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miércoles, octubre 2, 2024

El asedio de Leningrado, cuando el canibalismo se convirtió en la única opción

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Juan CastroviejoDoctor en Humanidades

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La historia nos demuestra una y otra vez que en las situaciones más críticas y dramáticas de la humanidad las reacciones del ser humano son insospechadas, para bien o para mal. Ocurre en epidemias, catástrofes naturales, hambrunas y guerras. Y el asedio de Leningrado no fue una excepción, sino la confirmación de que en esas circunstancias límite el ser humano es capaz de sacar el demonio o el ángel que lleva dentro. Se vieron los actos más viles y las actitudes más sublimes. El comienzo de esta atrocidad tuvo lugar con motivo de la Operación Barbarroja.

El incesante número de cadáveres que se acumulaban a lo largo del asedio, así como la debilidad extrema de sus habitantes, impedía que los parientes tuvieran fuerzas para enterrarlos. Foto: Getty.

Los cálculos de la muerte

Hitler despreciaba a los eslavos, a quienes consideraba unos bárbaros y, tras la fácil conquista de Francia, pensaba que el dominio de la Rusia europea (hasta los montes Urales), tan solo les llevaría unos tres o cuatro meses. El Grupo de Ejércitos Norte atacó por la costa báltica hacia Lituania y llegó hasta las puertas de Leningrado. Una vez cerrados todos los accesos, vías y carreteras, comenzó la estrategia encomendada por el general Wilhem von Leeb: un brutal asedio. «Leningrado caerá por sí sola, como un fruto maduro», decía Hitler. Querían destruir la ciudad de Pushkin, de Dostoievski y de Alexandr Blok, de la manera más agónica posible. A este peligro, hay que unir la incompetencia de los altos mandos rusos, más preocupados en asegurar sus raciones que de la seguridad de la población civil.

Entre el 8 de septiembre de 1941 y el 27 de enero de 1944, los casi 900 días de horror que duró el asedio y las más de 100.000 bombas que cayeron en la ciudad costaron la vida a más de un millón de personas. La finalidad era matar con hambre, frío, proyectiles y terror a los tres millones de habitantes de Leningrado. De acuerdo con sus propósitos de exterminio, el primer objetivo de la aviación alemana fueron los almacenes de productos alimenticios de Badaieveskie. Por la ciudad se expandió «un siniestro humo grasiento, estratificado y pesado, producido por la mantequilla y el azúcar que se quemaban», tal y como se puede leer en el diario de la novelista Vera Imber sobre el desastre, que tituló Casi tres años (1946).

Con el paso de los meses, se produjeron actos de angustia, desesperación y antropofagia. Michael Jones, doctor en Historia por la Universidad de Bristol y autor de El sitio de Leningrado, 1941-1944 (2008), aporta datos estremecedores sobre el asedio: «En circunstancias desesperadas, algunos degeneraron, pero otros encontraron la fuerza para alzarse e incluso ayudar a sus semejantes. Ese es el mensaje de esperanza de Leningrado».

La población se afana recogiendo agua en la calle Zvenigorod, en Leningrado, en enero de 1942. Foto: Getty.

Los diarios del hambre

Michael Jones recoge testimonios y documentos de supervivientes que escribieron este tipo de diarios y cartas contando lo que vivieron. Rebuscó en archivos recientemente desclasificados y, con todo ello, reconstruyó un episodio histórico e infernal en el que vivieron y murieron miles de personas, mostrando las bajezas humanas, pero también la lucha, la solidaridad y la ayuda de unos a otros. Muchos de estos diarios íntimos, angustiosos y personales, se conservan en el Museo de Historia de San Petersburgo. Uno de ellos corresponde a Vera Rogova, a la que persiguió un caníbal enajenado con un hacha en la mano. El diario de la niña Tatiana Sávicheva, llamada Tanya, recogía todas las defunciones que veía a su alrededor. Algunas escuetas frases que escribió a sus doce años son:

  • «28 de diciembre de 1941. Zhenya murió a las 12.00 de la mañana de 1941». 
  • «La abuela murió el 25 de enero a las 3 horas de 1942». 
  • «El tío Vasya murió el 13 de abril a las 2 a.m. Año 1942». 
  • «Tío Lyosha, 10 de mayo a las 4 p.m. Año 1942». 
  • «Mamá – 13 de mayo a las 7:30 a.m. 1942». 

Tanya superó el asedio, pero los acompañó en su trágico destino el 1 de julio de 1944.

El sitio de Leningrado (diorama), de Korneev, en el Museo de la Gran Guerra Patriótica, Moscú. Foto: Album.

