Cuando la futura Isabel II nació en 1926 aún ocupaba el trono su abuelo, Jorge V, y el primero en la línea de sucesión era su primogénito Eduardo, príncipe de Gales. Le seguía Alberto, duque de York, dieciocho meses menor (apodado familiarmente Bertie) y con quien su progenitor se mostró especialmente estricto.
Alberto tuvo una infancia difícil. En palacio la disciplina era férrea. Hubo de soportar que le atasen la mano izquierda por ser zurdo y que le entablillasen las piernas por ser patizambo. Extremadamente tímido, enmudecía a menudo a causa de su tartamudez, que en aquel tiempo se relacionaba con una inteligencia escasa. Eduardo era radicalmente distinto y, a medida que se hacían mayores, la diferencia entre ambos resultaba más evidente. Pese a todo, los hermanos estaban muy unidos, aunque eso pronto iba a cambiar.
Eduardo (al que su familia y amigos cercanos llamaron siempre por su último nombre, David) era un joven encantador de vida disipada, seguidor de la moda y amante de la ostentación y la adulación del pueblo. Delgado, rubio, de ojos azules y bonita sonrisa, simpático y galante, encarnaba para muchas jóvenes el ideal del príncipe azul. Por su parte, lejos de las formalidades de sus padres y de la sofisticación de su hermano mayor, Alberto llevaba una vida modélica, tranquila y comedida.
Su boda con lady Elizabeth Bowes-Lyon, una joven de la aristocracia escocesa de la que estaba profundamente enamorado, fue una inyección de moral para su baja autoestima, además de un gran apoyo emocional. Ella tenía buen humor y buenos amigos, y sabía disfrutar de la vida. Se casaron en 1923 y su primera hija, Isabel, nació tres años después. La segunda, Margarita, llegaría en 1930.
Hermano «Bueno», hermano «Malo»
Los días de Eduardo como soltero de oro terminaron en 1934, cuando conoció al único amor de su vida. Se llamaba Wallis Simpson, era americana y estaba casada por segunda vez. Empezaron a verse sin que el marido lo supiera, e incluso iban juntos de vacaciones.
El escándalo explotó entre la alta sociedad inglesa, convencional por naturaleza, y la preocupación reinaba en el Gobierno. El heredero al trono difícilmente podía haber encontrado una candidata a reina más inadecuada que aquella osada y prepotente mujer. Desde el principio, ella llevó la voz cantante en la relación, sin ocultar que los duques de York no eran de su agrado, un sentimiento por supuesto mutuo. Si a Alberto y a Elizabeth se los veía respetables, a Eduardo y a Wallis se los consideraba poco recomendables y una amenaza para los Windsor. En realidad, chocaban dos modelos de corte: la tradicional y discreta versus la irreverente e irresponsable.
La crisis de la abdicación
Pese a tratársele como el heredero, Eduardo no cumplía con sus obligaciones. Solo quería estar con Wallis, de la que tenía una dependencia absoluta. Se intentó mantener la relación en secreto pero, cuando la gente se enteró, Simpson recibió durísimas críticas y no pocos insultos. ¿Cómo era posible que una mujer extranjera, no solo casada sino también divorciada —algo especialmente mal visto—, hiciese tambalearse al todopoderoso Imperio británico? ¿Acaso aspiraba realmente a ocupar el trono? Pese a todo y contra todos, Eduardo lo tenía clarísimo: se casaría con ella y, si fuera preciso, abdicaría. Así se lo comunicó a la familia.
Todo se complicó aún más con la muerte de Jorge V, el 20 de enero de 1936. Automáticamente, el primogénito ascendió al trono como Eduardo VIII y, a partir de ahí, la relación de los dos hermanos, que ya estaba bastante resquebrajada, se rompió. Mientras Eduardo únicamente pensaba en su amada y aparcaba sus responsabilidades, Alberto mantenía reuniones secretas con miembros del Gobierno. El 10 de diciembre pasó lo que muchos ya temían: el monarca firmó el acta de abdicación. «Me ha sido imposible llevar la pesada carga de la responsabilidad, cumplir con mis obligaciones como rey del modo en que habría deseado y sin la ayuda y el apoyo de la mujer a la que amo», se justificó. También declaró que aquella decisión había sido menos difícil para él «sabiendo que mi hermano, con su largo entrenamiento en los asuntos públicos de este país y con sus finas cualidades, será capaz de ocupar mi lugar de aquí en adelante».
De esta manera, a los 40 años Alberto se convertía, a la fuerza, en rey de Gran Bretaña. El 12 de mayo de 1937 fue coronado, y escogió el nombre de Jorge VI por respeto a su padre. Aquella carga le venía grande, pero contaba con el inestimable apoyo de su esposa. Gracias al esfuerzo de ambos, la monarquía sobreviviría a la peor crisis desde el derrocamiento de Jacobo II en 1688.
