El esfuerzo por memorizar una imagen en el viejo cerebro analógico nos recuerda que los ojos son la mejor cámara
Hace algunos años José Ignacio Solórzano Jis, el molusco imperial de los moneros, dibujó en su clásica tira Otro día una escena más o menos así: una familia observa el mar, mientras el padre dice “Les voy a pedir que memoricen muy bien todo, porque se nos olvidó la cámara”.
Sobra decir que el dibujo está bomba, que Jis tiene más dibujos de la anécdota fotográfica, como parte de su clavadez creativa, que van desde el humor salvaje hasta una filosofía-mística-agnóstica-pacheca y qué, con su reciente actividad en redes sociales, nos hace el día más sabroso a su cardumen molusqueño. Pero regresando a la familia de trazos y su dificultad para documentar sus vacaciones, recuerdo un par de veces donde he estado en esa situación en contra de mi voluntad y sufrido hasta la agrura, mueca y lágrima en una especie de síndrome de abstinencia fotográfica. Una abstinencia por el gusto de capturar lo inefable de un lugar ajeno.
Un gusto pre-fotográfico tan antiguo, como aquellos cuadernos de viajeros, hermosamente ilustrados que han llegado hasta nuestros días convertidos en toda una cultura visual alrededor del viaje. La fotografía turística, el storytelling o la toma intimista, que se suele compartir en redes sociales públicas y privadas a través de cualquier dispositivo digital.
La solución de Jis me gusta. El esfuerzo por memorizar la imagen de la playita en el viejo cerebro analógico suena bastante más útil que comprimir el recuerdo en la memoria esa de bits. Acudir al álbum mental de vez en cuando y acompañarlo del sonido de las olas, el olor a sal y la humedad en el cuerpo es recordar que los ojos son, casi siempre, la mejor cámara del mercado.
Larga vida al lápiz insurrecto de Jis que nos lleva de la sonrisa al laberinto mental, pero más aún a su goma, que ha borrado las líneas entre el dibujo, el humor y el arte.
POR CYNTHIA MILEVA
PAL