Las obras de Aurelio Agustín (354-430), retórico romano y obispo de Hipona después del 395, constituyen el corpus literario más extenso de un solo autor de toda la Antigüedad, lo que demuestra la dimensión de su actividad pastoral, literaria e intelectual. Entre sus numerosas obras, La ciudad de Dios es la más larga y también la más copiada durante la Edad Media, alcanzando la impresionante cifra de unos 400 manuscritos que aún hoy existen, aunque algunos de ellos son solo fragmentos o copias parciales.
Sus cientos de páginas no impidieron que se convirtiera en el texto de la Patrística latina y griega más copiado y para medir su influencia no podemos olvidar los numerosos florilegios, compilaciones o libros de sentencias que bebieron de él innumerables pasajes ampliamente utilizados por juristas, predicadores, maestros de teología o de artes a lo largo de toda la Edad Media.
La ciudad de Dios también es la obra más extensa de la Antigüedad que trata de un solo tema, la decadencia del Imperio romano en su relación con el cristianismo y sus promesas, que Agustín va a tratar en sus dimensiones religiosa, histórica, filosófica, teológica, política, literaria, pero sobre todo exponiendo sus propias ideas sobre el fin común y último de la existencia humana: el amor de la única verdad y de la vida feliz.
Contra los paganos y para los cristianos
Discutiendo contra una determinada posición en defensa de su interpretación del cristianismo, La ciudad de Dios, como sucede con gran parte de las obras de Agustín, supone al mismo tiempo una poderosa contribución a la formación del cristianismo católico de tradición romana.
Poco tiempo después de los momentos más ásperos de la lucha en la que se había envuelto contra los donatistas, Agustín es solicitado por Marcelino, un alto funcionario del Imperio (ejecutado cuando aún escribía el libro I y rehabilitado poco después), a intervenir en la diatriba que responsabilizaba a los cristianos de la creciente debilidad del Imperio.
Agustín acepta el desafío y desde el comienzo presenta su plan: escribir «contra aquellos que anteponen sus dioses a su Fundador, la defensa de la gloriosísima Ciudad de Dios, ora en el actual discurso de los tiempos, ora en aquella estabilidad del descanso eterno, que ahora espera por la paciencia, hasta que la justicia se convierta en juicio, y luego ha de alcanzar por la perfección con la victoria final y la paz perfecta».
La tarea es exigente como exclama el propio Agustín al empezar: «¡Empresa grande y ardua!». Comenzaba así la obra que, tras interrumpir y retomarla en varias ocasiones, tardará cerca de 14 años en completar. El inicio de la dedicatoria a Marcelino describe con claridad y profundidad el proyecto de Agustín e incluye la cita bíblica de donde viene el título, un versículo de los Salmos: la gloriosísima Ciudad de Dios.
San Agustín pretende defender a los seguidores de Cristo, extrayendo de las Escrituras, y de su extensa cultura literaria, la materia para combatir las costumbres y los errores de la ciudad de los que, como afirma, siguen dioses falsos. Al escribir contra los seguidores del politeísmo, Agustín escribe sobre todo para los cristianos, que tienen como horizonte el «descanso eterno» que llegará con el fin de los tiempos: ese descanso al que todos aspiran, pero que solo en la «Ciudad de Dios» se realizará con la «victoria final» de la justicia y la «paz perfecta».
Quedan así ya definidos tanto la naturaleza de la «Ciudad de Dios», ciudad de justicia y de paz, como el fracaso a lo largo de la historia de la «Ciudad de los Hombres» o «Ciudad Temporal», que, aunque también las busque, nunca alcanzó ni alcanzará de forma completa la justicia y la paz. Agustín encuentra anunciado el fin de los tiempos en los dos Testamentos de las Escrituras, pero el desarrollo de la obra lo lleva a explicarlo de una manera nueva.