En el diario de María Ivanovna aparece un pasaje en el que se sorprendió al ver cocinar carne a unos vecinos que le dijeron que era cordero, pero al levantar la tapa de la olla asomó una mano humana. Fue uno de los peores asedios que recuerda la historia (y ya son unos cuantos) en el que el frío extremo y el hambre se sumaron a la miseria y los robos para configurar un cuadro apocalíptico. Las autoridades reconocieron más de 600.000 ciudadanos muertos, pero otras cifras calculan que fueron 1.200.000 el número de fallecidos.

Para la gran mayoría de los ciudadanos rusos fue un verdadero descenso a los infiernos, pero también un asombroso testimonio de la capacidad de supervivencia del ser humano y un conmovedor canto a la esperanza en algunos casos. Jones ofrece datos que revelan la crudeza de un episodio de la Segunda Guerra Mundial que fue manipulado por la historia oficial soviética al suprimir deliberadamente toda la información sobre el particular. Archivos de la policía secreta han visto recientemente la luz y muestran que más de 1.400 personas fueron arrestadas por canibalismo y otras 300 ejecutadas, si bien las cifras reales son, sin duda, mucho más altas.

Las condiciones extremas de sufrimiento inhumano que se hizo padecer a la población civil no tenían límites. Foto: Getty.

A partir del 18 de julio de 1941, la comida se convirtió en una cifra menguante: 800 gramos de pan si se trabajaba en la industria, 600 si se iba a la oficina y 400 si se estaba a cargo de otra persona. Las raciones diarias cayeron en algún momento hasta 125 gramos (250 kcal, cuando un adulto necesita 2.500 diarias), y a la inanición se unió el frío. Hubo madres que se comieron a sus propios hijos y famélicos que compartían jirones de ropa para entrar en calor. «Se cambia gato por pegamento», rezaba un cartel. Llegó un momento en que morían 7.000 personas al día de inanición y nadie tenía fuerzas para enterrarlos. Hubo epidemias de disentería y de tifus. Nunca fue mejor utilizado el adjetivo «dantesco»

«A diferencia de Stalingrado, batalla en toda regla -escribe Jones-, Leningrado es un asedio estático, no va contra soldados sino en buena parte contra mujeres y niños. Escenas como la de los bracitos desmembrados colgando de los cables telegráficos cuando los cazas alemanes ametrallaron despiadadamente el convoy de niños evacuados… Es más que un estudio de guerra, es una narración de sadismo, de deliberada crueldad a escala de masas, y eso lo hace muy duro».

Claudicar al horror

A partir de febrero de 1942, la situación fue tan desesperada que muchos vencieron todas las resistencias físicas y morales a comer carne humana. En numerosos hogares, se optó por dejar morir a los niños más pequeños para que vivieran los hermanos y, sobre todo, los padres. Floreció un siniestro mercado negro de carne humana. Hubo asesinatos por un mendrugo de pan y las escenas de violencia estaban a la orden del día. Paradójicamente, cuantos más morían, mejor era la situación para los habitantes de la ciudad, porque aumentaban algo sus raciones.

La imagen del horror: venta de carne humana en un mercado durante el asedio de Leningrado. Foto: Album.

Aun así, el espíritu indómito y la voluntad de seguir siendo humanos de los ciudadanos de Leningrado resultó profundamente conmovedor. «La supervivencia del amor, del sacrificio y el altruismo en esas condiciones de horror es un hecho asombroso. La bondad, como el espanto y la abyección, también prosperó», subraya Michael Jones. Y recoge un testimonio clarificador de lo que pasó durante esos días: «Recuerdo que, al llegar a casa, tenía un hambre atroz. Había algo de madera junto a la estufa, uno o dos leños, de modo que cogí uno de ellos, recuerdo que era de pino, y comencé a roerlo. Estaba totalmente desesperado. Mastiqué la madera hasta que comenzó a salir resina. Esa fragancia me llenó, en parte, de felicidad porque finalmente estaba masticando algo. Tenía que comer algo».

Bandas de caníbales

A finales de enero del 42 y principios de febrero, distritos enteros de Leningrado fueron invadidos por hordas de caníbales. El instrumento fundamental de represión en Rusia fue la policía política, denominada en época de Lenin como Cheka y convertida en 1934 en el NKVD (antecesora de la KGB) que ejerció una dramática labor durante el asedio. En diciembre de 1942, el NKVD arrestó a más de 2.000 caníbales agrupándolos en dos categorías: comedores de cadáveres y comedores de personas. Estos últimos se les distinguía de los otros porque habían asesinado a sus víctimas. Solo el 2% de los arrestados poseía antecedentes criminales. A pesar de estas cifras espeluznantes, el canibalismo no fue generalizado.

