14 C
Aguascalientes
lunes, noviembre 25, 2024

Moses Mendelssohn: el hombre que defendió la inmortalidad del alma en tiempos de la Ilustración

La sensación de trascendencia que sentimos al contemplar las estrellas, escuchar una melodía conmovedora o enamorarnos profundamente ha acompañado al ser humano desde los albores de la civilización. Estas experiencias, aunque tan íntimas como comunes, nos invitan a mirar más allá de nuestra vida cotidiana y a cuestionar el lugar que ocupamos en el vasto cosmos. ¿Qué es lo que nos hace sentir esa conexión con algo mayor? ¿Es solo el resultado de una serie de reacciones químicas en el cerebro, o hay algo más profundo que trasciende la materia?

La ciencia ha avanzado mucho en su comprensión de cómo nuestras emociones y sensaciones son procesadas por el cerebro. El acto de enamorarse, por ejemplo, activa áreas relacionadas con el placer y la recompensa, como el núcleo accumbens, mientras que la música puede provocar una activación simultánea del sistema límbico, la región responsable de nuestras emociones. 

Contemplar el cielo nocturno, por su parte, parece tener un efecto en el córtex parietal, la región que procesa nuestra percepción del espacio y el tiempo. Sin embargo, aunque conocemos estos datos, algo parece faltar en la explicación meramente biológica de estas experiencias.

El físico y novelista Alan Lightman plantea una idea fascinante en El cerebro trascendente, recientemente publicado por Pinolia: la de un «materialismo espiritual». Según Lightman, aunque nuestras experiencias emocionales, estéticas y espirituales surgen del cerebro y el sistema nervioso, no debemos descartarlas como simples productos de la materia. Para él, estas sensaciones son fenómenos emergentes, es decir, respuestas complejas que nacen de la interacción de elementos más simples y que, aunque tienen una base material, no pueden reducirse únicamente a ella. 

Un ejemplo claro de este fenómeno es cómo grupos de luciérnagas logran sincronizar sus destellos sin un líder que las dirija. De la misma manera, nuestras experiencias más trascendentes podrían ser el resultado de la interacción de nuestras neuronas, sin que necesariamente se limiten a una interpretación puramente científica.

La neurociencia aún está lejos de comprender completamente la conciencia y las emociones humanas en su totalidad. El misterio de por qué sentimos una conexión con algo más grande que nosotros mismos al mirar las estrellas sigue sin resolverse del todo. ¿Es esta una adaptación evolutiva, que ha permitido a los humanos colaborar y sobrevivir en sociedad? ¿O es una ventana hacia una realidad más profunda que la ciencia aún no ha sido capaz de desentrañar?

Estas preguntas no solo fascinan a científicos como Lightman, sino también a filósofos, psicólogos y teólogos que llevan siglos reflexionando sobre ellas. Uno de los pensadores más destacados en este ámbito fue Moses Mendelssohn, un filósofo judío del siglo XVIII, que defendió la existencia del alma con un enfoque que combinaba la lógica científica con la espiritualidad.

En su obra Fedón o sobre la inmortalidad del alma, Mendelssohn plantea que la naturaleza humana no puede ser reducida a un mero mecanismo físico. Al igual que una orquesta necesita un director que guíe a sus músicos, el cuerpo necesita un alma, una entidad que integre y dé sentido a nuestras experiencias. Esta alma, argumentaba, no es divisible ni material, y su existencia trasciende el mundo físico.

Para sumergirnos más en la fascinante mente de este filósofo de la Ilustración, ofrecemos en exclusiva un extracto del primer capítulo del libro El cerebro trascendente de Alan Lightman, donde se describe una escena imaginaria con Moses Mendelssohn. Descubre cómo Lightman conecta la espiritualidad y la ciencia a través de la vida de uno de los pensadores más importantes de su tiempo.

Breve historia del alma, lo inmaterial y la dualidad mente-cuerpo

El hombre se sienta a la mesa, se inclina hacia un amigo en la silla de enfrente. Tiene una mano apoyada en la rodilla, la otra le acaricia ligeramente la corta barba desaliñada de su barbilla. Lleva una chaqueta roja, pantalones oscuros, zapatos con hebillas plateadas, una camisa blanca con puños fruncidos. Mientras su amigo le tiende la mano con una sonrisa, nuestro hombre parece perdido en algún profundo reino interior, como rumiando el vasto cosmos de la existencia terrenal y lo que podría venir después. Su rostro sería reconocido por muchos en la Europa del siglo XVIII, gracias a los numerosos retratos plasmados en tazas de té de porcelana, jarrones y colgantes, bustos y pinturas. Su nombre es Moses Mendelssohn.

Este cuadro en particular, con la chaqueta roja, representa un encuentro entre Mendelssohn y otros dos pensadores: el escritor y filósofo alemán Gotthold Ephraim Lessing y el poeta y teólogo suizo Johann Kaspar Lavater. Este último describió en una ocasión a Mendelssohn como «un alma compañera y brillante, con ojos penetrantes, el cuerpo de un Esopo: un hombre de aguda perspicacia, gusto exquisito y amplia erudición… Franco y de corazón abierto». 

