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El lugar: Cleveland, Ohio (EE UU). La fecha: 30 de julio de 1938. Un emocionado pero vigoroso anciano que cumple ese día 75 años recibe, de manos del cónsul alemán, el mejor regalo de aniversario imaginable para un hombre como él, la Gran Cruz de la Orden del Águila Alemana – Grosskreuz des Ordens vom Deutsche Adler–, consistente en una estrella de ocho puntas con una Cruz de Malta y una banda de color rojo. Es la más alta condecoración que los nazis conceden a un extranjero; el piloto Charles Lindbergh, otro “héroe americano” muy bien avenido con el hitlerismo –aunque luego redimido por su actuación en la II Guerra Mundial–, tendrá que conformarse, el 19 de octubre de ese mismo año, con una medalla de menor valor, la estrella de seis puntas. Pero es que ese anciano no es alguien cualquiera: se trata de Henry Ford, el único estadounidense mencionado por su nombre en Mein Kampf.
En efecto, Ford fue probablemente el más ilustre de los abiertos simpatizantes con que contó Hitler en las democracias occidentales, y aun más que eso: fue una de sus grandes influencias. Millonario nacido en la pobreza, inventor prolífico, fundador de la multinacional del automóvil Ford Motor Company y padre de la producción industrial en cadena –el fordismo–, era además un antisemita fanático con veleidades periodísticas. Y así, el libro El judío universal: el mayor problema mundial (1920), una recopilación de los artículos antijudíos que dictaba para su periódico The Dearborn Independent, sería leído por el dictador nazi cuando aún gestaba su ideario y se convertiría en su obra de cabecera.
Hitler llegó a colgar la foto de Ford en la pared de la celda en la que pergeñó Mein Kampf (1925) y basó varias secciones de su libro en los escritos del americano, al que decía “reverenciar”: “Solo Ford mantiene su total independencia frente a los judíos (…). Haré lo que pueda para poner sus teorías en práctica en Alemania”. Dicho y hecho: el Volkswagen, el coche del pueblo orgullo del nazismo, fue modelado a imagen del Ford T.
La banca siempre gana
Pero Ford no solo proveyó a Hitler de ideas, sino también de dinero y material industrial, y en esa forma de colaboración con el enemigo no estuvo ni mucho menos solo. En su polémico libro Wall Street and the rise of Hitler (Wall Street y el ascenso de Hitler), el economista británico Antony C. Sutton afirma que, sin el apoyo de la banca y el mundo financiero e industrial americano, no habría existido Hitler, o al menos no habría logrado llevar al mundo, en 1938, al borde del abismo. Sutton ofrece contundentes testimonios y pruebas de la financiación del Partido Nazi desde sus mismos orígenes, y más tarde del ambicioso programa de obras públicas y rearme del Tercer Reich, por parte de diversos gigantes corporativos y grupos bancarios estadounidenses.
Los nombres citados no son los de ningún advenedizo. Aparte del ideológicamente afín Ford y su Ford Motor Company, aparecen otros personajes y empresas no menos señalados, aunque con motivaciones aparentemente más espurias (el mero ánimo de lucro): John D. Rockefeller y la Standard Oil; el Chase Bank y el Morgan Bank, también controlados por la familia Rockefeller; James Mooney, jefe ejecutivo para operaciones en el extranjero de General Motors –condecorado asimismo por los nazis–; la Union Banking Corporation, dirigida por Prescott Bush, padre y abuelo de sendos presidentes americanos… Se da la curiosa circunstancia de que esta última corporación sería la única castigada por la Administración Roosevelt por sus conexiones con el nazismo, si bien solo tras la entrada en la guerra de EE.UU.; antes, el Departamento del Tesoro había aprobado todas sus transacciones. En 1942, sus activos fueron incautados y Bush y otros directivos fueron a parar a la cárcel.
El pacto secreto de Hollywood
Y es que ya se sabe que el dinero y el interés hacen extraños compañeros de cama. Una de las complicidades más inesperadas y desconocidas salió a la luz en 2013 gracias al libro del periodista Ben Urwand The Collaboration: Hollywood’s pact with Hitler (La colaboración: el pacto de Hollywood con Hitler). Se trata de la cooperación, hasta 1941, de todos los grandes estudios del cine americano –muchos dirigidos por judíos– con el régimen nazi para proteger su negocio. Cuando Hitler subió al poder en 1933, Alemania era el segundo mercado en importancia para los films americanos, con más de cien estrenos al año, e impuso sus condiciones para seguir siéndolo: la supervisión –censura de facto– por el consulado alemán en Los Ángeles de cualquier proyecto que oliera a antinazi. Los resultados de esta componenda no se hicieron esperar.