Michael Jones señala que había bandas organizadas de bandidos, partidas de caza en busca de carne humana. Un grupo de veinte desquiciados se dedicó a interceptar a los correos militares para comérselos. Utilizaban diferentes artimañas, emboscadas y engaños para perpetrar sus asesinatos y luego llenaban sus despensas con las partes más sabrosas (preferiblemente nalgas, pechos de mujer o extremidades). Lo que sobraba se vendía en los mercados negros ante la vista gorda de las autoridades y ciudadanos, que conocían perfectamente el origen de esas piezas.

La ingesta de esta carne les otorgaba una gran ventaja en fuerza y velocidad mental en relación al resto de la población. Estas bandas de caníbales atraían a los hambrientos con promesas de comida hacia sus guaridas. Las patrullas de soldados enviadas a cazar a las bandas organizadas, al estilo de la Corte de los Milagros, también sufrieron sus consecuencias. Películas postapocalípticas como Mad Max, Delicatessen o La Carretera son un pálido reflejo de aquella situación.

El testimonio de Teresa

Muchos más testimonios han sido resguardados del olvido por investigadores de todo el mundo que han querido dar voz a los silenciados. En el estremecedor libro de Montserrat Llor, Atrapados (2016), se recoge la entrevista realizada a Teresa Alonso Gutiérrez, que llegó a Rusia con doce años huyendo de la Guerra Civil española, al igual que otros 1.500 niños de aquella expedición, y le tocó vivir el sitio de Leningrado cuando contaba dieciséis años de edad. «Las primeras bombas nazis que cayeron en Leningrado fueron en los almacenes de alimentación. Nos dejaron sin víveres, no teníamos qué comer. Es lo primero que hicieron…», cuenta. «En medio de una ciudad destruida, miserable, helada y hambrienta, sacábamos a los muertos de sus casas para evitar epidemias. Un día, bajaba por la escalera con un muerto; fue horrible, no podía con él, no tenía fuerza suficiente y escuchaba como al arrastrarlo su cabeza golpeaba rebotando contra el suelo».

Teresa nos habla de la escasez de alimentos, de la miseria y de lo que vio y vivió: «Era tanta el hambre que se hacía cualquier cosa. A veces, entre la nieve, había un cuerpo, le faltaba parte de las nalgas, las cortaban y se las comían, necesitaban comer algo; el hambre era extrema, se hace cualquier cosa, la gente se convierte en bestia». Ella misma tuvo que hervir agua con cola mezclada con serrín, cinturones, suelas de zapatos, utilizando la poca harina que tenía o con unos gramos de pan. Nuestra protagonista vivió el peor momento, el invierno de 1941-1942, cuando el cerco alemán se había completado y los accesos vitales de Leningrado estaban cortados, sin comida, ni agua corriente, ni electricidad, ni transporte público. Teresa decidió participar, estuvo en el frente, también en la retaguardia. Hacía barricadas, cavaba trincheras, ayudaba a los moribundos, auxiliaba a la gente, formaba parte de una brigada sanitaria, fabricaba material de guerra.., siempre evadiendo las bombas y los morteros que caían por doquier reventando la ciudad de Leningrado y las vidas humanas.

Una madre y su hijo pasean entre las ruinas de Leningrado en 1943. Foto: Getty.

Las mujeres tuvieron un papel destacado en la defensa de la ciudad y muchos de sus testimonios están recogidos en Escritos de mujeres desde el Sitio de Leningrado, de Cynthia Simmons y Nina Perlina. Mantuvieron con un esfuerzo sobrehumano fábricas, hospitales, colegios, guarderías, bibliotecas, huertos y teatros. Por ejemplo, la concertista de oboe Ksenia Matus cuenta las circunstancias excepcionales del estreno de la Séptima Sinfonía de Shostakóvich durante el asedio. La bibliotecaria Lilia Frankfurt relata cómo se desvivió por garantizar que la biblioteca pública no dejara de funcionar ni un solo día: leer era un canto a la esperanza. Y Olga Bergholz escribió un resumen perfecto del sufrimiento: «Quienes nos enviaron tanta muerte cometieron un error de cálculo. Subestimaron nuestra voraz hambre de vivir».

Por fin, tras 872 días de un asedio espantoso, a las ocho de la mañana del 27 de enero de 1944, el general Leonid Góvorov lo dijo alto y claro: «La ciudad de Leningrado ha sido totalmente liberada».

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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