Por tanto, Agustín no solo escribe en contra de los paganos, sino también para los cristianos de varias orientaciones, los de su Iglesia y también en contra de varias herejías y las facciones apocalípticas que, sobre todo en el norte de África, veían señales de que el fin de los tiempos ya estaba ocurriendo.
Los últimos libros de la obra estarán dedicados precisamente a templar esa visión milenarista, porque Agustín entiende que a los hombres no les está dada la certeza de cuándo ocurrirá el fin de los tiempos y el juicio final, por lo que deben prepararse con esperanza y paciencia y no precipitar los acontecimientos.
El tema de la «Ciudad de Dios» ya lo andaban discutiendo cristianos de distintas tendencias, la novedad fundamental que introduce Agustín es que la «Ciudad de Dios» es contemporánea de la «Ciudad Temporal», esto es, los hombres ya viven en ella, aunque en un estado de imperfección y peregrinación desde la expulsión del paraíso de Adán y Eva, y sobre todo desde la punición de Caín, fundador de la primera ciudad.
En la misma breve carta prólogo a Marcelino, Agustín hace la primera descripción de su plan y se percibe que el motivo inmediato para la obra es la defensa de los cristianos contra las acusaciones políticas y religiosas que se intensificaban al final del Imperio. En las Retractaciones nos dice que decidió escribir la obra porque los paganos, a quienes define como «adoradores de muchos dioses falsos», blasfemaban con acritud y amargura contra los cristianos, culpándoles por el saqueo de Roma, que se produjo el 24 de agosto de 410, por parte de los bárbaros comandados por el rey visigodo Alarico que, mientras saqueaban la ciudad eterna, perdonaron a los cristianos, lo que acentuó las quejas de los politeístas romanos.
Ahora bien, cuando Agustín termina la obra, ese momento histórico estaba lejano y había perdido importancia. La ciudad de Dios va más allá de aquella motivación histórica, pues lo que persiste son las razones para hablar de las dos ciudades a lo largo de la historia de la humanidad, de la situación de los cristianos en la vida política del Imperio romano y en la larga espera del juicio final y el fin de los tiempos.
La versión final de la obra constará de 24 libros o partes. Agustín explicó con detalle el orden y la unidad de la estructura, orientando su lectura y comprensión para evitar que la diversidad de temas desviara a los lectores de las grandes cuestiones. En una carta a Firmo, llega al detalle de indicar dos alternativas para la copia de la obra, que podían materializar bien su estructura: en dos volúmenes (libros I-X y libros XI-XXII) o en tres (primera parte en I-V, V-X; segunda parte en XI-XIV, XV-XVIII, XIX-XXII).
Crítica a las antiguas religiones y filósofos
Los primeros diez libros, organizados en dos partes, se dedican a refutar las falsas doctrinas de aquellos que adoran a múltiples dioses para engrandecer el Imperio o en busca de la felicidad en esta vida (libros I a V) y a aquellos que adoran a estos dioses en busca de la felicidad del alma o en la vida futura (libros VI a X). Escrita entre 413 y 417, esta parte es una crítica a las religiones antiguas y a los filósofos, transmitiendo una gran cantidad de información sobre el pensamiento, religión y cultura moral de las civilizaciones griega y romana. Los primeros libros circularon de inmediato y suscitaron una fuerte reacción.
Agustín incluso llega a decir que pronto se publicará un escrito en su contra, advirtiendo con acidez que les dará la respuesta que se merecen. Pero ese escrito nunca fue conocido y Agustín no lo menciona en los libros siguientes. Agustín nos proporciona igualmente un buen dosier de hechos y fuentes, incluyendo citas de obras, por ejemplo, de Varrón, que de otro modo serían totalmente desconocidas. Asimismo, pidió a Orosio, un presbítero de Braga que lo visitó en Hipona, la composición de una obra documentada para demostrar que el cristianismo no es responsable de las derrotas y la decadencia de Roma.
