En la Nochebuena de 1968, el astronauta estadounidense William Anders tomó una fotografía de la Tierra desde el Apolo 8. Ascendiendo por encima del horizonte lunar, nuestro planeta parecía una canica azul y blanca, los dos colores del agua: pequeñas gotas y vapor en las nubes; y en los océanos una gran masa de agua líquida, la característica más singular de la Tierra, que, entre otras muchas cosas, ha permitido la aparición de la vida. Sin embargo, a nuestro mundo lo llamamos Tierra, no Agua u Océano, por la sencilla razón de que nosotros no podemos vivir en este elemento.
Si subo a la azotea de mi centro de trabajo, situado unos kilómetros al norte de Madrid, puedo ver la cuenca alta del Manzanares ascendiendo suavemente hacia la sierra, y las laderas de esta empinándose hasta los 2.000 metros de altura. Puedo ver los pueblos y los prados y los encinares, y luego los canchales y los bosques de pino albar, hasta llegar a las cumbres, cubiertas de nieve cuando escribo estas líneas. Si uso unos prismáticos hasta puedo adivinar las vacas pastando. Y si quisiera podría ir caminando a la sierra, y cruzaría prados y bosques, y podría identificar plantas e insectos solo con mirarlos (bueno, y con la ayuda de una guía).
En cambio, si subo a la azotea de mi antiguo lugar de trabajo en Barcelona y miro hacia el mar solamente veo una masa enorme de agua hasta el horizonte. Tal vez descubro los veleros que participan en una regata, y algún buque de contenedores que se acerca al puerto. Pero no veo nada más allá de la superficie. La mayor parte del mar está más allá de nuestra visión. Los prismáticos servirían de muy poco. Incluso si navegara hacia ese horizonte no vería nada más que agua durante millas y millas.
Esta diferencia es la que explica que el conocimiento del mar se haya retrasado mucho respecto al de la tierra firme, y que solamente en las últimas décadas, gracias a una tecnología muy refinada, hayamos podido empezar a estudiarlo en profundidad y a comprender el enorme papel que juega en la canica azul y blanca.
El 75% de la superfície terrestre está cubierta de agua
Además de encontrarse en su mayor parte fuera de nuestra vista, el océano cubre cerca del 75 % de la superficie del planeta, unos 362 millones de km2, el equivalente a más de 50.000 millones de campos de fútbol, o a unas 621 veces la península ibérica.
Si consideramos el volumen, las cifras son todavía mayores: 1,335 x 109 km3, el equivalente a 513.000 millones de pirámides de Guiza, o a cuatro trillones de edificios como el más alto de España, la Torre de Cristal en Madrid (249 metros). Y la cantidad de agua marina pesa 1,38 x 1021 kg.
Es evidente que conocer semejante inmensidad requiere estudiarla a gran escala. En las últimas décadas se han desarrollado una serie de métodos y estrategias que por primera vez nos están proporcionando una imagen sintética del océano: las campañas multidisciplinares de circunnavegación, la detección desde satélites, la utilización de robots submarinos, la instrumentación de animales y la genómica.
La navegación ha sido el método tradicional de aprender sobre el mar. Por ejemplo, los navegantes polinesios colonizaron todo el Pacífico interpretando las posiciones de las estrellas, los trenes de olas que genera el mar de fondo predominante en cada zona, el rumbo de las aves marinas al atardecer, las nubes formadas sobre islas más allá del horizonte… Un caudal enorme de conocimientos.
Hoy, los investigadores marinos hacemos campañas oceanográficas sin cesar
Estudiar el mar navegando en un buque bien preparado es una forma excelente de aprender cómo funciona. A medida que nos desplazamos podemos ir tomando muestras del agua a distintas profundidades para analizar todo lo que podamos medir. Para empezar, la temperatura y la salinidad son las variables más importantes, porque determinan la densidad del agua, y las diferencias de densidad entre las distintas masas de agua son las responsables de que el océano esté estratificado en capas, de que haya corrientes marinas y de que el agua circule en un ciclo gigantesco que tarda unos mil años en recorrer el globo.
Estas corrientes afectan al clima, por ejemplo suavizando el de las costas noruegas mediante las aguas cálidas de la corriente del Golfo. También podemos identificar los seres vivos y contar cuántos hay, cuánto pesan y qué hacen.
En lo que va de siglo se han completado varias campañas de circunnavegación, esfuerzos a gran escala que exigen pasar muchos días en un buque e implican a decenas de grupos de investigación y centenares de científicos y marineros, además de suponer un notable desembolso por parte de las instituciones que las financian. Pero son una de las mejores formas de entender los mecanismos de funcionamiento del océano.
Una campaña particularmente relevante fue la Global Ocean Sampling (2004-2006). El biólogo estadounidense Craig Venter, uno de los promotores de la secuenciación del genoma humano, dirigió esta vuelta al mundo a bordo de su yate privado, el Sorcerer II. El objetivo principal era aplicar al océano las técnicas de genómica que se habían desarrollado durante la citada secuenciación. Las muestras recogidas sirvieron para analizar el material genético de los microorganismos, y se descubrieron millones de nuevos genes.
