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jueves, noviembre 28, 2024

Aristóteles y su pensamiento, un legado histórico

Aristóteles (Estagira, 384 a.C.), hijo de Nicómaco, médico del rey Amintas III de Macedonia, fue durante veinte años, de los 17 a los 37, discípulo de Platón en la Academia, fundada en 387 a.C. y uno de los primeros centros del saber en Occidente. Su estrecho vínculo intelectual con Platón no impidió que fuera a la vez su crítico más severo y su lector más profundo. A la muerte de Platón en 347 a.C., Aristóteles abandona Atenas instalándose en Aso (Asia Menor), donde además de desarrollar un pensamiento independiente del platonismo comienza su interés por las ciencias naturales y las investigaciones biológicas, de las que se le considera el fundador en Occidente. 

Aristóteles instruyendo a su joven alumno Alejandro Magno, en un grabado de 1885. Foto: Shutterstock.

Tras unos años en Mitilene y Lesbos, donde llevó a cabo diversas investigaciones científicas de orden biológico y natural, en 343 a.C. fue llamado a la corte por Filipo II de Macedonia para ocuparse de la educación de su hijo de doce años, quien llegaría a ser Alejandro Magno. En su Vida de Alejandro Magno, Plutarco (s. I) describe lo que el joven príncipe aprendió de Aristóteles y menciona la edición de la Ilíada que había realizado este y que acompañaba en un cofre al militar en sus campañas, quien la guardaba con celo bajo la almohada al lado de la espada. Diez años pasó Aristóteles en la corte de Macedonia; tras enviudar de Pitias, su segunda esposa, Herpilis, dio a luz a Nicómaco, dedicatario de la Ética a Nicómaco. En 336 a.C., tras la muerte de Filipo y el acceso al trono de Alejandro, Aristóteles abandona Macedonia.

Su época

Un año después, en 335 a.C., se encuentra de nuevo en Atenas, donde en su condición de meteco (extranjero con derechos restringidos) no puede adquirir propiedades ni participar en la vida política. Es en esa época cuando funda su propia escuela, el Liceo, en su origen un santuario y gimnasio, próximo al Templo de Apolo Licio. En este espacio dedicado al trabajo intelectual, Aristóteles se reunía con sus alumnos y trataba las más diversas cuestiones científicas y filosóficas, bien a modo de conferencias, bien según cursos magistrales sobre trabajos de investigación, bien en discusiones que tenían lugar mientras paseaban en el perípatos (paseo) que como todo gimnasio tenía el Liceo (de ahí viene ‘peripatéticos’: literalmente, ‘paseantes’).

La escuela de Aristóteles (1883-1888), fresco del pintor alemán Gustav Adolph Spangenberg. Foto: ASC.

Esta actividad a la cabeza del Liceo duró doce años, hasta 323 a.C., año de la muerte de Alejandro Magno y del resurgimiento de los sentimientos antimacedonios en Atenas, alentados por el orador y político Demóstenes. Todo esto inquietó a Aristóteles, pues con motivo o sin él se le consideraba miembro de la facción promacedonia, lo que dio lugar a una acusación por impiedad en base a un poema que había escrito veinte años antes con ocasión de la muerte de Hermias, y en el que Aristóteles habría querido divinizar a su amigo. 

Como al parecer la condena por impiedad era segura, Aristóteles abandonó Atenas, dejando el Liceo en manos de Teofrasto y declarando que no quería que los atenienses cometiesen un segundo crimen contra la filosofía (el primero fue la muerte de Sócrates en 399 a.C.). Aristóteles se retiró a Calcis, en Eubea, donde murió en el otoño de 322 a.C. a la edad de 62 años.

Ruinas de la antigua Acrópolis de los armenios en la isla de Eubea, en Grecia. Foto: Shutterstock.

Con la muerte de Aristóteles, la gran tradición filosófica griega entra en declive –coincidiendo con la decadencia de las ciudades independientes griegas, en las que el filósofo veía la forma más perfecta de organización política– y da paso a las escuelas helenísticas, más preocupadas por cuestiones ético- morales que puramente teóricas, en un momento en que las luchas internas por el poder, tras la muerte de Alejandro Magno, desangran el Imperio macedonio debilitando para siempre la estructura política griega.

Su pensamiento

A diferencia de Platón, Aristóteles no concibe la filosofía como un ejercicio de desapego en relación con lo sensible y de pura aspiración a lo inteligible, las ideas. Y aunque entiende la filosofía como un saber desinteresado, en cuyo origen están la admiración (thaumádsein), la curiosidad y el deseo innato de saber propio de todo ser humano, Aristóteles configura la filosofía en relación a un conjunto de saberes referidos al estudio de los diferentes ámbitos de la realidad pero orientados hacia la filosofía primera, clave de bóveda de su metafísica.