Los Siete libros de historias contra los paganos de Orosio llegarían a ser otra fuente preferida para el conocimiento de la Antigüedad en la Edad Media y se leerían en paralelo con La ciudad de Dios, pero Agustín se alejará de su tesis central y, sin mencionarlo, incluso criticará la teoría de las diez persecuciones que defiende Orosio.
Coexistencia de dos ciudades
La segunda parte de La ciudad de Dios, que escribió en distintos periodos entre 418 y 424, está dividida en doce libros, dedicados a la coexistencia de la «ciudad de Dios» y de la «ciudad terrenal», relatando sus orígenes opuestos (libros XI-XIV), su desarrollo (XV-XVIII) y sus finales (XIX-XXII). Aunque Agustín identifique a la «Ciudad de Dios» con Jerusalén (basándose en Hebreos 12:22) y la «Ciudad de los Hombres» con Babilonia, ninguna de estas figuras corresponde a ciudades reales existentes geográficamente o en la historia. La obra sigue el desarrollo paralelo de las dos ciudades, guiado por las Escrituras hasta Cristo y luego por la memoria histórico-política. Pero, como Agustín también lo explica, en el título prefirió mencionar solo la mejor de ellas.
Frente a otros escritores cristianos contemporáneos, como el ya citado Orosio de Braga, que buscaban explicar el desarrollo y crecimiento del cristianismo como un fenómeno interno al mundo romano —afirmando desde el principio que Jesucristo era él mismo un ciudadano romano—, Agustín adopta una posición diferente, con posiciones que defendía desde hace ya mucho tiempo, lo que muestra que esta obra es mucho más que un escrito de circunstancia.
En este sentido, el breve tratado La verdadera religión, que escribió entre 389 y 391, poco antes de ser ordenado presbítero en Hipona, anticipaba muchas de las posiciones que desarrollará con más detalle en La ciudad de Dios: 1) la religión cristiana es la verdadera religión porque rinde culto al verdadero y único Dios, revelado en el tiempo por las Escrituras, la única vía para la vida feliz, diferenciándose así del platonismo, filosofía que solo permite el acceso a algunas verdades siempre limitadas; 2) los ángeles que adoran al Dios verdadero son distintos de los demonios o dioses falsos, celebrados por las religiones paganas y en alguna filosofía, y losirven de libre voluntad; 3) el pasado de la humanidad muestra la continua oposición de los dos pueblos desde Adán hasta el fin de los tiempos.
Aunque pueda ser legítimo ver en La ciudad de Dios un contrapunto a la República de Cicerón, e incluso a la de Platón, a Agustín no le interesa solo pensar las condiciones de organización de la vida en sociedad y la sucesión de formas de gobierno y de dirigentes en el tiempo, sino, fundamentalmente, afirmar las condiciones de realización del destino transcendente del hombre, donde aquellos que lo merecen y se beneficien de la «gracia» de Dios alcanzarán la única, verdadera y eterna felicidad.
Por eso, la «Ciudad de Dios» se contrapone a la «Ciudad Terrenal o Temporal» pues, aunque durante mucho tiempo tengan que convivir en paralelo, o la «Ciudad de Dios» se desarrolle transitoriamente en el interior de la «Ciudad terrenal», la separación llegará con el final de los tiempos.
Sin embargo, Agustín no hace un ataque radical a la ciudad romana, que ya estaba ampliamente cristianizada, ni apela a una separación de los cristianos, porque desde que los emperadores se convirtieron, Roma también se convirtió en el contexto de vida de los cristianos y sus comunidades.
Para Agustín, es preferible comprender y defender la cristianización de la civitas, luchar por una ciudad gobernada por y para el Dios verdadero, rechazando como falsas todas las creencias politeístas, incluso las de los cristianos que aceptan algunas de ellas o no basen su creencia con suficiente rigor en la lectura de las Escrituras.
Por lo tanto, la obra está escrita tanto contra los paganos como para enseñar a los cristianos, y en esa doble clave fue leída en la Edad Media. San Agustín de Hipona era un profundo y virtuoso conocedor de las Escrituras.