Venter fue muy criticado. Se le acusó de querer encontrar nuevas fuentes de energía en el mar y patentarlas, robándoselas a los países por los que pasaba. Pero el legado de su iniciativa ha sido revolucionario: las secuencias que obtuvo son de acceso público y la mayoría de los microbiólogos marinos las seguimos usando en nuestras investigaciones. Poco después, las técnicas de secuenciación dieron un gran salto adelante. Se hizo asequible usarlas a gran escala.
Otras dos campañas de circunnavegación aprovecharon este potencial. Tara Oceans se desarrolló entre 2009 y 2013 a bordo del yate Tara, y analizó muestras recogidas hasta los 1.000 metros de profundidad. El trabajo fue liderado por el francés Éric Karsenti, del Laboratorio Europeo de Biología Molecular de Heidelberg (Alemania), tuvo una participación española muy significativa y ha dejado como legado una base de datos de inestimable información genética.
Y entre 2010 y 2011 se llevó a cabo la campaña Malaspina 2010, cien por cien española. Su jefe fue el oceanógrafo Carlos Duarte. El proyecto implicó a nuestros dos principales buques de investigación (el Hespérides y el Sarmiento de Gamboa), y tomó su nombre de la famosa expedición científica de Alejandro Malaspina (la primera española de ese tipo, hecha entre 1788 y 1794). Aunó los esfuerzos de una veintena de universidades y centros de investigación, la Armada, el Ministerio de Ciencia e Innovación y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. El Hespérides permitió explorar hasta los 4.000 metros de profundidad. Tanto Tara Oceans como Malaspina 2010 incrementaron de forma espectacular los datos marinos, tanto que todavía se están explotando sus resultados.
Lo que explican los datos marinos
Estos proyectos se proponían analizar la variabilidad entre distintas zonas del océano. En las pasadas dos décadas, otro tipo de expediciones han analizado la variabilidad temporal, estudiando la misma zona a lo largo de ciclos anuales. Varias de ellas destacaron por sus dimensiones y su ambición. Señalaré solamente tres llevadas a cabo en el océano Ártico, porque estudiar este mar en invierno presenta unas dificultades logísticas descomunales. La primera, CASES (Estudio Canadiense de Intercambio de la Banquisa Ártica), fue un esfuerzo liderado por investigadores de Canadá y coordinado por el oceanógrafo Louis Fortier, de la Universidad Laval en Quebec. Contaba con un buque rompehielos y de investigación, el Amundsen, que llegó hasta la bahía Franklin a finales de 2003 con la intención de dejar que el mar se congelara a su alrededor y permanecer allí todo el invierno. Así lo hizo, y se obtuvieron datos muy valiosos sobre lo que ocurre durante la noche polar y el invierno ártico, como asimismo logró la segunda de estas iniciativas, también canadiense y hecha durante el Año Polar Internacional (2007-2008). La dirigió David Barber, científico ambiental de la Universidad de Manitoba.
Por último, en 2019, el rompehielos alemán Polarstern derivó por la banquisa ártica durante un año en lo que se llamó misión MOSAiC (Observatorio Multidisciplinario a la Deriva para el Estudio del Clima Ártico), emulando la expedición a bordo del Fram que el noruego Fridtjof Nansen hizo a principios del siglo XX.
En todas estas campañas ha habido una participación muy significativa de investigadores españoles. Pese a las ambiciosas escalas espaciales y temporales de estos proyectos, las zonas y épocas muestreadas son una miseria en comparación con el tamaño del océano. Para hacernos una idea global necesitamos los datos recogidos por los satélites, que recorren todo el planeta en poco tiempo y miden cada vez más variables de los mares: temperatura, salinidad, cantidad de clorofila, altura del nivel del agua, movimientos de las corrientes… Como sus órbitas se repiten, podemos volver a medir las mismas cosas y así ver cómo cambian con el tiempo. Esta copiosa información ha permitido, por ejemplo, estimar la cantidad total de fitoplancton en el océano y su contribución a la producción primaria (la producción de materia orgánica que hacen los organismos autótrofos a través de los procesos de fotosíntesis o quimiosíntesis, esencial para la vida).
El resultado ha sido espectacular: se estima que la mitad de la producción primaria la realizan las plantas terrestres, y la otra mitad los microorganismos marinos. Es impresionante, pero todavía nos falta mucho, porque los satélites solo pueden detectar lo que ocurre cerca de la superficie, y el océano tiene casi cuatro kilómetros de profundidad media, 4.000 metros de agua fría y oscura repleta de seres vivos. Para analizar ese mundo oculto necesitamos robots sumergibles, batiscafos y anclajes permanentes o a la deriva. Los instrumentos que llevan estos aparatos pueden medir constantemente muchas variables como la temperatura o la salinidad, e incluso tomar muestras, por ejemplo para detectar qué microorganismos hay en cada lugar: uno de los descubrimientos más recientes es que el océano es un sistema fundamentalmente microbiano.
