Lo que se suele llamar Revolución rusa es una serie de acontecimientos ocurridos entre febrero y octubre de 1917: a saber, la abdicación del zar Nicolás II (1868-1918), la constitución de un gobierno provisional y el golpe de Estado asestado contra el mismo por un grupo minoritario (la facción bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia).
A lo largo del siglo XX, la Revolución rusa influyó decisivamente en la Historia de Rusia, de la Unión Soviética y del mundo entero al contribuir en la lucha contra el auge de los fascismos, apoyar a los regímenes comunistas de todo el mundo y respaldar los procesos de descolonización.
Creación del “hombre nuevo”
La Revolución rusa surgió de la Gran Guerra, pero fue consecuencia de factores anteriores, como el fracaso de las reformas gubernamentales emprendidas por el zar Alejandro II (1818-1881) en la década de 1860; las contrarreformas de Alejandro III (1845-1894) y Nicolás II tras el asesinato de Alejandro II en 1881; el frustrado intento de establecer un régimen constitucional entre 1905 y 1917; una tradición relativamente larga de movimientos revolucionarios (jacobinos, ácratas, populistas y marxistas y sus derivados terroristas); la aparición de una primera confederación sindical (el Bund judío) y de partidos políticos como el social-revolucionario, el socialdemócrata (dividido pronto entre bolcheviques y mencheviques) y el liberal (llamados Cadetes).
Sin embargo, se distingue de todas las revoluciones anteriores. Fue precedida por décadas de debates intelectuales sobre la necesidad, posibilidad y conveniencia de llevar a cabo cualquier revolución, y puso en práctica la idea marxista del término.
Porque los seguidores rusos de Marx ampliaron la idea de revolución introducida por la sublevación francesa –el asalto violento y masivo al poder desde abajo y su consiguiente reestructuración–, a partir del principio de que que la revolución no termina con la conquista del poder, sino que debe crear un nuevo orden económico y social: una sociedad sin clases, un “hombre nuevo”, portador de cualidades altruistas y solidarias.
La Revolución rusa fue el arranque del proceso de transformación del sistema autocrático del zarismo en un régimen totalitario comunista que culminaría bajo el estalinismo y su posterior declive.
El sistema del poder bolchevique fue creado por Vladimir Ilich Ullanov, alias Lenin (con la decisiva colaboración de León Trotski, Nikolai Bujarin, Lev Kamenev y Grigori Zinoviev, entre otros), consolidado por Iósif Stalin y mantenido por Nikita Kruschev y Leonid Brezhnev.
Entre el comienzo de la Primera Guerra Mundial, y 1921 (año de la aprobación por el Partido Comunista de la Nueva Política Económica o NEP), se pusieron los cimentos del Estado bolchevique entre ininterrumpidos conflictos armados de diferente índole: la Gran Guerra, la Revolución (de febrero y octubre), la Guerra Civil (1918- 1921) que trajo consigo el “comunismo de guerra” (conjunto de medidas adoptadas por el gobierno bolchevique, como requisas de la producción agrícola, prohibición de todo comercio privado y nacionalización de los establecimientos industriales) y la guerra ruso-polaca (1920).
La creación de nuevas instituciones y de una cultura proletaria, el uso sistemático del terror y la propaganda, la destrucción de la aristocracia, de la burguesía y de la Iglesia ortodoxa fueron los pilares del poder soviético y los más decisivos para la pervivencia del régimen.
Los bolcheviques, llevados por el fervor revolucionario e inspirados en la utopía marxista, querían construir una comunidad universal emancipada de todas las estructuras políticas previas.
En la práctica, fortalecieron la autoridad estatal de un solo partido, la autocracia ideológica, el nihilismo legal, la administración ultracentralizada y la ausencia de libertades individuales y propiedad privada.
Estado controlado
El ideario y las prácticas leninistas posiblemente no hubieran sobrevivido tanto tiempo (1917- 1991) sin el régimen estalinista. La industrialización a marchas forzadas, la colectivización, la deskulakización (eliminación de los campesinos ricos), las purgas y el Gran Terror fueron los principales instrumentos del régimen estalinista.
Stalin conservó los elementos básicos del leninismo, pero alteró alguno de ellos. Fortaleció la centralización de la administración, suprimió las empresas privadas y el comercio individual, y legitimó su poder a través de la glorificación del poder estatal, de los valores de jerarquía y patriotismo y del culto a la personalidad.
