La larga campaña militar que durante la Segunda Guerra Mundial se desarrolló en torno a la asediada Leningrado tuvo unos protagonistas destacados que, sin embargo, han quedado relegados al olvido por razones que, en muchas ocasiones, poco tienen que ver con la historia. Nos estamos refiriendo a los combatientes de la División Azul, muchos de los cuales regaron con su sangre los paisajes nevados que fueron escenario de una implacable lucha.
Franco se muestra vacilante
A mediados de 1941, un exultante Hitler se frotaba las manos viendo como casi toda Europa se encontraba bajo el yugo de la esvástica. En ese contexto, Gran Bretaña y la Unión Soviética eran los únicos obstáculos que se interponían en su camino para convertirse en el amo del continente. Durante esos convulsos días, España mantenía su neutralidad a duras penas. Recién salido de la Guerra Civil, nuestro país vivía una durísima posguerra que marcó a toda una generación de españoles. Pero a pesar de esta dramática situación, Hitler estaba dispuesto a cobrarse con intereses la ayuda prestada al bando sublevado y presionaba a Franco para que decidiera unirse como socio a las potencias del Eje.
El taimado general, guiado por el propósito de ganar un poco más de tiempo antes de tomar una decisión que pudiera resultar precipitada, contemporizó, para total desesperación de los alemanes y de Serrano Súñer, cuñado y ministro de Asuntos Exteriores de Francisco Franco, que defendía a ultranza las posiciones germanófilas. Las expectativas que había despertado la entrevista que tuvo lugar el 23 de octubre de 1940, celebrada entre los dos dictadores en Hendaya, se vinieron abajo demasiado pronto por la intransigencia de ambos. El general se mostró dispuesto a ceder ante las pretensiones alemanas, pero a cambio de un precio demasiado alto para los negociadores nazis.
Entre una larga lista de condiciones para entrar en la guerra, Franco exigió la entrega de Gibraltar y el Marruecos francés. Con respecto al Peñón, ambas partes parecían estar de acuerdo, pero tras el armisticio firmado entre Alemania y Francia en el verano de 1940, Hitler se mostró como pocas veces cauteloso y no se aventuró a tomar una decisión que pudiera perjudicar las relaciones con el gobierno títere de Vichy, riesgo que corría si accedía a la entrega a España del control absoluto sobre el protectorado.
También había que tener en cuenta las pretensiones expansionistas de Mussolini en el Mediterráneo que, en cierta medida, chocaban con las demandas españolas. Ante este panorama, ni siquiera la enérgica intervención de Hitler, que presionó directamente a Franco, recordándole la decisiva ayuda que Alemania le había prestado en la Guerra Civil, sirvió para alcanzar un acuerdo.
Voluntarios camino de Rusia
Ante esta delicada situación, con los alemanes reclamando la adopción de una postura clara que despejase las dudas sobre la inmediata entrada de España en la guerra al lado del Eje, y los aliados jugando hábilmente todas sus bazas para impedirlo, el general Franco optó por una solución de compromiso. Cuando el 22 de junio de 1941 Hitler lanzó el ataque contra la Unión Soviética que supuso la apertura del Frente del Este, al dictador español se le presentó la oportunidad de ganar un poco más de tiempo.
En medio de un clima de euforia alentado por la propaganda del régimen, Franco accedió a que se presentasen voluntarios para la que fue presentada como una nueva cruzada contra el bolchevismo. A las pocas horas del comienzo de la invasión alemana contra el gigante soviético, Von Ribbentrop, ministro alemán de Asuntos Exteriores, recibió del Gobierno español un ofrecimiento de ayuda. En este sentido, el 24 de junio de 1941, se obtuvo la aprobación personal de Hitler para la participación de una legión de voluntarios españoles en la campaña rusa.
Durante los primeros días después del llamamiento, se presentaron cerca de 40.000 voluntarios para alistarse en la legión. En contra de una opinión muy extendida, un buen número de estos reclutas no se enrolaron por convicciones políticas; entre ellos hubo jóvenes que con ese gesto de aparente fidelidad al régimen franquista buscaban el perdón para sus familiares condenados por su pasado republicano. Las duras condiciones de vida que se padecían en la España de posguerra también alentó a muchos: la soldada que pagaba el Ejército alemán podía servir para paliar las penurias de sus familias. En estos casos, el hambre les llevó a arriesgar sus vidas en una nueva guerra a miles de kilómetros de sus míseros hogares.
Ante el aluvión de candidatos, que superó con creces las mejores expectativas, las autoridades españolas vieron que no tendrían problemas en reclutar el contingente necesario para completar una división compuesta por unos 20.000 hombres. Tomada la decisión, se iniciaron los preparativos para enviarla cuanto antes al frente oriental, en apoyo al avance alemán que estaba aplastando al Ejército Rojo. De esta forma, se ocultó la participación española en el conflicto bajo el eufemismo de un gesto de buena voluntad hacia el régimen nazi. El 27 de junio de 1941, se anunció que el comandante de la denominada División Azul sería el general Agustín Muñoz Grandes, militar de posiciones ideológicas claramente germanófilas que había forjado su prestigio durante la Guerra Civil.