Así, por ejemplo, los rodajes de The mad dog of Europe (El perro rabioso de Europa), sobre la persecución a una familia judía, y de It can’t happen here (Aquí no puede ocurrir), adaptación de una novela antifascista de Sinclair Lewis, fueron paralizados, y Hitler, beast of Berlin (Hitler, la bestia de Berlín, 1939), primera y modesta producción abiertamente beligerante con los nazis, tuvo muchas dificultades para estrenarse; otras películas hubieron de cambiar de enfoque, de diálogos e incluso de actores. Urwand aporta documentos demoledores, como una carta dirigida por 20th Century Fox al Führer en 1938 con la despedida “Heil Hitler!”.
Mención aparte merece Walt Disney, acusado de antisemita feroz y simpatizante nazi por varios ilustradores judíos que trabajaron para él, como Art Babbitt y David Swift. Lo cierto es que en diciembre de 1938, menos de un mes después de la Noche de los Cristales Rotos, invitó a la cineasta más emblemática del Tercer Reich, Leni Riefenstahl, a visitar sus estudios, aunque luego no quiso colaborar con ella cuando se lo pidió, tal vez temiendo las posibles consecuencias de significarse demasiado.
A este lado del Atlántico, a los nazis tampoco les faltaron corifeos. Así, en Inglaterra, mientras que Winston Churchill alertó desde 1932 del peligro que suponía el ascenso de Hitler y lideró la campaña contra el rearme alemán –si bien hay que recordar que en 1926 coqueteó pasajeramente con el régimen fascista de Mussolini, del que dijo que había “rendido un servicio al mundo al enseñarle cómo se combaten las fuerzas de la subversión”–, los sucesivos primeros ministros Ramsay MacDonald, Stanley Baldwin y Neville Chamberlain minimizaron dicho peligro y optaron por la tibieza.
Eduardo VIII y Londonderry Herr
Pero eso no sería nada comparado con el derroche de adulación desplegado por David Lloyd George, ex primer ministro liberal –de 1916 a 1922– que visitó a Hitler en 1936, lo llamó “el más grande alemán vivo” y le dedicó estas lindezas en declaraciones a The Daily Express: “He visto una Alemania más feliz. Un hombre ha realizado este milagro. Es un líder nato, una personalidad magnética y dinámica, de voluntad decidida y corazón intrépido. Los viejos confían en él; los jóvenes lo idolatran. Es el George Washington germano: el héroe que ha conquistado para su país la independencia de todos sus opresores”.
No fue el único político británico en caer rendido ante el Führer, deslumbrado por la mezcla de antisemitismo, militarismo y propaganda nacionalsocialista que iba a causar estragos en Europa y el mundo a partir de 1938. Ni tampoco el de más alto rango: nada menos que un rey de Inglaterra, si bien efímero –enero a diciembre de 1936–, se dejó asimismo arrastrar por la corriente del filonazismo. Eduardo VIII abdicó oficialmente para poder casarse con la divorciada americana Wallis Simpson, pero sus posiciones proalemanas (en 1937, ya solo como duque de Windsor, se entrevistó con Hitler) también jugaron un papel en la renuncia.
Aunque el caso más notable fue el del diplomático y militar Lord Londonderry, que se ganó a pulso su apodo popular de Londonderry Herr: creó la Asociación Anglogermana, viajó seis veces entre enero de 1936 y septiembre de 1938 a Alemania, donde hizo gran amistad con Himmler, Hess, Göring y el mismísimo Hitler, alojó en su castillo a Von Ribbentrop y conspiró hasta bien avanzado 1939 para lograr un pacto de Inglaterra con el Reich que evitara la entrada de su país en la Segunda Guerra Mundial.
Bienaventurados los ambiguos
Otra institución que no sale muy bien parada de su papel durante aquellos años es la Iglesia católica, o al menos sus máximos representantes, los dos papas coetáneos de Hitler. Achille Ratti, para los fieles Pío XI (pontífice entre 1922 y 1939), se movió entre numerosas contradicciones. Sus primeros años de convivencia con Mussolini –que llegó al poder el mismo año que él al trono de San Pedro– fueron fríos y difíciles, sobre todo por la rivalidad entre los fascistas y Acción Católica, organización instigada por el Papa; rivalidad que culminó en la ilegalización en 1925 del Partido Popular Italiano creado por el sacerdote Luigi Sturzo.
