Las tropas de intervención de los Austrias españoles, los aclamados tercios, tuvieron un papel hegemónico durante más de una centuria en Europa, y a su habitual destreza de picas y fuegos contribuyó como el que más la figura del noble, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, el cual pasó a la historia como «el Gran Duque de Alba». Su legendaria presencia engalanó algunos de los hechos marciales más sobresalientes y decisivos del siglo XVI, además de confirmar con sus decisiones que fue un verdadero maestro en el arte de la guerra, y afianzar con ellas a los tercios a la cúspide de su poder.
Nacimiento y oportunidades
Vino al mundo un 29 de octubre de 1507 en la localidad castellana de Piedrahíta, aunque fue criado en las estancias ducales de la casa de Alba, en el castillo que poseen en Alba de Tormes. Su educación, llevada por dos italianos, fue esmerada y le reportó siempre un gusto por el humanismo, el arte y la cultura en general, además de desarrollar un adecuado poliglotismo. En cualquier caso, su inclinación principal pronto se iba a manifestar, pues acompañó a su abuelo en 1512 en la conquista de Navarra, una vez que su padre murió en una desastrosa expedición a Los Gelves en 1510. Ese primer encuentro con lo marcial fue un estímulo ineludible para su joven persona, ya que esa senda de la heroicidad le seguiría motivando hasta casi su muerte, acaecida en 1582 en tierras portuguesas.
En esos primeros años de formación su libro de cabecera fue el De re militari del romano Vegecio, la habitual biblia de los más consumados estrategas de aquellos tiempos. Asimismo, la emulación paterna estaría dentro de sus atribuciones mentales cuando fue a combatir, sin consentimiento de su abuelo Fadrique, al sitio de Fuenterrabía entre 1523-24, siendo allí un respetado mando que conjugó fogosidad y pensamiento en sus acciones. La vida de campamento y el respeto que los soldados profesan a aquellos que comparten sus penalidades debió ser otra buena enseñanza de aquellos años juveniles. En una Monarquía Hispánica que estaba extendiendo su poder por medio mundo, las oportunidades de destacar en la carrera de las armas no iban a ser desaprovechadas por un talento natural como el de Fernando.
Moros y desembarcos
En aquellos tiempos, el gran enemigo de la Monarquía Hispánica era el Imperio otomano, por religión, extensión y fuerza intrínseca. Nuestro protagonista, duque de Alba desde 1531, iba a participar en el socorro de Viena en 1532 ante las tropas de Solimán, pero este se retiró prudentemente antes del choque contra los cristianos acaudillados por el emperador Carlos I, tras la conquista de una serie de plazas cercanas. Precisamente con el César, y otros grandes personajes de la época, participó luego en la victoriosa jornada de Túnez (1535) y en la malhadada empresa de Argel (1541). Cara y cruz de la guerra, azares y fortunas en el ambivalente y peligroso mundo militar.
Lo más relevante de aquellas actuaciones africanas fue el evidente autocontrol exhibido por Fernando. En la cercana y antigua Cartago sufrió un ataque de jinetes moros del cual pudo salir bien librado por haber previsto esa contingencia y una línea de retirada para sus jinetes. Y ante las puertas de Túnez, en plena batalla, otro ataque de los jinetes de las fuerzas contrarias de Barbarroja fue repelido y, lo más importante, cesó luego en una alocada persecución con sus monturas. Análisis, arrojo calculado, precisión y sensatez en su persona, alejado del ideal caballeresco medieval. En cualquier caso, en esas misiones anfibias, siempre complicadas, no ostentaba el mando de las operaciones, algo de lo que sí pudo disfrutar en suelo francés durante la campaña de acercamiento a Marsella en 1536.
Independiente en campaña
Esa proyectada invasión por Carlos I tenía un difícil objetivo en la muy bien pertrechada y defendida ciudad provenzal. Intentaba coordinar su avance con la flota de galeras de su aliado genovés, Andrea Doria. El problema es que eso no era tan sencillo en un tiempo donde las comunicaciones dependían de cartas que podían tardar semanas en llegar a su destino. Asimismo, tampoco es baladí el organizar y coordinar una doble fuerza de invasión por vía terrestre y naval. En esas, la población campesina local fue muy hostil y complicó bastante las operaciones del posible asedio.
