismo y anticolonialismo. Las mujeres habían luchado por acceder a la educación superior, y el movimiento sufragista había ido sumando logros, aun con —o quizá por— el parón que había supuesto la Primera Guerra Mundial. Así pues, las primeras mujeres con cargos políticos pudieron votar a favor o en contra de la entrada en la guerra, y las mujeres habían ido accediendo tímidamente a una agencia política impensable un siglo antes.
Dentro de esta agencia política, las posiciones fueron contrapuestas. Las suffragettes británicas, por ejemplo, se habían posicionado claramente a favor del esfuerzo bélico en la Primera Guerra Mundial y, de hecho, llevaron a cabo campañas, como la de la Pluma Blanca, para avergonzar a los que no se habían alistado. En cambio, otras mujeres y políticas mantuvieron su compromiso con el pacifismo en ambas guerras, como la americana Emily Greene Balch, que fundó la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad, o la también americana Jeannette Pickering Rankin, la primera mujer elegida para la Cámara de Representantes, que votó en contra de la entrada de Estados Unidos en ambas guerras mundiales.
La Primera Guerra Mundial también había sido un hito en la incorporación de la mujer al mundo laboral o, más bien, en el reconocimiento de ciertos derechos y de su capacidad de realizar ciertas labores. No olvidemos que, aunque ignoradas y mal pagadas, las mujeres habían sido siempre parte de la fuerza de trabajo. Sin embargo, su desempeño en las fábricas durante la Segunda Guerra Mundial, que dejó iconos como los carteles de «Rosie la remachadora», el famosísimo de «We can do it», o como la portada del Post de Norman Rockwell, consolidó una tendencia que podía haber sido temporal.
Se rompía, así, una larga tradición de dicotomía entre las escasas mujeres que participaban activamente en la guerra y la imagen de la mujer como víctima de la misma. Una dicotomía que, sin embargo, por su enorme valor simbólico sí se mantuvo hasta cierto punto en la propaganda de guerra, en los carteles y las imágenes, aunque uniendo una tercera, la de la mujer como amenaza. Los carteles en los que la mujer era representada como una prostituta, portadora de enfermedades venéreas, además de como espía, se volvieron habituales. De hecho, un cartel llegó a representarlas como peores que Hitler. Santas y madres o prostitutas y perversas, pese a todos los cambios.
El caso es que las mujeres, en este momento, ya no solo eran soldados o víctimas. En un mundo en transformación, había mucho más. También eran políticas, espías, periodistas o científicas. De hecho, aunque se suela olvidar, una mujer estaba presente en el Día D, en el mismo desembarco de Normandía: la periodista Martha Gellhorn, que tuvo que colarse en uno de los barcos, fingiendo ser enfermera y luego camillero. También estuvo presente en Dachau, documentando el horror de primera mano.
Investigadores y científicas
La labor en la investigación científica y tecnológica fue fundamental. Hedy Lamarr, quizá más conocida por ser la primera actriz que representó un orgasmo en pantalla, trabajó durante este periodo creando un sistema de guía por radio para los torpedos, además de en los saltos de frecuencia, investigaciones que fueron la base fundamental para la actual tecnología WiFi. En el equipo de Turing, que descifró la máquina Enigma, también participaron Joan Clarke y Rosalind Hudson. También modelaron la propaganda, desde ambos bandos, pero quizá sean más conocidas las obras de Leni Riefenstahl o Margherita Sarfatti que, pese a haber contribuido al triunfo de Mussolini, tuvo que exiliarse de Italia, ya que era judía.
Son muchos nombres. Muchas mujeres trabajando en campos diversos, que marcaron el rumbo de la guerra o plantaron semillas para avances posteriores ¿Por qué nos suenan tan pocos de ellos? Quizá porque, volviendo al principio, siempre hemos visto la guerra y la historia como algo masculino, como un oficio de hombres, así que hemos pasado de largo, ignorándolas. En ciencia se acuñó un término, el de «efecto Mateo», para describir el fenómeno de cómo tendemos a atribuir al hombre más famoso todos los méritos de cualquier invento o avance cercano. Sin embargo, a él se une el «efecto Matilda», que describe como, además, todo será atribuido automáticamente a un hombre (¿cuántas veces hemos pensado quién inventó el kevlar o los limpiaparabrisas? ¿Por qué conocemos a Einstein pero no a Mileva Marić?).
