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sábado, septiembre 28, 2024

La matanza de Tlatelolco, la noche que México lloró por sus estudiantes

El año 1968 estaba destinado a ser el de la gran presentación de México como el país del progreso. Después de ganar la batalla a Buenos Aires, Detroit y Lyon, las Olimpiadas iban a celebrarse por fin en la capital mexicana, y que su candidatura fuera la elegida suponía un gran reto: por primera vez en la Historia, una ciudad latinoamericana sería la encargada de organizar el acontecimiento deportivo más importante del mundo.

Jóvenes en el 44º aniversario de la matanza de Tlatelolco (2012). Foto: Getty.

Llevaba años preparándose para ello. Tras completarse el tramo mexicano de la carretera Panamericana e inaugurarse el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, el país pensaba que estaba listo para dar su mejor imagen en el gran escaparate que suponían unos Juegos Olímpicos. Por eso se había organizado una ceremonia de inauguración espectacular con sorpresas como el encendido del pebetero olímpico, que por primera vez correría a cargo de una mujer, la atleta Enriqueta Basilio.

Sin embargo, diez días antes de la gran inauguración de los Juegos Olímpicos, una masacre tiñó de tragedia las calles de la capital. Los hechos ocurridos en la plaza de las Tres Culturas (o de Tlatelolco) hicieron que el año que debía haber sido el de la consagración de un país acabara siendo recordado como el de la matanza de Tlatelolco, el lugar donde la Historia de México cambió la tarde del 2 de octubre de 1968. 

El contexto de la tragedia

Las cuatro esquinas de la plaza de las Tres Culturas estaban ocupadas por soldados que vigilaban el mitin del movimiento estudiantil que se estaba celebrando aquella tarde. Todo transcurría con normalidad hasta que, poco después de las seis, comenzaron los disparos contra los estudiantes. Los allí reunidos se miraban unos a otros sin comprender qué pasaba e intentaban huir del lugar esquivando las balas. No todos lo lograron. Los cuerpos de los que murieron en el acto empezaron a amontonarse por todas partes mientras la plaza se teñía literalmente de sangre.

El llamado Batallón Olimpia y el Ejército (en la imagen) se coordinaron para tirotear a los asistentes a la movilización. Foto: Associated Press.

A pesar de lo que ocurrió aquella tarde, la jornada del 2 de octubre no era una de las que se preveían violentas. Los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga –el movimiento estudiantil que aquel verano había comenzado a pedir más libertad y menos autoritarismo por parte del Estado– habían convocado un mitin. Sin embargo, no era uno de los más multitudinarios. Se calcula que no habría más de 15.000 estudiantes, una cifra pequeña en comparación con las manifestaciones que habían llegado a reunir hasta a 200.000 jóvenes en la plaza del Zócalo.

Y, según testigos de lo sucedido, en las horas previas tampoco se respiraba la tensión de otras convocatorias. El día anterior, el Ejército se había retirado de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y esa misma mañana, una delegación del Consejo Nacional de Huelga se había entrevistado con dos representantes del gobierno de la República, Andrés Caso y Jorge de la Vega Domínguez.

Sin embargo, tras las investigaciones realizadas años después de la masacre, todo apunta a que aquella mañana el presidente Gustavo Díaz Ordaz ya había dado luz verde a una operación que se saldaría con centenares de muertos. La principal razón para esa drástica intervención fue que el gobierno veía en las revueltas estudiantiles una gran amenaza. “En 1968, el sistema presidencialista conoce su apogeo… Todo es gobierno y casi nada oposición”, escribiría años después el periodista y escritor Carlos Monsiváis. Por esa razón, cualquier manifestación contraria a la actuación del gobierno era considerada un peligro.

Tanto que, mientras los jóvenes de media Europa se manifestaban contra el materialismo occidental y la Guerra de Vietnam vivía sus peores momentos, los dirigentes mexicanos parecían ver en cualquier protesta estudiantil un conato de revolución comunista. Pero la realidad es que la ambición del movimiento juvenil no iba más allá de conseguir aumentar las cuotas de democracia evitando que el gobierno interviniera en todos los ámbitos, también el universitario.

