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jueves, noviembre 28, 2024

De Galileo a Einstein, dos pesos pesados de la ciencia

La ventaja de escribir sobre dos gigantes de la ciencia es que no necesitan presentación. De un lado, tenemos al genio italiano, para muchos el primer científico en el sentido moderno de la palabra. Del otro, al sabio alemán, prototipo del genio por antonomasia y, probablemente, el científico más influyente de la historia. 

Estos dos pesos pesados nunca se conocieron. Difícilmente podían haberlo hecho, ya que Galileo murió en 1642 y Einstein nació en 1879. Sin embargo, ambos se formulaban preguntas parecidas. No es casualidad que el camino iniciado por Galileo en el Renacimiento encontrase su continuación y, en cierto modo, culminación, en el trabajo de Einstein a principios del siglo XX. 

Hablar de estos dos colosos de la historia de la humanidad tiene también una desventaja, si es que cabe llamarla de tal modo, y es que los héroes de nuestra historia cubrieron un enorme campo intelectual. Enorme y, por supuesto, complejo. Para evitar saturar en exceso la memoria (y la paciencia) del amable lector, le ruego me permita presentar mi relato como una serie de historias breves, de anécdotas casi. Estas historias pueden resultar aparentemente inconexas, pero trazarán el hilo conductor que une a ambos sabios. 

Nuestro viaje de Galileo Galilei a Einstein empieza con una pregunta.

Aunque la relatividad se asocia con Einstein, Galileo ya discutió la diferencia que aparecía cuando dos observadores distintos veían la caída de un cuerpo desde lo alto de un mástil.GETTY / SHUTTERSTOCK

¿Estás viendo lo mismo que yo?

Casi todos conocemos al Galileo astrónomo. El que entre otras cosas descubrió y estudió los cuatro satélites mayores del planeta Júpiter, cartografió la superficie lunar y observó los anillos de Saturno. Pero Galileo fue también uno de los pioneros de la mecánica, la rama de la física que estudia el movimiento.

Estudió entre otros el movimiento de los péndulos, la caída de proyectiles y el concepto de inercia. Fue además uno de los primeros científicos en proponer la existencia de leyes matemáticas para describir los fenómenos físicos. Suya es la famosa frase: «[El libro del Universo] está escrito en lenguaje matemático, y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas». 

Uno de los hallazgos más interesantes de Galileo nació, como a menudo sucede con las grandes ideas, de una observación cotidiana: el movimiento depende de cómo lo mire uno. Por ejemplo, si subimos en un ascensor, parece como si el mundo entero se desplazase hacia abajo. Otro ejemplo: si dos coches se cruzan en la autopista a, pongamos, cien kilómetros por hora cada uno, ambos conductores verán al otro coche acercarse a doscientos kilómetros por hora. 

Alrededor de esta idea aparentemente trivial, Galileo Galilei se planteó el siguiente experimento: imaginemos un barco que navega sobre las tranquilas aguas de un lago. Imaginemos ahora que, en uno de los camarotes interiores, una persona está haciendo experimentos mecánicos. ¿Afectará el movimiento del barco a sus experimentos? La respuesta es que no. Siempre y cuando el barco se mueva a velocidad constante respecto de tierra y ningún oleaje lo balancee, la persona que está en el camarote no notará movimiento alguno. De hecho, si el camarote no tiene ventanas dentro del camarote, el pasajero no tendrá forma de saber si el barco se está moviendo o no, le resultará imposible saberlo. 

Cuando un observador se mueve a velocidad constante (o lo que es lo mismo, sin aceleración), se le da el nombre, más corto, de observador inercial. Este experimento imaginario de Galileo constituye la primera observación de que si dos observadores son inerciales, a ambos les parecerá que todo cae igual de rápido, que las fuerzas actúan igual, etcétera. 

O lo que es lo mismo: las leyes de la mecánica les parecerán iguales a ambos.

Velocidad de la luz

La luz se mueve muy rápido

No es casualidad que la luz haya fascinado a muchos sabios desde la antigüedad, pues al fin y al cabo somos seres visuales. Uno de los antiguos misterios sobre la luz era a qué velocidad se movía esta. Ya entonces resultaba evidente que la luz se mueve muy rápido. Bastaba observar, por ejemplo, que el «chorro» de luz de una lámpara no parece retrasarse si movemos la lámpara (al contrario de lo que sucede con, por ejemplo, el chorro de agua de una botella). De hecho, no era disparatado pensar que la velocidad de la luz fuese infinita. 