Ante la inexpugnabilidad de Marsella se optó finalmente por la retirada, y en ella el duque de Alba demostró diligencia, precaución y astucia, como cuando sorprendió a una agrupación francesa que se dirigía con vehemencia hacia el ataque de una aparente débil cobertura hispánica. El duque les estaba esperando emboscado, e incluso él mismo se pavoneó antes frente a las murallas para enrabietar a su enemigo. Su experiencia marcial subía y se probaba exitosamente como un conocedor de la guerra limitada, con golpes de mano, operaciones sorpresivas y con una fundamental logística como fuente principal del nervio de un ejército.
Como curiosidad, en esta campaña el duque perdería a uno de sus grandes amigos, el poeta y soldado Garcilaso de la Vega.
Tras volver de Argel, el César le ordenó salvaguardar la frontera pirenaica ante las tropas de Francisco I de Francia. No quiso esperar encerrado en Perpignan y se retiró para tener más movilidad con cuatro tercios y seis escuadrones de caballería. La estrategia de defensa activa dio sus frutos, pues los enemigos se retiraron ante la perenne amenaza de esa masa de maniobra en el terreno del Rosellón. Hasta ese momento, sus desempeños individuales habían sido muy bien conducidos y Carlos I no dudaba ya de que tenía un inmejorable mando a su lado. Habiendo destacado en «la pequeña guerra» (ver primer recuadro) y en la defensiva, en unos años se consagraría igualmente como un verdadero experto de la guerra ofensiva.
Protestantes en liza
Cuando Martin Lutero clavó sus 95 tesis en la iglesia de Wittenberg comenzó una división en el seno del Cristianismo que todavía se mantiene. La nueva variante arraigó, poco a poco, en Centroeuropa y los países nórdicos, y ese manifiesto pulso a lo papal y a lo católico fue el germen de la revuelta de los príncipes alemanes frente al Imperio que dirigía, como cabeza terrenal, Carlos I. Muchos de ellos, deseosos de mantener esta nueva independencia espiritual se aliaron en la llamada Liga de Esmalcalda, en abierto desafío a los poderes imperantes. La guerra parecía el único modo de solucionar el problema y hacia ella se encaminaron ambos contendientes.
Entre 1646 a 1647 hubo una serie de campañas que encumbrarían al duque de Alba y a sus soldados españoles, muy letales con las armas de fuego portátiles, tanto en infantería como en caballería. Durante el primer año, el duque de Alba no quiso emprender batalla campal, por no tener clara superioridad, y se dedicó más al movimiento y a la maniobra para desgastar a sus oponentes. En cambio, en marzo de 1547 se lanzaría en pos de una batalla campal que acabara con las aspiraciones de los coaligados alemanes y la ocasión se presentará en la ciudad de Mühlberg, a orillas del río Elba.
El 24 de abril, Carlos I y el duque de Alba inspeccionan el dispositivo enemigo de Juan Federico I de Sajonia, lo ven factible, y acometen al mismo por dos vados defendidos por sus rivales. Rechazadas en varias ocasiones, por fin las fuerzas del duque de Alba consiguen tomar la orilla derecha opuesta y perseguir con denuedo con su caballería a los protestantes. El propio Carlos I le siguió algo más atrás en su iniciativa y destrozarán finalmente, con una carga frontal del duque de Alba, a sus opuestos.
Esta conocida batalla fue vencida por la sorpresa al asaltar una posición enemiga con un gran río defendido y usar para ello un doble enfoque indirecto, pues Alba se las ingenió para lanzar, en primer lugar, una finta hacia la ciudad de Torgau, distante unos 6 kilómetros del paso principal, y luego concentrar, aguas abajo, a fuerzas selectas para provocar la ruptura decisiva. La posterior persecución, a uña de caballo, impidió que sus enemigos pudieran formar un despliegue adecuado en campo abierto.
Flandes: el infierno del norte
La colosal figura del duque de Alba no se entiende sin su presencia en Flandes como enviado del nuevo rey Felipe II para sofocar la revuelta neerlandesa. Pero antes de ocuparnos de esa coyuntura debemos referir su intervención en Italia al mando de sus tropas hispánicas entre 1556 y 1557 y ante el inveterado enemigo francés, aliado papal de entonces.