De hecho, había sido la actuación del gobierno en una pelea ocurrida en instalaciones universitarias lo que propició el nacimiento del Consejo Nacional de Huelga, creado el 2 de agosto de aquel año a la luz del Mayo francés y de todo el levantamiento juvenil. Una riña por un partido de fútbol acabó enfrentando a dos pandillas, Los Arañas y Los Ciudadelos, de la Escuela Isaac Ochoterena, contra los estudiantes de las Vocacionales 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional (IPN).

Las fuerzas policiales intervinieron violentamente en la escuela privada donde ocurrió el altercado dejando heridos y detenidos, lo que se consideró un atentado a la autonomía de las universidades públicas. Era la gota que colmaba el vaso para miles de estudiantes y también para los propios profesores e incluso el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, que se unieron a las protestas contra la opresión gubernamental.

Voces contra la corrupción y el autoritarismo

Fue entonces cuando se creó el Consejo Nacional de Huelga (CNH), integrado por la UNAM, el IPN, el Colegio de México, la Escuela de Agricultura de Chapingo, la Universidad Iberoamericana, la Universidad La Salle y otras universidades del interior de la República. Sus armas fueron las brigadas de información, las manifestaciones y las asambleas en los dos grandes centros de estudio mexicano, la UNAM y el IPN.

Y sus reivindicaciones principales se concretaban en la supresión de un artículo –145 y 145 bis– del Código Penal Federal sobre el delito de disolución social, que se aplicaba para reprimir cualquier muestra de descontento y por el que varios estudiantes habían sido detenidos aquel verano, además de la desaparición del temido cuerpo de granaderos –la policía antidisturbios–, la liberación de los estudiantes presos e indemnizaciones por parte del gobierno a los estudiantes heridos y a los familiares de los fallecidos por la intervención de las fuerzas policiales.

Mientras las voces contra la corrupción y el autoritarismo empezaban a oírse en la capital mexicana, el gobierno se volcaba en la preparación de los Juegos Olímpicos, para los que llevaba trabajando más de un año. Pero la construcción de villas olímpicas y estadios no servía para acallar las protestas de los estudiantes, a los que miembros del gobierno llamaban “antipatriotas” por gritar frases como: “No queremos Olimpiadas, queremos revolución”. Por su parte, los estudiantes forjaban un movimiento festivo cada vez más popular.

El 27 de agosto de 1968, tras varias manifestaciones y mítines que cuentan cada vez con más respaldos, los médicos del Hospital General comienzan una huelga en solidaridad con los estudiantes. Se acuerda una marcha para ese día desde el Museo Nacional de Antropología e Historia al Zócalo, y la respuesta es masiva. Los estudiantes tocan las campanas de la catedral y alguien iza una bandera rojinegra en el asta central. En el mitin, se exige un diálogo público y la liberación de los presos políticos.

Cuatro días después, el entonces presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, presenta su cuarto Informe de gobierno. En él dice que han sido “tolerantes hasta excesos criticados, pero todo tiene un límite y no podemos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico, como a los ojos de todo mundo ha venido sucediendo”.

Después saldría a la luz que la marcha del 27 de agosto había sido uno de los detonantes que llevaron a autorizar la operación que se llevó a cabo en la plaza de las Tres Culturas. Fulton Freeman, amigo personal de Díaz Ordaz y embajador de Estados Unidos en México, informó a su gobierno de que el presidente mexicano se había mostrado “profundamente ofendido por la toma de la catedral y por el izamiento de un estandarte rojinegro en el asta de la bandera del Zócalo”.