Describamos un poco más la escena. A juzgar por el rostro de Mendelssohn, este tiene unos cincuenta años, por lo que el año es 1779. Sobre la mesa hay un tablero de ajedrez y encima cuelga una lámpara de latón, cuya parte superior es un candelabro y la inferior una lámpara de aceite utilizada para el Sabbath y otras fiestas judías. Mendelssohn es el judío más famoso de su generación. Aunque profundamente religioso, ha cruzado la frontera de judío a pagano. Rompiendo con una vida prescrita de estudio del Talmud y la Torá en hebreo, Mendelssohn domina la lengua alemana con más habilidad que el rey prusiano Federico el Grande, y escribe sus numerosas obras filosóficas en esa lengua. En la pared del fondo de la sala hay una estantería llena de libros. El suelo de madera. El techo con vigas. Un mantel verde profusamente bordado sobre la mesa. Una mujer entra en la habitación llevando una bandeja con tazas de té. Esta es la casa de Mendelssohn, en el número 68 de la calle Spandau de Berlín; una casa próspera. Tras comenzar su vida como hijo de un pobre escriba de la Torá y vivir durante años como humilde empleado en una fábrica de seda, Mendelssohn se ha convertido en copropietario de la fábrica.

Mendelssohn fue pionero al aplicar la lógica científica de Newton para defender la existencia de un alma inmortal. Ilustración artística. Foto: Leonardo.ai / Christian Pérez

Empiezo con Mendelssohn porque ningún otro filósofo o teólogo en la historia del pensamiento ha defendido tan racionalmente la existencia del alma, el principal ejemplo, después de Dios, de lo no material. Aristóteles afirmaba que el alma no podía existir sin un cuerpo. Agustín atribuía todos los aspectos del alma a la perfección de Dios, punto de partida de este filósofo en todas las cosas. Maimónides suponía la existencia del alma, que se haría inmortal para los virtuosos (pero no para los pecadores). Mendelssohn no hizo ninguna de estas suposiciones. Mendelssohn, que había alcanzado la mayoría de edad tras la revolución científica de Galileo y Newton, partió de cero. Construyó argumentos lógicos para la existencia del alma y su inmortalidad. Pensaba como un científico y como un filósofo. En 1763 ganó el Premio de la Real Academia Prusiana de Ciencias por un ensayo sobre la aplicación de las pruebas matemáticas a la metafísica, imponiéndose a personalidades como Immanuel Kant. En su salón, un retrato de Isaac Newton colgaba junto a los retratos de los filósofos griegos. 

Mendelssohn era un polímata. De niño estudió astronomía, matemáticas y filosofía. Escribía poesía. Tocaba el piano (estudió con un alumno de J. S. Bach). A los dieciséis años empezó a aprender latín para poder leer a Cicerón y una versión latina del Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke. Aaron Gumperz, el primer judío prusiano en convertirse en médico, enseñó a Mendelssohn francés e inglés. A los veinte años, Mendelssohn se unió al escritor y librero alemán Christoph Friedrich Nicolai para publicar las revistas literarias Bibliothek y Literaturbriefe. No contento con cinco idiomas, Mendelssohn aprendió griego para poder leer a Homero y Platón en su versión original. 

En 1767, Mendelssohn escribió su obra maestra: Fedón o sobre la inmortalidad del alma, una reconcepción del famoso Fedón de Platón. Con ello, Mendelssohn quería hacer por el mundo europeo moderno lo que Platón había hecho por el mundo griego antiguo: describir la necesidad y la naturaleza del alma. «Intenté adaptar las pruebas metafísicas al gusto de nuestro tiempo», escribió Mendelssohn modestamente en el prefacio de su libro. Pero hizo algo más que adaptar; presentó nuevos argumentos. Razonó que, aunque el cuerpo y todas las experiencias del cuerpo están compuestos de partes, para llegar al significado debe haber algo pensante fuera de las partes que integre y dirija sus sensaciones individuales, del mismo modo que se necesita un director de orquesta para dirigir a una sinfónica. Además, esta cosa pensante más allá del cuerpo debe ser un todo. Si estuviera compuesta de partes, entonces tendría que haber otra cosa fuera de ella, que compusiera e integrara sus partes, y así ad infinitum. «Existe, por tanto, […] al menos una única sustancia que no es extendida, ni compuesta, sino que es simple, que tiene poder del intelecto y reúne en sí todos nuestros conceptos, deseos e inclinaciones. ¿Qué nos impide llamar alma a esta sustancia?». Y argumentaba el erudito judío que el alma debe ser inmortal, porque la naturaleza siempre procede en pasos graduales. Nada en el mundo natural salta de la existencia a la nada.

Mendelssohn creía firmemente en Dios y lo menciona con frecuencia en su Fedón. Pero, a diferencia de la mayoría de sus predecesores, muchos de sus argumentos sobre la existencia y la naturaleza del alma inmaterial no dependían de la existencia de Dios. 