Como España era oficialmente un país no beligerante, se planteó el problema de cuál debía ser el uniforme que debían llevar los voluntarios de la División Azul. Al no estar en guerra con ningún país -ni siquiera contra la Unión Soviética- no podían vestir el del Ejército español. En un principio se habló de crear un uniforme especial para la campaña, en el que se mezclarían elementos como la boina roja de los requetés, la camisa azul de Falange y los pantalones usados por la Legión en África. En las imágenes de la época pueden verse a algunos voluntarios luciendo un atuendo con esas prendas. Sin embargo, antes de ser enviados al frente, se acordó que las tropas españolas lucieran el uniforme del Ejército alemán. Como elemento distintivo, en la parte superior de la manga derecha de la guerrera llevaban un escudo con los colores nacionales y el nombre de España. El emblema con la bandera también figuraba en el lado derecho del Stahlhelm, el distinguible casco de acero que equipaba a las tropas alemanas.
En el frente oriental
El 13 de julio de 1941, los primeros voluntarios partieron en tren desde Madrid camino de Grafenwöhr, en Baviera, donde se convirtieron oficialmente en la 250.ª División de infantería del Ejército alemán. La unidad estaba compuesta por 17.294 soldados, entre oficiales, suboficiales y tropa, divididos en cuatro regimientos. Tras cinco semanas de duro entrenamiento, se consideró que la División estaba preparada para entrar en combate y, el 20 de agosto de 1941, se inició el traslado de sus efectivos por vía férrea hasta la que había sido la frontera germanosoviética antes de la invasión.
En esas fechas, la línea del frente se encontraba a más de mil kilómetros hacia el este y, para llegar hasta ella, los voluntarios españoles tuvieron que recorrer a pie gran parte de esa distancia. Tras llegar a Smolensko, donde se suponía que debían unirse a la ofensiva del Grupo de Ejércitos Centro contra Moscú, se les ordenó marchar hacia el norte, en dirección a Leningrado, donde la División se integró en el XVI Ejército Alemán.
Los voluntarios españoles fueron desplegados al comienzo de la ofensiva alemana contra Leningrado en la línea del frente comprendida entre el lago Ilmen y la orilla este del río Vóljov, donde ocuparon posiciones en primera línea bajo el ataque incesante de las armas soviéticas. Su bautismo de fuego se produjo el 12 de octubre de 1941. Los divisionarios pagaron su falta de aclimatación a las duras condiciones del combate en suelo ruso con un alto precio en sangre. Las gélidas temperaturas de un crudo invierno adelantado también se cobraron un elevado coste en vidas. Ante las preocupantes noticias que llegaban desde Rusia, en Madrid se temió la inminencia de un desastre con nefastas consecuencias propagandísticas. Para impedir la derrota y destrucción de la División Azul ante las puertas de Leningrado, se dictaron órdenes para el envío inmediato de nuevos reemplazos que cubrieran las bajas.
Con el transcurso de los meses, los soldados españoles se convirtieron en curtidos veteranos que lucharon codo con codo con las fuerzas alemanas que asediaban la ciudad. Los divisionarios participaron en todas las ofensivas que se lanzaron para intentar tomarla. En esos meses, se ganaron merecida fama de esforzados soldados, con un espíritu de lucha muy superior al de los contingentes militares de otros socios del Eje que también combatieron en Rusia.
Esta alta consi deración fue muy valorada por los mandos alemanes y llegó hasta oídos de Hitler, que se refirió a los soldados de la División Azul como «extraordinariamente valientes y duros contra los partisanos, pero tremendamente indisciplinados. Lo que es lamentable es la diferencia de trato entre los oficiales y la tropa. Los oficiales se dan la gran vida mientras sus hombres se ven obligados a la mayor de las miserias». Como le ocurrió tantas veces al desquiciado dictador nazi, su visión estaba muy alejada de la realidad: los soldados siempre dieron ejemplo con su comportamiento y la mayoría de los oficiales compartieron destino y penurias al lado de sus hombres.
En el infierno helado
La derrota alemana en Stalingrado supuso un cambio en el rumbo de la guerra en el frente ruso. La falta de avances ante la sitiada Leningrado agravó la situación de las fuerzas alemanas que, con cada día que pasaba, veían alejarse la posibilidad de obtener la victoria sobre los soviéticos que les había prometido Hitler. Ante el deterioro de la situación bélica del enemigo, los aliados aumentaron las presiones para que Franco declarase la neutralidad de España y retirase del campo de batalla a la División Azul. Serrano Súñer fue la primera víctima política de este nuevo escenario. Su cese fulminante del gobierno abrió el camino al régimen franquista para iniciar las conversaciones con las autoridades alemanas y, de este forma, conseguir negociar el regreso de la División Azul.