Operación Galeana

Es entonces cuando el CNH aclara en un comunicado que no tiene como objetivo impedir los Juegos Olímpicos, como insinúan los gobernantes. Mientras tanto, muchos de los asistentes a los mítines y los miembros de las brigadas de estudiantes son arrestados, y las cárceles se llenan de jóvenes. El movimiento estudiantil acuerda realizar el 13 de septiembre una Marcha del Silencio para probar que ellos no son los provocadores. Y ocurre un hecho insólito: alrededor de 250.000 personas acuden, por primera vez desde la Revolución mexicana, a una marcha en la que todos caminan en silencio.

De nada había servido que, el día anterior, varios helicópteros sobrevolaran la ciudad dejando caer mensajes en papeles en los que se recomendaba a los cabezas de familia que impidieran a sus hijos participar “en la manifestación silenciosa, porque serían enfrentados con el Ejército”, según recoge el libro El movimiento estudiantil de México, de Ramón Ramírez.

Para entonces, el gobierno del PRI (Partido Revolucionario Institucional), que tras tres décadas en el poder afrontaba una oposición seria entre la población, ya había anunciado que usaría todo lo que estuviera a su alcance para controlar las protestas. Por su parte, el Senado había manifestado su “apoyo total” al presidente para que dispusiera del Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina “en defensa de la seguridad interna y externa de México, cuando fuera preciso”.

A pesar de que gobierno y estudiantes estaban enfrentados, nadie sospechó que se estaba preparando la llamada Operación Galeana, que culminaría con la trágica matanza que comenzó la tarde del 2 de octubre. “Estábamos prevenidos de persecuciones, detenciones y eventualmente alguna acción de violencia con resultados fatales. Pero no de una acción militar de esa magnitud”, afirmaría años después Raúl Álvarez Garín, un dirigente del Consejo Nacional de Huelga.

El día anterior, se celebraron dos asambleas en las que los estudiantes reafirmaron su decisión de no volver a las clases mientras no fueran atendidas sus demandas, invitando a todos los interesados a un mitin en la plaza de las Tres Culturas que tendría lugar la tarde siguiente. Cumpliendo el programa, el mitin comenzó sobre las 15:30 horas de aquel 2 de octubre.

Menos de tres horas más tarde, un helicóptero que sobrevolaba la plaza lanzó unas bengalas verdes. Fue la señal para que diera comienzo la Operación Galeana, por la que el Ejército bloqueó todos los accesos a la plaza y disparó contra los presentes, según contaron testigos de la matanza en el documental Tlatelolco: las claves de la masacre. Una de las testigos, citada por la escritora Elena Poniatowska en su libro La noche de Tlatelolco, describiría así la escena: “Los gritos, los lamentos de dolor, los lloros, las plegarias y el continuo y ensordecedor ruido de las armas hacían de la plaza de las Tres Culturas un infierno de Dante”.

Una escena terrorífica

El tiroteo cesa sobre las 19:00 h (aunque se reanudaría más tarde). Durante las siguientes horas, el Ejército ocupa varios edificios de la zona, en una operación que se calcula que fue ejecutada por centenares de soldados armados. Los detenidos son puestos contra la pared, desnudos, hasta que llegan los camiones que conducirán a la mayoría de ellos al campo militar número 1. Las armas no dejan de disparar definitivamente hasta entrada la noche.

Las tropas del Ejército mexicano hicieron registros en los edificios cercanos a la plaza de la Tres Culturas, en busca de estudiantes que se habían refugiado en ellos. Foto: Associated Press.

Además de decenas de cadáveres, hay cientos de heridos y los centros sanitarios quedan desbordados. Los vecinos de los edificios colindantes que se atreven a mirar por la ventana aseguran que la escena parecía algo irreal. A pesar de que aquella noche llovía, fueron necesarias varias mangueras de bomberos para limpiar de sangre la plaza de las Tres Culturas.

Al día siguiente, el periódico Excelsior titulaba: “Recio combate al dispersar el Ejército un mitin de huelguistas. 20 muertos, 75 heridos y 400 presos”. Por su parte, el diario Novedades decía en su portada: “El Ejército mantiene la tranquilidad y se informa oficialmente de 29 muertos”. La misma línea siguió el resto de la prensa nacional, con titulares como “24 civiles muertos y más de 500 heridos” o “Barrió el Ejército con un foco de subversión en Tlatelolco”.

