Dioses. Eso es lo que consideraban nuestros antepasados a los planetas cuando los observaban en el cielo. Aquellos movimientos alternativos con respecto al fondo de estrellas les confirieron esa categoría divina que mantuvieron durante siglos. Era cuestión de tiempo que a alguien se le ocurriera estudiar esos movimientos y cuando esto ocurrió, inevitablemente, llegaron las conclusiones.
Aquellos objetos de movimiento alternativo perdieron su divinidad, dejaron de ser dioses para convertirse en «estrellas errantes» o planetas. Mantuvieron su denominación mitológica romana —Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno— y, junto con el Sol, la Luna y las estrellas fijas, formaban un universo que comenzó a ser predecible.
El modelo geocéntrico
Podemos imaginar que nuestros ancestros observan durante días, meses y años cómo los astros salen por el este y se esconden por el oeste. De modo que piensan que la Tierra, y por extensión, el hombre, es el centro del universo y el resto de objetos celestes giran a su alrededor.
Esto da lugar a una concepción de universo denominada modelo geocéntrico. Los filósofos griegos Anaximandro de Mileto (610-546 a.e.c.), y Platón (428-348 a.e.c.) son considerados los primeros defensores de esta corriente de pensamiento.
Para Anaximandro, el universo es un sistema de ruedas concéntricas rellenas de fuego que giran a nuestro alrededor. Las ruedas están horadadas, como una flauta, y en su interior llameante podemos identificar el Sol y los planetas. El caso de la Luna es similar, aunque el orificio que le corresponde se oculta y destapa periódicamente para dar lugar a sus fases. En el modelo de Anaximandro, la Tierra no es esférica, sino cilíndrica y el hombre habita en la parte superior que está rodeada de mares y océanos.
Lo revolucionario de Anaximandro es que el cilindro terrestre flota en el universo sin que nada lo sujete, algo que para el filósofo austriaco contemporáneo Karl Popper (1902-1994) es una de las ideas más audaces del pensamiento humano.
Platón adopta la idea de Anaximandro al considerar que nuestro mundo está suspendido en el cosmos y que también está situado en el centro del universo. Pero, a diferencia de su predecesor, la concibe la Tierra como una esfera inmóvil. De acuerdo a este nuevo modelo, las estrellas y los planetas acompañan a la Tierra girando a su alrededor. De más próximos a más lejanos se encuentran: la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter, Saturno y, finalmente, las estrellas fijas.
Aristóteles de Estagira (384-322 a.e.c.), el más famoso estudiante de Platón, utiliza las matemáticas para crear su propio concepto de universo, en el que una Tierra esférica se encuentra rodeada de esferas, mientras que los cuerpos celestes están incrustados en ellas. Para explicar los movimientos alternativos de los planetas con respecto al fondo de estrellas, Aristóteles debe echar mano de varias de estas esferas para cada planeta.
El hecho de que haya tanta complejidad debido al uso de un gran número de esferas para explicar el movimiento planetario no convence al astrónomo y matemático Aristarco de Samos (310-230 a.e.c.). El embrollo cósmico heredado de sus predecesores hace que cree su propio concepto de universo, resultando ser radicalmente distinto a los anteriores.
El sol en el centro del universo
En el modelo de Aristarco de Samos, el Sol pasa a ser el centro del universo, dejando al hombre en un segundo plano. Pero la idea de que la humanidad esté en esa nueva ubicación dentro del cosmos no termina de convencer.
Y, por si había alguien que dudase del lugar del hombre en el universo, el astrónomo Claudio Ptolomeo (100-170 e.c.) publica la que es, sin lugar a dudas, una de las obras más importantes en el pensamiento científico, el tratado astronómico llamado Almagesto. En este tratado, Ptolomeo parte de las ideas cosmológicas de Aristóteles y establece un universo esférico para explicar las trayectorias del Sol, la Luna y los planetas sobre el fondo de estrellas.
Además, introduce el término «epiciclo«, uno de los conceptos claves que revolucionan la mecánica celeste de la época. Con él, Ptolomeo logra explicar con gran precisión y de manera matemática la retrogradación, es decir, el movimiento que los planetas suelen trazar en ocasiones de oeste a este, yendo en contra del resto de cuerpos celestes.
El Almagesto ptolomeico también incluye un catálogo de 1022 estrellas que se distribuyen en 48 constelaciones. Para catalogar su brillo, Ptolomeo usa un sistema creado por Hiparco de Nicea (190-120 a.e.c.) en el que las más brillantes del cielo se consideran de primera magnitud, mientras que las más débiles —aquellas que rozan el límite de lo visible a simple vista— son catalogadas de sexta magnitud.
Este sistema ideado por Hiparco para catalogar el brillo obedece a una regla logarítmica negativa. Por ejemplo, una estrella que tenga una magnitud tres es considerada dos veces más brillante que una de magnitud cuatro. De este modo, según este sistema, una magnitud es considerada el doble de brillante que la inmediatamente menor.
El sistema de magnitudes estelares que instauró Hiparco es muy similar al que tenemos hoy en día. Actualmente, la magnitud 6,0 marca el límite de lo visible a simple vista, mientras que las estrellas más brillantes rondan la magnitud 0,0. En algunos casos el límite se ve sobrepasado, como por ejemplo en el caso de la estrella más brillante del cielo tras el Sol, Sirius, en la constelación del Can Mayor, cuya magnitud es de –1,46. Actualmente, también se usa una regla exponencial negativa donde el factor que relaciona una magnitud con su anterior o posterior es de 2,51. Este valor se deduce de una expresión matemática que definió el astrónomo británico Norman Pogson (1829-1891) donde una estrella de primera magnitud debía de ser cien veces más brillante que una de sexta.