En su estilo taimado dejó correr el tiempo sin presentar batalla en los primeros meses y puso sitio a Ostia, para enfocar a sus soldados a la par que mantenía su línea de operaciones abierta con Nápoles. Más tarde se enfrentó a los intentos del francés duque de Guisa (el mismo que defendió con éxito Metz entre 1552-53 ante él y el emperador Carlos I) en Civitella, haciendo que desistiera de tal conquista, y terminaría firmando en Roma unos términos favorables a la Monarquía Hispánica. De nuevo su economía de fuerzas, su capacidad logística, su mirada estratégica, más su atención por sus hombres y por cualquier detalle rayaron a un gran nivel, y si a esas cualidades marciales sumamos su habitual pericia diplomática, no es de extrañar que sus contemporáneos estuvieran admirados ante tal actuación, tanto que el señor de Brantôme no dudó en ensalzarla al indicar que había sido realizada por un verdadero maestro en el arte de la guerra. Con su prestigio muy consolidado, partiría diez años después hacia su definitiva prueba de fuego en Flandes.
La rebelión de Flandes ha pasado por la historiografía desde una enconada lucha religiosa hace decenios hasta la actual guerra civil que enfrentó durante aproximadamente ochenta años a la Monarquía Hispánica contra las luego llamadas Provincias Unidas.
El duque de Alba, como enviado personal del rey Felipe II, se hizo cargo de la situación a su llegada en 1567 por el luego conocido como Camino Español (que él mismo planificó), y muy pronto se tuvo que enfrentar a una lucha abierta frente a las fuerzas de Guillermo de Orange.
Tras diversos movimientos y una estrategia de represión controlada, el choque decisivo se produjo en Jemmingen, el 21 de julio de 1568 y allí fue determinante la intervención de los arcabuces y, sobre todo, los mosquetes que se habían incorporado a algunas unidades de infantería desde Italia. La letalidad portátil que se conocía desde Bicocca (1522), impulsó un nuevo modelo de batalla, y ahora, la muerte se generaba a una mayor distancia que antes.
En el momento en que las tropas orangistas flaquearon, el duque ordenó avanzar a sus tres escuadrones en orden cerrado para acelerar la descomposición de su moral de combate. Esa certera visión táctica era otra de sus cualidades y se basaba en un reconocimiento previo del terreno y una experiencia consolidada dentro de los espacios sangrantes y humeantes del combate real. Aún tendría otra ocasión de batir a sus enemigos neerlandeses en las cercanías de Jodoigne, o en el asedio de Mons, uno de sus pocos ejercicios de poliorcetes dirigidos por él.
Portugal: el reino conquistado
Los años pasaron y el duque de Alba, retirado de la escena principal y caído en desgracia por temas cortesanos, fue devuelto a la misma para invadir Portugal y hacer valer los derechos legítimos de Felipe II para coronarse como rey en el reino vecino. La ocasión se presentó tras la muerte del joven rey Sebastián I en Alcazarquivir (1578) y la posterior del cardenal Enrique sin sucesor.
Los preparativos fueron exhaustivos por parte del duque de Alba, una costumbre en su persona, y cuando consiguió el tren de víveres necesario —su gran preocupación—, penetró desde Badajoz a la cabeza de miles de hombres. Su destino era Lisboa, pero antes tuvo que recorrer el Alentejo y conquistar Setúbal para, desde allí, embarcarse en las galeras del marqués de Santa Cruz y desembarcar en Cascais con sus tropas. Las tropas enemigas del Prior de Crato, otro pretendiente al trono portugués, les salieron al paso en el arroyo de Alcántara (25 de agosto de 1580), muy cerca de Lisboa.
La batalla subsiguiente, la última de su vida, demostraría de nuevo su enorme calidad como mando. Su plan, analizado previamente, era encelar progresivamente al rival sobre un puente de cruce y, cuando este enviara sus reservas, atacar por el otro flanco con parte de sus fuerzas escogidas de infantería y gran parte de la caballería presente, las cuales se mantendrían ocultas a la vista. Y, poco más o menos, se produjo así. Desviación táctica del esfuerzo defensivo del enemigo, utilización del terreno en su favor, y sorpresa final para vencer con contundencia en la ofensiva.
Dos años después moriría en el propio Portugal aquejado de su sempiterna gota y los achaques febriles de una vida espléndida y pródiga en acciones militares que le granjearon el respeto de todos, ya fueran amigos y enemigos. Con él desapareció, sin lugar a dudas, el mejor mando español que tuvieron los tercios durante toda su larga epopeya, y un personaje que sigue avivando hoy en día esa fascinación imperecedera.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.