Fedón fue un éxito inmediato. La primera edición se agotó en cuatro meses. Se tradujo al holandés, francés, italiano, danés, ruso y hebreo. Presentaba al hombre como un ser noble, que aspiraba a la verdad y la perfección. Y lo que es quizá más importante, proporcionó a la Europa del siglo XVIII un argumento racional en favor de la existencia y la inmortalidad del alma, en una época en la que las opiniones materialistas estaban muy extendidas como prolongación del mundo mecánico de la revolución científica. Mendelssohn combatió el fuego con fuego. La cosmovisión científica de Newton y otros había reducido el cosmos a un sistema de palancas y poleas. Mendelssohn utilizó esa misma lógica del razonamiento científico para defender una esencia no material, un alma, algo mucho más allá de palancas y poleas. 

Newton fue el científico que unificó la física de la Tierra con la física del Universo. Fuente: ChatGPT / Eugenio Fdz.ChatGPT / Eugenio Fdz.

Mendelssohn fue una brillante estrella de la Ilustración, uniéndose a la constelación de Leibniz, Kant y Goethe. Lo llamaban «el Sócrates alemán». Nunca fue a la universidad. 

Me siento en conexión con Mendelssohn a través del piano. Yo mismo tengo un piano vertical, un Baldwin Acrosonic, y recientemente he estado tocando la «Canción del gondolero veneciano», compuesta por el nieto de Mendelssohn, Felix (como su abuelo, Felix hablaba varios idiomas.) Pero hay más. Mi profesor de piano fue alumno aventajado del compositor y virtuoso de este instrumento Franz Liszt, y resulta que Felix y él eran rivales acérrimos (Felix dijo una vez de su competidor: «Liszt tiene muchos dedos, pero poco cerebro»). 

La «Canción del gondolero veneciano» es una de las cuarenta y nueve hermosas piezas de una colección llamada Canciones sin palabras (Lieder ohne Worte). Tiene algo de tristeza, de nostalgia. Yo asocio esos sentimientos musicales con el abuelo Moisés. Creo que parte de lo que le impulsó en su Fedón, aparte de los muchos argumentos racionales, fue un deseo muy personal de inmortalidad, especialmente para su familia. Dos de sus hijos, Sara y Chaim, habían muerto muy jóvenes. ¿Podría ser la muerte el fin de la existencia? Todos nos hacemos esa pregunta. Creo que en Fedón, Mendelssohn podría haber estado tratando de calmar el dolor de su familia y darles esperanza, al igual que en el Fedón, horas antes de beber la cicuta venenosa —la sentencia de muerte que se le impuso por corromper a la juventud con su filosofía— Sócrates da a sus estudiantes un argumento a favor de la inmortalidad del alma para aliviar su tristeza por su inminente muerte. 

Siento a Mendelssohn como familia no solo por el piano, sino también por nuestra mutua apreciación de la ciencia y su razonamiento. Si pudiera sentarme a la mesa de ese cuadro, le haría algunas preguntas. Estoy seguro de que bajo esa reluciente fachada intelectual había algo más que su creencia en Dios. De hecho, Mendelssohn tenía una visión casi deísta de Dios («[Dios] hace tan pocos milagros como es posible»,9 escribió.) Había algo más que su pérdida personal. Incluso más que su mente racional en acción. Desde un punto de vista puramente lógico, es casi seguro que su principal argumento a favor del alma tiene un fallo garrafal: que una cosa de muchas partes, como el cuerpo, requiere algo fuera de sí misma para reunir las piezas y crear armonía y orden. Es un argumento razonable. Sin embargo, la ciencia del siglo pasado ha demostrado cómo un sistema de muchas partes puede crear orden incluso dentro de sí mismo, en un proceso conocido como emergencia, al que me referí en la introducción. Las magníficas catedrales de tierra formadas por colonias de termitas, los patrones de los copos de nieve, las intrincadas y altamente funcionales disposiciones de plegamiento de las proteínas demuestran que no es necesaria una fuerza organizadora externa para producir orden y armonía a partir de partes sin sentido. 

Me gustaría contarle a Mendelssohn estas ideas de la ciencia moderna y conocer su reacción. Quizá me refute, o tal vez podría aportar nuevos argumentos, pero creo que todas estas premisas están condenadas al fracaso. En mi opinión, la existencia del alma, al igual que la existencia de Dios, no puede demostrarse con ningún argumento racional (dicho de otro modo, ¿cómo podríamos saber con certeza que algún fenómeno atribuido a Dios no podría explicarse por una causa no teísta?). Los creyentes en el alma, o en Dios, deben aceptar tales creencias como una cuestión de fe. Aun así, admiro el razonamiento de Mendelssohn. Quiero entender las diversas fuerzas que conforman su pensamiento, fuerzas que han perdurado durante miles de años en nuestro intento de encontrar sentido y consuelo en este extraño cosmos en el que nos encontramos. Quiero entender el cómo y el porqué del alma y, de hecho, de todas las cosas no materiales. Y lo que es más importante, creo que la creencia en el alma, compartida por Mendelssohn y otros filósofos y teólogos, tiene algunos de los mismos fundamentos psicológicos y evolutivos que otros sentimientos que he asociado con la espiritualidad.

Leer mas

Leer más

Mas noticias

Verificado por MonsterInsights