Al margen de lo que se trataba en los despachos al más alto nivel, los soldados españoles siguieron combatiendo en lo que fue propiamente descrito como un infierno helado. Uno de los hechos de armas más destacados de su participación en la campaña fue la conocida como acción del lago Ilmen. A principios de enero de 1942, las tropas rusas habían arrollado las posiciones que los soldados alemanes de la 290.ª División de infantería mantenían al sur de la gruesa capa de hielo que cubría el lago. Durante el caos de la retirada, varios centenares quedaron aislados del resto, rodeados por fuerzas enemigas muy superiores en número. En ese mismo sector, había desplegadas unidades de la División Azul y una compañía de esquiadores al mando del joven teniente José Manuel Ordás, que recibió la orden de acudir al rescate de las tropas alemanas que todavía resistían en un inhóspito lugar llamado Vsvad, junto a la desembocadura del río Lovat.
Dos centenares de divisionarios se pusieron en marcha bajo unas condiciones de clima extremo, con temperaturas que rozaban los -50ºC. Al frío que inutilizaba las armas, convertía el pan en barras duras como el acero y congelaba las extremidades de los soldados, se unía la presencia fantasmal de los fusileros siberianos, que los hostigaban camuflados entre el manto blanco. En esa situación, encender un fuego revelaba peligrosamente su posición al enemigo y cualquier concesión al sueño podía suponer no volver a despertarse.
En su avance en auxilio de sus camaradas cercados, la columna de esquiadores marchó penosamente sobre la nieve y la superficie del lago, arrastrando trineos cargados de munición y suministros. A pesar de sufrir numerosas bajas por congelación, los soldados españoles consiguieron romper la línea enemiga y repeler los contrataques de las tropas soviéticas. Mientras tanto, los alemanes que permanecían en Vsvad se lanzaron sobre la retaguardia de los rusos, que, de esa forma, se vieron atrapados entre dos fuegos.
En la madrugada del 21 de enero, con la luz del sol apareciendo tímidamente sobre un horizonte cortante como el hielo, los soldados alemanes y los esquiadores de la División Azul se abrazaron emocionados. El termómetro rozaba los -60ºC. En los días posteriores, los supervivientes se abrieron paso hasta alcanzar la relativa seguridad de las posiciones alemanas. De los 206 españoles que partieron para cumplir con la misión encomendada, tan solo 32 regresaron para contarlo; de ellos, apenas una docena llegaron ilesos.
Por su gesta, todos fueron recompensados con la Cruz de Hierro alemana y la Medalla Militar colectiva. Ordás recibió la Cruz de Hierro de Primera Clase y su segunda Medalla Militar individual. De esta forma, la compañía de esquiadores de la División Azul se convirtió en una de las unidades más laureadas del frente de Leningrado y la más condecorada de todos los contingentes extranjeros que lucharon en el frente ruso encuadrados en las fuerzas alemanas.
Regreso a casa
El 5 de octubre de 1943, el general Emilio Esteban-Infantes, que había sustituido a Muñoz Grandes en diciembre de 1942, recibió la orden de retirar a la División Azul del frente con la excusa de dar descanso a las tropas. La mañana de ese mismo día, los soldados españoles habían repelido un nuevo ataque de los soldados soviéticos contra sus posiciones. Esa fue oficialmente la última acción en combate de la División Azul en Rusia.
En las siguientes 24 horas, Esteban-Infantes concentró a sus hombres en la zona de Volosovo-Nikolajeska. En la mañana del 12 de octubre, cedió a las fuerzas alemanas el mando del sector que habían ocupado en el frente de Leningrado. En dos años de guerra, la División Azul había sufrido 3.934 muertos, 8.466 heridos y 326 desaparecidos, sin contar los prisioneros en manos rusas. El día 14, el general Lindemann condecoró a Esteban-Infantes con la Cruz de Caballero. En el transcurso del acto el militar alemán, le informó confidencialmente de los preparativos que se estaban realizando para la repatriación a España de la División Azul. Los primeros en regresar fueron los veteranos que habían servido durante más tiempo en el frente, en total cerca de 800 hombres. Tras cambiar sus uniformes alemanes en la ciudad bávara de Hof, el tren en el que viajaban llegó a España el 29 de octubre de 1943.
En Irún, les esperaba una banda de música para darles la bienvenida y unos pocos curiosos que se habían acercado hasta la estación, nada que ver con la multitudinaria despedida brindada a los que partieron dos años antes. En todo ese tiempo la situación militar en Europa había experimentado un vuelco, y a Franco le interesaba mirar hacia otro lado. El regreso escalonado del resto de los divisionarios se mantuvo a un ritmo de dos trenes semanales desde la estación de Vólosovo, ciudad del óblast de Leningrado. Con el espantoso frío padecido aún aferrado a sus huesos, muchos se mostraron exultantes al regresar a casa. Pero su alegría nerviosa de recién llegados ocultaba el drama reflejado en unos rostros curtidos por la nieve y el sol rusos. Sus ojos habían visto demasiado.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.