Pío XI, conocido como “el papa de las encíclicas” (escribió más de 30), contraatacó censurando el fascismo en una de ellas. Pero las cosas iban a cambiar, y mucho, en 1929: ese año, la Iglesia y el Duce firmaron los Pactos de Letrán en virtud de los cuales se creó el Estado de la Ciudad del Vaticano, y el Papa, como es de bien nacido el ser agradecido, pidió el voto para Mussolini –“Los católicos italianos debemos apoyar a Benito Mussolini, un hombre enviado a nosotros por la Providencia”– y luego, en 1935, bendijo los cañones que partían a la guerra en Abisinia.
Ya puestos, firmó otro pacto con Hitler para garantizar la pervivencia de las escuelas católicas en Alemania: el Reichskonkordat de 1933, que llevó a algún jerarca a llamarlo “el mejor amigo de los nazis”. Eso sí, en 1937 se despachó en otra encíclica, Mit brennender Sorge (Con ardiente preocupación), contra los excesos nacionalistas alemanes, si bien de modo somero. ¿De los judíos? Ni media palabra.
Su sucesor, Pío XII, Eugenio Pacelli en la vida civil, ha sido aún más cuestionado, y eso que le tocó ser papa en plena guerra, cuando ya el mundo entero se enfrentaba al nazismo a cara descubierta; aunque el problema viene de antes. Nuncio en Alemania desde 1917, Secretario de Estado del Vaticano ante el Reich desde 1930, asesor de Pío XI y principal muñidor del Reichskonkordat, hay voces que lo acusan de ser el responsable de la calculada ambigüedad de la Iglesia ante Hitler en el período de entreguerras y de haber sabido por su cargo, de primera mano, de las atrocidades contra los judíos y haberlas ocultado a la opinión pública (unos dicen que por anticomunista, otros que por antisemita).
También su actuación en la guerra y tras esta presenta sombras, según el Estado de Israel, que afirma que cuando fue elegido papa en 1939 archivó una carta contra el antisemitismo preparada por su predecesor, que en diciembre de 1942 se abstuvo de firmar una declaración de los aliados sobre el exterminio judío, que no intervino para proteger a los hebreos romanos deportados a Auschwitz tras la razia de 1943 y que no condenó explícitamente el Holocausto. Sombras que, en cualquier caso, han servido hasta ahora para frenar su propuesta canonización.
Fans del “Hombre del año”
Entre la intelectualidad internacional, hubo asimismo casos notorios de adhesión inquebrantable, entusiasmo pronazi y colaboracionismo: el poeta norteamericano Ezra Pound –que desempeñó un papel destacado en la propaganda del fascismo mussoliniano–, el novelista noruego Knut Hamsun –quien llegó a entrevistarse con su amado Führer en 1943–, los franceses Celine y Drieu La Rochelle –depurados tras la guerra por su activismo antisemita–, etc. Pero, menos conocidas que las de estos, también abundaron las posturas intermedias, cambiantes, comprensivas o indiferentes ante el ascenso del nazismo.
Así, por ejemplo, André Gide, que valientemente rompió con la URSS en fecha tan temprana para la izquierda como 1936, preguntado en 1933 sobre lo que suponía la amenaza hitleriana, dijo que prefería no opinar por temor a tener que rectificar más adelante (el poeta comunista Louis Aragon lo tachó de colaboracionista tras la guerra, pero sin aportar prueba alguna). Otro francés notable, el escritor católico Georges Bernanos, fue en un primer momento profascista, aunque tras ser testigo de la brutalidad de “los suyos” en la Guerra Civil española la denunció en el extraordinario libro Los grandes cementerios bajo la luna y abjuró de Hitler y Franco.
También cambió de bando el influyente crítico belga afincado en Estados Unidos Paul de Man: solo recientemente se ha sabido –él se encargó de ocultarlo– que durante la ocupación de Bélgica publicó artículos antisemitas en periódicos de tendencia nazi. En cuanto al Premio Nobel británico T.S. Eliot, aunque nunca alabó directamente a Hitler, solo un día después de la Noche de los Cristales Rotos –el 10 de noviembre de 1938– habló en una conferencia de la nociva influencia de los “judíos librepensadores” y de la “invasión de razas extranjeras” en Occidente (la publicación póstuma de sus cartas daría nuevas muestras de su antisemitismo y xenofobia).
Por último, cabe señalar en este apartado el papel tan opuesto jugado durante la ocupación alemana de Francia por los otrora amigos el comunista Jean-Paul Sartre y el socialista Albert Camus: mientras el primero accedía a pasar la censura nazi para poder estrenar sus obras teatrales en París, el segundo se unía a la Resistencia.
En 1938, la revista Time Magazine eligió a Hitler “Hombre del Año”. Si bien el artículo que lo glosaba tenía un tono crítico, en absoluto laudatorio, sin duda sus seguidores en los países democráticos aplaudieron la elección.