Hubo quienes idearon experimentos más o menos ingeniosos para intentar medir la velocidad de la luz. Al fin y al cabo era posible estimar la velocidad de otro fenómeno rápido y fascinante, el sonido, usando por ejemplo el eco. ¿Por qué iba a ser diferente la luz? 

Galileo fue uno de estos adelantados. Su experimento consistió en ponerse de acuerdo con un colaborador para colocarse a unos cientos de metros de distancia, provistos de sendas linternas. Las linternas podían taparse y destaparse. La idea era que cuando uno de los experimentadores viese al otro destapar la linterna, destaparía inmediatamente también la suya. 

Este retraso en «devolver» la señal con la linterna podía, en principio, usarse para estimar la velocidad de la luz. Pero desgraciadamente este experimento arrojó resultados inconcluyentes. La luz resultaba moverse más rápido de lo que el diseño experimental, muy limitado por los tiempos de reacción de los operadores humanos, permitía medir. 

¿Sería verdad que la velocidad de la luz era infinita, como sostenía, por ejemplo, René Descartes? Galileo tenía la certeza de que la velocidad de la luz era muy, muy alta, y además opinaba (esto es, sin pruebas) que esta era finita. Y llevaba razón, aunque habría que esperar hasta que el astrónomo danés Ole Rømer obtuviese una respuesta contundente. 

Rømer, como muchos sabios de la época, estaba muy interesado en la medición precisa del tiempo, un asunto de vital importancia para la navegación marítima. A finales del siglo XVII se sabía que las lunas de Júpiter podían usarse como reloj. Concretamente Ío, la luna más interior de las que se conocían entonces, entraba y salía regularmente de la sombra de Júpiter. Desde el telescopio, parecía como si desapareciese o apareciese repentinamente. Y lo más importante de todo: este fenómeno sucedía a intervalos regulares y predecibles. Pero había algo raro. Estas apariciones y desapariciones de Ío parecían adelantarse o retrasarse dependiendo de la época del año. Concretamente, parecían retrasarse más cuando Júpiter y la Tierra estaban más lejos el uno del otro. 

La explicación que Rømer propuso fue que este retraso se debía a que la luz necesitaba más tiempo para cubrir una distancia mayor. Al contrario que Galileo, que como mucho pudo experimentar con una distancia de unos pocos kilómetros, Rømer sacó ventaja de la enormidad de la órbita terrestre alrededor del Sol. Esto le permitió estimar que la luz tardaba unos ocho minutos en recorrer el radio de la órbita terrestre. Velocidad enorme, sí, pero rotunda y definitivamente finita. 

Posteriores observaciones confirmarían este hecho y afinarían, cada cual un poco más, el valor exacto de dicha velocidad. Hoy sabemos que es de unos 1080 millones de kilómetros por hora. A pesar de su frenética velocidad, la historia de la velocidad de la luz permanecería tranquila unos doscientos años.

Ggrabado de Maxwell realizado por GJ Stodart a partir de una fotografía de Fergus of Greenock.Getty

Y de la electricidad y el magnetismo se hizo la luz

Los físicos de mediados del siglo XIX estaban más interesados en los fenómenos eléctricos que en los mecánicos. Y tenían tarea. Las ramas de la física antiguamente conocidas como electricidad (el estudio de las cargas eléctricas), galvanismo (el de las corrientes) y magnetismo (el de los imanes naturales) parecían no ser estancas. 

Algunos fenómenos galvánicos producían efectos magnéticos, y viceversa. Además, ya existían indicios claros de que las corrientes se debían a cargas en movimiento. Sin embargo, las explicaciones de estos fenómenos no eran del todo satisfactorias. Resultaban un tanto artificiales y ad hoc… hasta que apareció Maxwell

Maxwell puso la última pieza, la guinda del pastel si lo prefieren, que hizo que todo lo que se sabía sobre electricidad, galvanismo y magnetismo encajase como si de un puzle se tratase. Esta última pieza fue un concepto relativamente técnico llamado «corriente de desplazamiento», pero quedémonos con lo importante: había nacido el electromagnetismo, y todo ello cabía en la elegante y compacta teoría de Maxwell. 

Pero es que, además, el recién nacido trajo un pan bajo el brazo: la teoría de Maxwell predecía la existencia de una onda compuesta por un campo eléctrico y otro magnético, y también detallaba su velocidad. Esta velocidad resultaba ser la velocidad de la luz. Todo indicaba, como pronto se demostró, que la luz es un fenómeno de origen electromagnético.

Los seis primeros diagramas físicos desde la Revolución científica de los siglos XVI y XVII.