Asimismo, el final de la guerra marcó también una campaña de «regreso al hogar», en la propaganda, las revistas y la literatura. Una invisibilización del papel de las mujeres y un intento de revertir el grado de agencia y participación. En este caso, la constancia de ese hecho, unida a la reflexión sobre las consecuencias y limitaciones del sufragio femenino llevó a lo que se conoce como la «Segunda Ola del feminismo». Esta supuso una reflexión sobre los roles de género (y el mismo concepto de género), el sistema social y el origen de la discriminación, desde distintos campos, de la sociología y la historia a la antropología y la filosofía de la ciencia.
El regreso a la normalidad
La Segunda Guerra Mundial acabó. Hubo fiestas, huidas clandestinas, besos en las calles y reencuentros. Y gente que no volvió. Y el mundo intentó recuperar la normalidad. Sin embargo, no resultó sencillo. Hubo horror en los juicios, lo que complicó cerrar los ojos ante la brutalidad de la guerra, la represión y la discriminación. Aunque, quizá sí se cerraron los ojos para mantener un discurso en blanco y negro ante las violaciones cometidas tras la guerra con las mujeres alemanas (se calcula que más de 800.000 fueron violadas por los soldados aliados al final de la guerra y en el periodo posterior de ocupación), o lo poco que se reconocieron los crímenes japoneses sobre las mujeres «de consuelo». Incluso en los territorios liberados del dominio alemán, las mujeres que antes habían sufrido a manos de los nazis tuvieron que ver cómo los soldados aliados se comportaban de una forma menos caballerosa de lo que se ha vendido luego. Y, más tarde, vivir con el estigma que supusieron las violaciones, además de con su recuerdo.
El castigo a las mujeres colaboracionistas, al igual que a las «rojas» en el franquismo con aceite de ricino y rapados, fue habitual, como una muestra clara de humillación basada en el género. En ocasiones ni siquiera eran colaboracionistas, sino prostitutas o mujeres que se habían visto obligadas a sobrevivir mediante su cuerpo.
Por otro lado, las mujeres no estaban demasiado dispuestas a volver a casa. Años después, Betty Friedan se preguntaba por qué, pese a parecer todo tan perfecto, las amas de casa, con sus electrodomésticos, su derecho al voto y sin los sacrificios de la guerra, se deprimían tanto. En su libro La mística de la feminidad, analizó el enorme esfuerzo de propaganda que se había hecho para devolver a las mujeres al hogar, devolver sus puestos de trabajo a los hombres e intentar volver a un statu quo anterior a las guerras. Pero era imposible. Las mujeres habían visto el horror del frente, habían arriesgado la vida, habían manejado y fabricado munición, volado aviones, habían fotografiado la guerra, se habían posicionado. También habían muerto y matado. Las cosas, habían cambiado para siempre en la vida de la mujer.
No en vano, el sufragio femenino se extendió tras las Guerras Mundiales. Mientras Inglaterra o Estados Unidos lo concedieron en el periodo de entreguerras, Italia y Francia lo hicieron entre 1944 y 1946. Otros países tuvieron que esperar hasta la descolonización. Aun así, Suiza no alcanzó una igualdad real en el voto, en todo su territorio, hasta 1971. También la legislación laboral fue igualando derechos y sueldos, y lo mismo pasó con su incorporación al ejército.
Más allá de la decisión de estas mujeres de cambiar su propia vida y su propio periodo histórico, también supusieron un cambio trascendental en la historia. De repente, tocaba pensar por qué no lo habían hecho antes y por qué se les pedía que no lo volvieran a hacer. Tocaba deconstruir prejuicios y repensarse, desde la política y la academia.
Solo una mirada distinta, más curiosa, más atenta, con menos prejuicios, podría cambiar la forma de concebir la historia o el papel social de la mujer. Un paso enormemente importante para la historia militar en particular, y la historia en general, fue centrarse en que lo realmente importante de las guerras, más allá de los movimientos de tropas, las estrategias y los generales, más allá de las historias épicas, es su capacidad para afectar a poblaciones enteras a corto y largo plazo, así como los cambios sociales que provoca en todos los aspectos de la vida, incluso en las relaciones de género. Y, por eso, es tan importante fijarnos en ellas. Porque siempre estuvieron, incluso en la guerra.