Las últimas partes del tratado astronómico de Ptolomeo hacen referencia a las particularidades del movimiento de los planetas en el cielo, dejando patente que la dinámica del cosmos responde a bases matemáticas. Es una obra tan detallada, que no solo explica los movimientos de los astros, sino que es capaz de predecirlos. El Almagesto, traducido al latín como Syntaxis Mathematica, y cuyo título en castellano proviene del árabe Al-Majisti, es considerado como uno de los textos más influyentes de la historia. Tiene unos principios tan robustos que logra estandarizar el geocentrismo. De hecho, las ideas que plantea estuvieron vigentes más de 1400 años.
Copérnico vs. Ptolomeo
El primer gran enemigo que se enfrenta al sistema cosmológico planteado por Ptolomeo es el astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543).
Fruto de la meticulosa observación celeste que realiza a lo largo de veinticinco años, obtiene una serie de conclusiones que rompen radicalmente con lo establecido por el modelo ptolemaico. En concreto plantea un sistema donde el Sol es el centro del universo y los planetas, incluida la Tierra, giran a su alrededor en órbitas circulares. Las ideas de Copérnico quedan plasmadas en su obra De revolutionibus orbium coelestium, publicada el año de su muerte y cuya estructura recuerda en gran medida al Almagesto, lo que parece indicar el gran respeto que tenía al tratado de Ptolomeo, elaborado doce siglos atrás.
De hecho, el tratado de Copérnico no tira por tierra el trabajo elaborado por Ptolomeo, sino que comienza explicando los motivos por los que el geocentrismo estaba tan arraigado. Poco tiempo después, ofrece las pinceladas que marcarán su novedoso sistema heliocéntrico y que desarrolla más adelante.
Otro punto que comparte con la obra de Ptolomeo es que también incorpora un amplio catálogo de estrellas fijas. Por otro lado, en su nuevo modelo, los epiciclos ya no son necesarios para explicar la retrogradación planetaria, quedando descrita como una consecuencia de la órbita de la Tierra, que gira del mismo modo que el resto de planetas del sistema solar.
Copérnico también incluye una serie de tablas que predicen la posición de los cinco planetas visibles a simple vista. Aunque, dicho sea de paso, la exactitud que ofrece este trabajo no es mayor a la que aporta el sistema ptolemaico. Finalmente, el heliocentrismo no llega a establecerse, aunque siembra la semilla para que, poco a poco, el Sol sea considerado el centro del universo. Si bien, aún faltarían doscientos años para eso.
Tycho Brahe y Giordano Bruno, enemigos del geocentrismo
Tres años después de la muerte de Copérnico, nace en Suecia uno de los más reconocidos observadores del cielo hasta la fecha: Tycho Brahe (1546-1601).
Durante varios años analiza el movimiento planetario, pero sus resultados no encajan en el heliocentrismo defendido por Copérnico; tampoco lo hacen en el sistema ptolemaico. Para Brahe, la Tierra es el centro del universo y la Luna, el Sol y los demás planetas giran a su alrededor; la única excepción la protagonizan Mercurio y Venus, que giran alrededor del Sol.
A este nuevo sistema se le conoce como modelo Tychónico. Resulta relativamente sencillo adoptar la idea de que Mercurio y Venus giran alrededor del Sol. No en vano, cuando se observan en el cielo, no se llegan a separar demasiado de la posición de nuestra estrella. Por otro lado, los planetas exteriores, Marte, Júpiter y Saturno, su movimiento cruza el cielo de este a oeste, por lo que puede dar la sensación de que orbitan a nuestro alrededor.
Pero ¿por qué unos giran a nuestro alrededor y otros alrededor del Sol? Esa diferenciación en el movimiento de los planetas es lo que hace que el sistema Tychónico no se tenga demasiado en cuenta. Pero un personaje coetáneo de Brahe, otro astrónomo nacido en Italia, se disponía a averiguar la verdadera naturaleza del movimiento planetario.
Su nombre es Giordano Bruno (1548-1600) y se postula con fuerza como un nuevo enemigo del geocentrismo, incluso va más allá debido a que amplía notablemente el tamaño del universo. Una de sus obras, De l’infinito, universo e mondi, publicada en 1584, está dividida en cinco diálogos. En el tercero de ellos, o Diálogo terzo, sus protagonistas, Elpino, Filoteo, Fracastorio y Burquio, mantienen una conversación sobre las estrellas y defienden que son soles como el nuestro y, no solo eso, además afirman que tienen planetas a su alrededor.
Lo dicen con estas palabras: «Elpino: Existen, pues, innumerables soles; existen infinitas tierras que giran igualmente en torno a dichos soles, del mismo modo que vemos a estos siete [planetas] girar en torno a este sol que está cerca de nosotros […]. Filoteo: Nosotros vemos los soles, que son los más grandes, más aún, los máximos cuerpos, pero no vemos las tierras, las cuales, por el hecho de ser cuerpos mucho más pequeños, son invisibles; como tampoco es absurdo que existan todavía otras tierras que dan vuelta alrededor de este sol y no son visibles para nosotros».
Giordano Bruno murió en la hoguera (fue quemado vivo) el 17 de febrero de 1600 en Roma. Al año siguiente, murió Brahe por complicaciones de una enfermedad, no sin antes ceder sus observaciones a uno de sus alumnos: Johannes Kepler, coetáneo del que, quizá, sea el mayor enemigo del geocentrismo: Galileo Galilei.