La luz se mueve… raro

Como se hizo antes con las ecuaciones de Newton, los sabios de la época se apresuraron a ver qué pasaba con las ecuaciones de Maxwell cuando las «mira» un observador inercial. La manera de hacer esto no era muy diferente a finales del siglo XIX de cómo lo era en tiempos de Newton o Galileo. Era necesario «traducir», usando lenguaje matemático, lo que ven ambos observadores (en reposo y en movimiento). Esta traducción se hacía mediante las conocidas como transformaciones de Galileo, que consisten simplemente en una suma de la distancia relativa entre ambos sistemas y un recálculo de las coordenadas x, y, z. 

Y los resultados fueron decepcionantes. ¡Las ecuaciones de Maxwell cambian! Los fenómenos electromagnéticos parecen depender de la velocidad del observador, y eso tendría consecuencias inesperadas. 

Veamos una de ellas: imaginemos por ejemplo que el barco de Galileo se mueve muy, muy rápido. Pongamos, a un 90% de la velocidad de la luz. Encendemos una linterna dentro del barco, apuntando a la proa. Según las ecuaciones de Maxwell, nos parecerá que la luz se mueve mucho más despacio, concretamente a un 10% de su velocidad fuera del barco. ¡Esto permitiría calcular la velocidad del barco sin necesidad de mirar hacia afuera! 

Esto introducía un problema adicional. Si la velocidad de la luz que medimos depende de la velocidad del observador, ¿cuál es la velocidad correcta?, ¿respecto a qué se mueve la luz que vemos? 

Por suerte, en el siglo XIX ya se podían diseñar experimentos suficientemente sensibles como para medir los efectos de nuestras minúsculas velocidades cotidianas sobre la velocidad de la luz. El más famoso de ellos fue el de Michelson y Morley. Utilizaron un interferómetro para medir los efectos de la velocidad de la Tierra en su órbita sobre la velocidad de la luz. Los resultados fueron concluyentes. 

Y desconcertantes. 

La velocidad de la luz registrada por el interferómetro no dependía en absoluto del movimiento del observador. Era la misma independientemente de cómo de rápido nos alejemos o nos acerquemos a su fuente. Aun más raro, si tres observadores, uno acercándose, otro alejándose y otro totalemente quieto midieran la velocidad de la luz, ¡los tres deberían medir exactamente la misma!

Las teoría de Maxwell predecía la existencia de una onda compuesta por un campo eléctrico y otro magnético y detallaba su velocidad, que resultaba ser la de la luz.Shutterstock

La solución al enigma

Si nos permitimos jugar un poco, podemos modificar las transformaciones de Galileo para lograr una nueva en la que las ecuaciones de Maxwell (y como consecuencia, la velocidad de la luz) sean las mismas para dos observadores inerciales. 

Lo más llamativo de este ejercicio, hoy conocido como transformación de Lorentz, es que no queda más remedio que ambos observadores perciban el paso del tiempo de forma diferente. Concretamente, el tiempo pasará más despacio para el observador en movimiento (en comparación con el observador en reposo), y tanto más cuanto más rápido se mueva. Otra consecuencia inesperada era que dos observadores diferentes pueden medir dimensiones diferentes para un mismo objeto, o estar en desacuerdo sobre si dos fenómenos han sucedido a la vez o no. 

Alguien menos sagaz que Albert Einstein habría descartado semejante resultado por disparatado. Sin embargo, estas transformaciones y sus alucinantes consecuencias han demostrado ser correctas. Incluso los extraños efectos de dilatación del tiempo se han medido de forma directa, por ejemplo, en relojes atómicos colocados en aviones. El resultado: se retrasaban exactamente lo predicho por la teoría de Einstein. 

También en partículas viajando a grandes velocidades en un acelerador: sus tiempos de desintegración se alargaban, una vez más, justo lo esperado. Un ejemplo más cotidiano sucede cuando encendemos el GPS del coche, que utiliza transformaciones de Hendrik Antoon Lorentz, y no de Galileo, para poder calcular nuestra posición. Con tal de que la velocidad de la luz sea constante para cualquier observador inercial, el universo no tiene inconveniente en alterar el paso del tiempo

Y por exótico que parezca, no estaríamos muy alejados de la realidad. Parece ciencia ficción, porque todas nuestras velocidades cotidianas, incluso las no tan cotidianas como la velocidad de un avión o un cohete, son minúsculas comparadas con la de la luz

Parece ciencia ficción, pero es ciencia de principios del siglo XX. Bien pensado, ¿por qué habría de ser más intuitivo un tiempo absoluto que una velocidad de la luz absoluta?

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