En su argumentación recurría a pasajes que, con autoridad y astucia, contraponía a los autores griegos y romanos con los que discutía, o a los cristianos que procuraba catequizar. Constantemente citaba e interpretaba las fuentes bíblicas y La ciudad de Dios, especialmente su segunda parte, sería para la Edad Media una guía de exégesis histórica, moral y soteriológica de la Biblia. Además de las Escrituras, los conceptos que recibía de la tradición literaria y filosófica también estaban sujetos a un trabajo permanente de reformulación y adaptación a los temas discutidos en su obra, que fue elaborada con lentitud e intensidad.
Una obra sobre el amor
¿Cuál es el origen de las dos ciudades? ¿Qué distingue a los ciudadanos de cada una de ellas? ¿Cuáles son sus fines? Será en el amor, redefinido y revalorizado contra las teorías de las emociones de los estoicos, donde fundará la distinción de las dos ciudades: «Así, pues, dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda en Dios».
El amor explica la separación de las dos ciudades y autoriza a considerar que La Ciudad de Dios es una obra sobre el amor. Desde la expulsión del paraíso hasta el fin de los tiempos, los dos amores están mezclados. Después de la encarnación del Hijo de Dios y la formación de la comunidad de sus seguidores, la Iglesia cristiana, los hombres pueden reinterpretar la revelación y vivir guiados por el bien y teniéndolo como fin último de toda su existencia. El mensaje de Agustín es que la encarnación confirma la gracia divina que ayuda y obliga a los hombres a volver al bien y a la justicia por amor a Dios, que debe iluminar la vida interior y también la vida en la ciudad.
No solo la vida religiosa, sino también las elecciones humanas y la acción política se comprenden bajo la idea del amor a Dios como el bien supremo. Es bajo esta luz que Agustín redefine muchas cuestiones filosóficas, como el libre albedrío en contra de Cícero, la necesidad de la coerción en el ámbito político y el deseo de dominar como corrupción del amor, la justicia como el elemento definitorio de la sociedad, o la paz como tranquilidad del orden. Agustín ofrece múltiples soluciones y definiciones en estos y otros temas que influirán profundamente en la Edad Media.
En definitiva, el verdadero amor es la matriz de la sumisión del exterior al interior, del cuerpo al alma, de lo inferior a lo superior, de lo que obedece a lo que manda, de lo temporal a lo eterno. La obra de San Agustín tuvo una gran influencia en la Edad Media latina y su posteridad se refleja en la historia teológico-política del final del Imperio y la emergencia de los estados nacionales, así como en la afirmación política de los estados pontificios y la autoridad de la Iglesia.
Sin embargo, la historia de esta influencia está en constante cambio y plagada de equívocos, con frecuentes citas de Agustín que son descontextualizadas y malinterpretadas. De hecho, sus escritos pueden ser invocados tanto por los defensores de la supremacía del papa como por los que abogan por la autonomía del poder temporal. Así, aunque en algunas partes de La ciudad de Dios identifica la Iglesia con la «Ciudad de Dios», esta no puede reducirse a la misma.
Esta idea es contrarrestada tanto por la mencionada coexistencia e interpenetración de las dos ciudades a lo largo de tiempo, incluso antes de Cristo, como por la idea de que la «Ciudad de Dios» solo se realizará después del fin de los tiempos.
Por último, cabe señalar como, desde sus inicios, la imprenta contribuyó a la ampliación y persistencia de la influencia de La Ciudad de Dios más allá de la Edad Media. La primera edición impresa fue publicada en Subiaco en 1467, poco después del comienzo de la tipografía. Entre las ediciones humanistas, debe mencionarse la de Froben en Basilea en 1522 con comentario de Luis Vives, que sería retomada por Erasmo de Rotterdam en su edición de las obras de San Agustín (Basilea, 1529).
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.