Platón y Aristóteles en el centro de La Escuela de Atenas, uno de los frescos pintados por Rafael Sanzio, entre 1509 y 1511, en el Palacio Apostólico de la Ciudad del Vaticano. Foto: Shutterstock.

Hay una realidad, o substancia (ousía), que diferencia en dos ámbitos, el corruptible y el incorruptible. De modo que la naturaleza (phýsis), principio del movimiento (kínesis) y de la generación-corrupción de las cosas en las que reside esencialmente, será el objeto de la ciencia física. La física aristotélica, que en cuanto ciencia aspira al conocimiento de las causas, de todo aquello que tiene en sí mismo, y no en otro, su principio del movimiento, cubre tanto el ámbito teórico, la física, como las investigaciones sobre los animales, las plantas, los astros y todo lo que cae dentro del género natural. 

Así, la definición del movimiento como “actualidad de lo potencial en cuanto tal” es, junto con la del tiempo como “número del movimiento según el antes y el después”, un aporte de Aristóteles a la física antigua, gracias a la distinción conceptual acto-potencia y a la de anterior-posterior. Una física que Aristóteles divide en sub-lunar, la que se ocupa de los seres corruptibles, y supra-lunar, la que se ocupa de los incorruptibles en movimiento. Pero si la aspiración científica de la física es dar cuenta de la causa del movimiento de aquello que se mueve y se produce por sí mismo, y no por otro como ocurre con la técnica (téchne), el recurso a la explicación por el motor próximo pronto se verá puesto en entredicho por el hecho de que todo motor requiere a su vez otro motor para el ejercicio de su ‘motoridad’. La solución de Aristóteles es “deducir” un primer motor inmóvil, dios, que, exterior al ámbito contingente de la naturaleza, mueve por atracción.

Esta substancia divina, a diferencia de la natural, al no implicar materia ni potencia, características de lo en movimiento, no está aquejada de contingencia, es acto puro; es decir, su ser es necesario, no puede ser de otra manera a como es. La diferencia que distingue lo necesario de lo contingente cubre, según Aristóteles, todo el espectro de lo que puede ser sin contradicción, y por lo tanto del ser mismo. Pues lo que no respeta “el principio más firme”, no puede ser. De modo que si hay un saber que se ocupa de la naturaleza en cuanto substancia móvil, ciencia física, y otro que se ocupa de la substancia inmóvil que es dios, teología, hay, afirma Aristóteles, una ciencia que trata del ser en cuanto ser y lo que le corresponde de suyo, sin atender a las especificaciones naturales, teológicas o matemáticas. 

En esta afirmación, que abre el libro IV de la Metafísica, se constituye la ciencia que luego se denominará “ontología” y que, con las antes citadas, aspira a ocupar el lugar de la filosofía primera, objeto de las investigaciones que recogen los catorce libros de la Metafísica. De modo que si la física, la teología, la matemática y la ontología constituyen el ámbito teórico del saber, en el que el objeto del conocimiento es independiente de quien conoce, falta por saber cuál de estas ciencias cumple los requisitos para ocupar el lugar de la “filosofía primera”, clave de bóveda del saber metafísico aristotélico. Un saber que, como su nombre indica, está más allá (metá) de las cosas físicas (tà physiká), de aquellas que tienen el principio del movimiento en sí mismas, además de significar como título de una obra el hecho de que esos catorce libros se ocupan de cuestiones que vienen después de la física (tà metà tá physiká). 

En Metafísica, Aristóteles fija el objeto de la “primera filosofía” como la ciencia sobre los primeros principios y causas de todo lo existente, el ser en general, la esencia.

De modo que, una vez descartadas la física y la matemática como aspirantes a filosofía primera, la primera por el movimiento, la segunda por implicar supuestamente materia, la teología es la aspirante más apta a ocupar ese puesto de privilegio aunque su objeto, dios, el más excelente, no sea el más universal, como sí lo es el ser, si no es porque, según Aristóteles, la teología “será universal (…) por ser primera”. Esta particularidad hará que la filosofía primera en cuanto metafísica se considere onto-teológicamente constituida, es decir, que la totalidad del ser se funda en el ente por excelencia que es dios para Aristóteles, decisión que condicionará el desarrollo posterior de la filosofía occidental.