El fitoplancton es básico para la vida
El fitoplancton está formado por microorganismos. Es cierto que en las zonas costeras hay algas y plantas que también contribuyen a la cadena alimentaria. El mar de los Sargazos, por ejemplo, es otra gran fuente de producción primaria no microbiana, gracias a sus algas. Pero la inmensa mayoría de esa producción se debe al fitoplancton. El número de bacterias y arqueas en el océano es de 1 x 1029 células. Cada una de estas células tiene su propio genoma y cada genoma entre 1000 y 10 000 genes. La cantidad de funciones distintas codificadas en esos genomas desafía la imaginación y encierra un tesoro de posibles aplicaciones biotecnológicas.
El océano contiene también la más amplia representación de la evolución de la vida en el planeta, y entre esa vida algunos de los animales más emblemáticos –como las ballenas–, más atractivos –como los corales– y más nutritivos –como los peces–. Los detalles de las existencias de todos estos seres nos eran desconocidos hasta que se ha podido disponer de instrumentos para marcarlos: aparatos miniaturizados para que no molesten al animal, y que contienen sensores de diferentes variables como la temperatura, y emisores que se comunican con los satélites para revelarnos su posición y mandarnos los datos que han recabado. El investigador puede seguir desde su despacho las rutas de miles de kilómetros de tiburones, albatros y tortugas.
Los submarinos, tripulados o de control remoto, también han permitido ver lo que había en el fondo, desde los bosques de animales bentónicos (los que viven en ese fondo) hasta los surtidores termales y sus oasis asociados de gusanos y moluscos gigantes, estos últimos, por cierto, dependientes de los microorganismos para su alimentación.
Gracias a estas tecnologías y estrategias, tenemos ahora una imagen mucho más fidedigna del océano y de su influencia sobre el planeta. El mar y la atmósfera están interactuando constantemente. Intercambian compuestos químicos, se transfieren energía, el agua se evapora para formar nubes y luego se precipita en forma de lluvia. Pero, además, el mar y la atmósfera interactúan mediante mecanismos relevantes para el calentamiento global. La cantidad de CO2 que hay en la atmósfera está en equilibro con el CO2 en las aguas. Cuando aumenta una también aumenta la otra. Por una parte, el incremento de dióxido de carbono en el mar eleva la acidez de este, lo cual repercute negativamente en muchos seres marinos, como los corales. Pero por otra, el mar tiene capacidad para captar parte de ese CO2 y transportarlo al fondo, donde puede quedar sepultado durante miles de años. Es decir, que contribuye a disminuir la concentración de ese gas en la atmósfera mediante este mecanismo, que se ha denominado la bomba biológica de carbono.
Además, el agua del océano, gracias a su alta capacidad calorífica (para aumentar su temperatura necesita absorber mucho calor por unidad de masa), suaviza los cambios de temperatura atmosféricos. Pero el incremento de esta temperatura debido al efecto invernadero está desplazando a muchas especies de zonas cálidas a zonas templadas, y de estas a las zonas previamente más frías, alterando los ciclos de la naturaleza. Y también funde los glaciares y casquetes polares. De nuevo, el mar es el que absorbe estos cambios, pero al hacerlo aumenta su nivel e invade zonas costeras. Como se describe a lo largo de este número monográfico, el resultado de nuestras actividades tiene un grave impacto negativo sobre el océano. Las nuevas técnicas nos dan una visión bastante clara de los mecanismos que rigen las respuestas del mar a nuestras agresiones, que no bastan para contrarrestar el actual cambio global.
El océano ha contribuido de forma muy significativa a nuestra comprensión del planeta
A principios del siglo XVI, permitió la demostración empírica de que la Tierra es redonda. La expedición de Magallanes y Elcano hubiera sido imposible por tierra. Gracias a la continuidad de las aguas y a la facilidad de desplazamiento sobre ellas, esta empresa logró circunnavegar el globo por primera vez.
Otra transformación radical se produjo a mediados del siglo XX, cuando los sonares y numerosas campañas por todos los mares determinaron la topografía de sus fondos. Este tipo de estudio (la batimetría) mostraba con claridad meridiana que la corteza del planeta está formada por placas, que estas nacen en las dorsales oceánicas y se desplazan lentamente hasta chocar con otras placas, y que es justamente en esos lugares donde se hallan las trincheras submarinas más profundas y junto a ellas las cordilleras más elevadas.
También permitió comprender por qué determinadas zonas son más proclives a los terremotos y al vulcanismo. Es justo en esos puntos de subducción de una placa bajo la otra donde se libera una gran cantidad de energía en forma de temblores y volcanes. La topografía sobre la tierra emergida era demasiado compleja y no permitía hacerse una idea global tan clara como la batimetría.
Diría que la tercera gran contribución al conocimiento del planeta procede de la foto del Apolo 8 con la que abríamos el texto. Esa vista de la Tierra alzándose sobre el horizonte de la Luna, ese contraste entre la desolación de la superficie lunar y el torbellino de nubes y agua de nuestro planeta, que esconde la exuberancia de la biología, hacen inevitable que seamos conscientes de tres cosas: esa canica blanca y azul es nuestro único hogar, en nuestro entorno no hay nada parecido, y más vale que la cuidemos.
* Este artículo fue originalmente publicado en una edición impresa de Muy Interesante