Flirteo con el nazismo
A los pocos días de la coronación de Jorge VI, Eduardo y Wallis contrajeron matrimonio; ningún representante de la familia real asistió a la ceremonia. Por entonces, Hitler gobernaba en Alemania y muchos acusaron a Eduardo de simpatizar con él. En octubre de 1937, visitó Berlín con su esposa y ambos fueron recibidos por Goebbels, Hess, Himmler y Von Ribbentrop, el ministro de Asuntos Exteriores. Eduardo incluso visitó a Hitler, con el que mantuvo una larga conversación, y se le pudo ver haciendo el saludo nazi.
En 1940, en plena guerra, él y Wallis escaparon a Lisboa cruzando España. La idea de Churchill, el primer ministro británico, era que embarcasen hacia las Bahamas, un rincón menor del Imperio donde Eduardo sería nombrado gobernador con el fin de alejarlo lo más posible de Europa. Pero Von Ribbentrop envió telegramas a sus embajadores en Lisboa y Madrid ordenándoles que se aproximasen al duque de Windsor para tentarlo con la oferta de ser repuesto en el trono en caso de que los nazis conquistasen Inglaterra. En 1953, Winston Churchill pediría a Eisenhower y al Gobierno francés que dichos telegramas no se hiciesen públicos bajo ningún concepto. El presidente americano respondió que estaba probado que «no tenían ningún valor», «estaban conectados con propaganda alemana para debilitar la resistencia occidental» y «eran injustos con el duque».
Los telegramas terminarían por ver la luz. Aunque la conspiración no pudo probarse, el fantasma de su flirteo con el nazismo persiguió a Eduardo, quien reconocería haber admirado a Hitler en un momento dado, pero siempre negó haber sido nazi. Entretanto, que Wallis acaparase las portadas de los periódicos y revistas de medio mundo luciendo vestidos y joyas como un icono de la moda no le ayudaba a deshacerse de su fama de personaje problemático.
En 1952, los duques de Windsor se refugiaron definitivamente en Francia y estuvieron juntos hasta la muerte de Eduardo, el 28 de mayo de 1972. Su sobrina Isabel dio permiso para que se le enterrara en el cementerio real de Frogmore, junto al castillo de Windsor. Wallis empezó a perder sus facultades en 1976 y falleció en 1986. En todo ese tiempo, nadie de la familia real la visitó. Eso sí; la enterraron cerca de la tumba de su marido.
De la pequeña Lilibet a Isabel
Como su padre, tampoco Isabel creció esperando sentarse en el trono. No lo imaginaban ni ella ni los que la rodeaban desde que vino al mundo, el 21 de abril de 1926. De pequeña, a Isabel le costaba pronunciar Elizabeth, así que se llamaba a sí misma Lilibet, mote que mantendría. Aunque era solo una niña cuando su tío escandalizó a propios y extraños, vivió de cerca las tensiones familiares y la presión para que Eduardo cambiara de opinión con respecto a la señora Simpson. Y era consciente de lo que aquello podía significar: que su padre llegase a ser rey y, por tanto, ella se convirtiera algún día en reina.
Estuvo presente en la coronación de su padre, en mayo de 1937, como el resto de la familia. Con once años, sabía que era la heredera y que aquello cambiaría su existencia. Viviría en Buckingham y la educarían para cumplir con el papel que le esperaba. Se decía que rezaba para tener un hermano que la librara de tal responsabilidad.
En 1939, Isabel encontró el amor en el príncipe Felipe de Grecia, un cadete de la Marina Real británica nacido en Corfú. Él tenía 18 años, ella solo 13, pero ya nunca tendría ojos para otro. Pese a su rancio abolengo (su padre era Jorge I de Grecia y su madre Alicia de Battenberg, descendiente de una gran dinastía europea), los progenitores de Felipe eran pobres; al nacer él, un golpe había destronado a la monarquía griega. Al padre, acusado de traición, le esperaba una ejecución. Le salvó la intervención de un pariente lejano, el rey de Gran Bretaña, y allí se exilió.
A los pocos meses de que los jóvenes se conociesen, estalló la Segunda Guerra Mundial y Felipe hubo de prestar servicio. Desde su refugio en el castillo de Windsor, Isabel le escribiría con regularidad. El 3 de septiembre de 1939, Gran Bretaña declaraba la guerra a Alemania y Jorge VI llamaba a sus súbditos, a través de la radio, al patriotismo y la resistencia. Fue una gran arenga, tanto que nadie diría lo que le costó dada su tartamudez. A pesar de no sentirse preparado, Jorge VI había afrontado su destino, y su esfuerzo suponía un doble mérito porque le tocó gobernar en tiempos revueltos, con una crisis galopante y una guerra inesperada. Por fuerza, la joven Isabel debía sentirse orgullosa de él.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.