La verdad que corresponde a los saberes del ámbito teórico es proporcional al ser de los objetos de dicho ámbito, pues “cada cosa posee tanto de verdad cuanto posee de ser”. De manera que la experiencia “contemplativa”, la que engendra el saber teórico, es la epistemológicamente más valiosa. No obstante, Aristóteles no reduce el saber al ámbito teórico, sino que reconoce dos ámbitos más donde la actividad humana tiene como resultado acciones específicas. Uno es el ámbito de la práctica (práxis), cuyos saberes se corresponden con la ética y la política, por ser aquel dominio de la acción en el que el sujeto no es separable de la acción realizada, y el otro, el poiético (poíesis), que corresponde al ámbito de la producción y de la técnica, donde la acción del hombre sí es separable de la obra realizada, y cuya ciencia corresponde a la poética.

Pero el saber práctico acerca del bien es sin duda la ética, que, a diferencia de Platón, no es una idea sino que, como el ser, tiene múltiples significados de los que surgen tantas ciencias como bienes corresponden a dichos significados, esto es, la máxima expresión de la epistemología práctica aristotélica. Y es que Aristóteles, al afirmar que todos los seres humanos perseguimos la felicidad (eudaimonía) y que la virtud (areté), “un hábito selectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros”, es necesaria para lograrla, confía naturalmente en que nadie en su sano juicio puede desear el mal para lograr la felicidad. 

La ética aristotélica, aunque de otro modo a la socrático-platónica, es una ética intelectualista pues, como demuestra el último libro de la Ética a Nicómaco, la felicidad por excelencia se logra por la actividad filosófica. No obstante, y puesto que Aristóteles considera que la verdad relativa a cada saber es función del grado de ser (necesario-contingente) del ente tratado, valora la cientificidad de la ética en relación a los logros que tienen el bien como fin, en el ámbito de la contingencia, de la virtud intelectual que es la prudencia (phrónesis): “Una disposición racional verdadera y práctica respecto de lo que es bueno y malo para el hombre. Porque el fin de la producción es distinto de ella, pero el de la acción (práxis) no puede serlo: la buena acción es un fin”. Pues Aristóteles era muy consciente de que lo que hace al humano que somos en su actuar específico es un ámbito relacional que tiene su espacio de excelencia en la política, “ciencia (…) principal y eminentemente directiva”; de ahí que acabe la Ética a Nicómaco dando comienzo al discurso sobre “cuál es la mejor forma de gobierno”.

Estatua del filósofo estagirita en la Universidad Aristóteles de Tesalónica (Grecia). Foto: Shutterstock.

Partiendo de que el hombre es por naturaleza un animal político que delibera y elige, se trata de saber qué comunidad política como ámbito de libertad (eleuthería) es más favorable para lograr la excelencia y la vida buena, a lo que Aristóteles añade que sin las condiciones materiales necesarias que implica toda existencia la felicidad es imposible. Por ello considera que las ciudades-Estado griegas son el modelo perfecto para realizar un proyecto humano de vida buena, teniendo en cuenta la armonía entre los ciudadanos, la autarquía en lo económico y la educación, tarea esencial del Estado, cuya meta es crear los mejores ciudadanos atendiendo a los fines de vida buena que guían la ética y la política aristotélicas.

Su influencia

La posteridad de la obra de Aristóteles, uno de los mayores legados de la humanidad, es la prueba del vivo interés que ha despertado a lo largo de los siglos en las mentes más brillantes. Así, tras su muerte en 322 a.C., Teofrasto queda a la cabeza del Liceo como escolarca, pero será Andrónico de Rodas, último escolarca del Liceo entre 58 y 47 a.C., quien llevará a cabo la primera edición de las obras de Aristóteles. Como editor tuvo que decidir acerca del nombre de ciertos escritos sin título, así como de su ordenación en la serie de trabajos que conforman la obra de Aristóteles. El más famoso es el de Metafísica, nombre con el que quiso ordenar una serie de textos que por su temática trataban de cuestiones que venían después de la física. 

Estatua de Teofrasto en el Jardín Botánico de Palermo (Italia). Foto: Shutterstock.

La fortuna del pensamiento del filósofo no hará sino aumentar gracias a sus grandes comentadores, como Alejandro de Afrodisia, quien, a principios del siglo III, lleva a cabo un comentario e interpretación sistemáticos de prácticamente toda la obra del estagirita. El neoplatónico Simplicio comenta en griego algunas de las obras más importantes de Aristóteles: Categorías, Acerca del alma, Acerca del cielo o Física. Pero es Boecio, autor de Consolación de la filosofía, quien en el siglo VI traduce al latín Categorías y Sobre la interpretación, que junto con Tópicos, Analíticos Primeros y Segundos y Las refutaciones sofísticas, constituyen la lógica aristotélica (Organon), cuya plena validez reconocía Kant en el siglo XVIII.