El presidente Gustavo Díaz Ordaz no habla sobre la masacre hasta once meses después, cuando dice reconocer “íntegramente la responsabilidad personal, ética, social, jurídica, política e histórica por las acciones del gobierno en relación con los sucesos del año pasado”. No hablará de cifras ni valorará si fue una acción acertada o no hasta ocho años más tarde, cuando culpabilice a los propios estudiantes de lo ocurrido asegurando, en una rueda de prensa, que dispararon contra los soldados y contra sus propios compañeros y ratificándose en que no hubo centenares de muertos: “Tengo entendido que pasaron de treinta y no llegaron a cuarenta”.

Más de 500 heridos fueron atendidos aquella noche de octubre de 1968. En la foto, un lesionado es trasladado por la Cruz Roja. Foto: Associated Press.

Sin embargo, las cifras que manejaron algunos periódicos extranjeros fueron muy distintas. El periodista John Rodda, presente en la plaza de las Tres Culturas, publicó en The Guardian la cifra de 500 muertos, aunque una investigación realizada posteriormente por el mismo medio fijó el número final en 325. Esa cifra es la que a día de hoy se maneja como la más probable. En cuanto a los heridos, se habla de miles, igual que los detenidos, que fueron más de 2.000 según el documental Tlatelolco: las claves de la masacre. El Ejército se mantuvo en la plaza de Tlatelolco hasta el 9 de octubre, cuando se había cumplido una semana de la matanza.

Diez días después de la masacre, se celebró la gran ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos, que transcurrió sin altercados. La XIX Olimpiada fue aprovechada por dos atletas estadounidenses, Tommie Smith y John Carlos, para protestar por la segregación racial. Tras ganar el oro y el bronce en la carrera de 200 metros, alzaron el puño enfundado en un guante negro mientras sonaba el himno estadounidense, como gesto de apoyo al Black Power (Poder Negro).

Inauguración de los XIX Juegos Olímpicos en Ciudad de México. Foto: Associated Press.

Las consecuencias de la matanza

Sin embargo, ninguna delegación se retiró de los Juegos Olímpicos por la masacre de Tlatelolco y pocas voces se alzaron en contra de lo ocurrido, aunque sí hubo algunas relevantes. Mientras James Hines hacía Historia en la final de los 100 metros lisos, al convertirse en el primer hombre en lograr un tiempo de menos de 10 segundos en unos Juegos Olímpicos, y Bob Beamon lograba un récord en salto de longitud alcanzando 8,9 metros que tardarían 22 años en batirse, el poeta Octavio Paz, embajador de México en la India, renunciaba a su puesto tras lo ocurrido.

Otra voz que sonó con fuerza tras la masacre fue la de la periodista italiana Oriana Fallaci, que se encontraba en la plaza de las Tres Culturas la tarde del 2 de octubre y fue una de las víctimas de la intervención militar. Convalecía en el Hospital Francés recuperándose de los tres balazos recibidos cuando aseguró no haber visto, ni siquiera en la guerra, una matanza de tales magnitudes. Su asombro alcanzaba también a la cobertura informativa de aquella atrocidad. Tal fue su indignación contra unos medios de comunicación que, según la periodista, ocultaban la verdad y contra un gobierno silencioso que atemorizaba a la sociedad, que llegó a prometer que no volvería nunca a México.

La periodista italiana Oriana Fallaci, mientras se recupera en el hospital, recibe al embajador italiano en México, Enrico Guastone Belcredi. Foto: Associated Press.

El 27 de octubre, tres semanas después de la matanza de Tlatelolco, concluían los Juegos Olímpicos de México. Un mes y medio más tarde, los estudiantes regresaban a las aulas donde todo había comenzado.

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