Durante los mil años que dura la Edad Media (410-1453), y en continuidad con los comentaristas griegos y latinos, la obra de Aristóteles será estudiada y discutida hasta sus últimos detalles. Y si en un primer momento la referencia filosófica para Agustín y sus seguidores (agustinos) es Platón y el neoplatonismo, más adelante será Aristóteles el fundamento teórico de la escolástica, que tiene como fin legitimar filosóficamente la verdad revelada del dogma cristiano

Será la recepción árabe de Aristóteles y su traducción al latín la que ofrezca a Occidente su obra completa, con pensadores como El Farabi (s. X), que hizo que el saber griego pasara a lengua árabe, Avicena (s. XI), gran conocedor de Aristóteles, o Averroes (s. XII), eminente comentador de Aristóteles y teórico de la “doble verdad”: una para la filosofía y otra para la teología. Tomás de Aquino (s. XIII), comentador de Aristóteles y filósofo escolástico por excelencia, arremeterá contra Averroes por considerar su doctrina incompatible con la única verdad de la fe católica, a la que la filosofía debe estar supeditada. 

Miniatura de Ibn Sina o Avicena. Gran conocedor de Aristóteles, era llamado el príncipe de los sabios o el más grande de los médicos. Foto: ASC.

Este conflicto de las interpretaciones del pensamiento de Aristóteles entre el averroísmo latino y la escolástica más dogmática vivirá su culmen con la condena a santo Tomás, en 1277, por parte del obispo de París, E. Tempier, que conllevará la prohibición de enseñar el pensamiento aristotélico por considerarlo contrario al dogma cristiano. Sin embargo, la Iglesia católica se dará cuenta pronto de su error, anulando dicha condena y convirtiendo a santo Tomás en uno de sus máximos referentes hasta la actualidad, incluida su base aristotélica.

La importancia de Aristóteles, tanto en su versión escolástica como averroísta, se mantendrá viva a lo largo del Renacimiento hasta que, con Descartes, la crítica moderna se lleve por delante a un Aristóteles escolástico que poco tiene que ver con el Aristóteles griego. Leibniz (s. XVII) verá en Aristóteles a un maestro que le permitirá desarrollar su calculus universalis, a partir de la superación de la silogística aristotélica. Pero será Hegel, en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, quien reconozca en Aristóteles al filósofo más importante de la Antigüedad, afirmando que “si se tomase verdaderamente en serio el estudio de la filosofía, nada habría más digno que explicar desde la cátedra las doctrinas de Aristóteles, pues no hay entre los filósofos antiguos ninguno que tanto merezca la pena ser estudiado como este”.

René Descartes trató de aplicar a la filosofía el razonamiento inductivo (matemático), llevándose por delante a un Aristóteles escolástico que poco tenía que ver con el griego. Foto: Shutterstock.

Además, en lo que será el renacimiento aristotélico del siglo XX, hay que reconocer tanto la investigación histórico-filológica de Jaeger, con su Aristóteles, como la renovación filosófica que, tras leer Sobre los múltiples significados del ente según Aristóteles, de Brentano, llevará a cabo Heidegger, quien en 1922 escribe el Informe Natorp. Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, en el que ofrece una novedosa interpretación hermenéutica de la filosofía aristotélica.

Pero lo que más ha valorado del pensamiento de Aristóteles nuestra contemporaneidad es la parte práctica. Una ética en la que, mediante el concepto de prudencia, Aristóteles aborda sin rigidez imperativa y atento a las circunstancias que condicionan siempre la acción humana el modo en que la dimensión práctica de nuestro ser puede alcanzar la virtud que conduce a la felicidad por todos anhelada, y que tiene en la actividad filosófica su máxima expresión. En la segunda mitad del siglo XX, tanto la hermenéutica de Gadamer, Vattimo, Ricoeur o Volpi como el pensamiento de Arendt, MacIntyre o Nussbaum, por citar solo algunos, se reconocen en la ética aristotélica, comprensiva con la “imperfección” humana consecuencia de una práctica sometida a las limitaciones que nos impone el ámbito de contingencia donde realizamos nuestra existencia.

Grafiti de la historiadora y filósofa política judía alemana Hannah Arendt, con su famosa frase “Nadie tiene derecho a obedecer”. Foto: ASC.

Bibliografía

  • Pierre Aubenque, El problema del ser en Aristóteles (G. Escolar Editor).
  • Teresa Oñate, Para leer la Metafísica de Aristóteles en el siglo XXI (Dykinson).

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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