A pesar de algunas diferencias ideológicas, fascismo, nazismo y comunismo comparten características básicas en sus métodos de gobierno: un líder tiránico y un Estado controlado por un solo partido que monopoliza los instrumentos de coacción y los medios de comunicación; así como la persecución de cualquier individuo, organización o institución capaz de desafiar la ideología oficial o de interponerse entre los órganos centrales estatales y los ciudadanos ordinarios; y la supresión de la diferencia entre vida privada y pública.
Pero, a pesar del terror desatado, el régimen estalinista obtuvo su máxima legitimidad tras la victoria en la II Guerra Mundial contra la Alemania nazi, lo que le permitiría afrontar después la Guerra Fría contra el Occidente capitalista y sus aliados en todo el mundo.
Desaparición de la URSS
Los siguientes líderes: Jrushchov, Brezhnev, Konstantin Chernenko, Yuri Andropov y Mijaíl Gorbachov no llegaron a erradicar del todo el estalinismo. Los cinco criticaron la ineficacia del sistema comunista, pero fracasaron al no cuestionar sus principios ideológicos.
Finalmente, cuando Gorbachov optó por reformas profundas, se demostró que el régimen soviético era irreformable, porque el sistema democrático y el soviético simplemente eran incompatibles.
El 31 de diciembre de 1991 desapareció el Estado cuyas fronteras coincidían, más o menos, con las del antiguo Imperio ruso y cuya población abarcaba un número amplísimo de naciones y religiones: un Estado que se había dotado de una poderosa base industrial y militar en la década de 1930 y que había derrotado a la Alemania nazi en la II Guerra Mundial; un Estado que se convirtió en una superpotencia y compitió con Estados Unidos a finales de la década de 1970 y que fue epicentro del comunismo mundial y cuyo orden político y económico introdujo nuevos conceptos en la lexicografía del pensamiento político.
Lo más sorprendente de la desaparición de la URSS fue que todo se llevó a cabo de forma rápida y pacífica. El régimen cayo solo, no fue derribado por un movimiento popular contra la casta política que había gobernado durante más de 70 años.
El coste de la perdurabilidad de la URSS sobrepasó los logros indispensables para su supervivencia. El progreso en la educación, la inversión en la investigación científica, la industrialización acelerada y el estatuto de superpotencia nuclear se consideran éxitos, pero muy relativos porque no sirvieron para continuar la modernización económica sin desmantelar el orden soviético.
Cien años después, la ideología comunista está desacreditada tras el colapso del sistema político y económico de la Unión Soviética y de la crisis general de los regímenes comunistas de todo el mundo. Sin embargo, este fracaso no significó la victoria automática de la democracia liberal.
La prueba de ello es el fiasco de Rusia en la transición a la democracia y la vuelta de las tensiones geopolíticas en el espacio postsoviético (guerra de Georgia en 2008, anexión de Crimea y guerra en la región de Donbás en Ucrania desde 2014) y en la Europa Central, los Balcanes y Oriente Medio, donde Moscú aspira a recuperar sus antiguas zonas de influencia.
Hoy, una potencia revisionista
Aparentemente, el régimen de Vladimir Putin, que se define como una “democracia soberana” –basándose en la idea de que cada país, según sus características históricas y su cultura tiene su propio tipo de democracia–, no parece perseguir cambios decisivos en el orden internacional como lo hicieron los bolcheviques, que primero soñaron en convertir la Revolución rusa en una revolución mundial, y luego, al fracasar en este intento, optaron por construir el “socialismo en un solo país” y exportar dicho modelo a los países del Pacto de Varsovia.
La Rusia actual actúa como una potencia revisionista que no acepta el orden internacional creado tras el final de la Guerra Fría. Sin embargo, no es exagerado afirmar que la “revolución permanente” de los bolcheviques y la “guerra permanente” (la guerra híbrida) tienen el mismo objetivo: provocar cambios en la política global.
La “revolución permanente” (el cambio gradual de un régimen que culminaría en la creación de una sociedad socialista) pretendía contagiar a toda Europa con el virus comunista. La propaganda, la utopía marxista y el terror fueron sus principales instrumentos.
La guerra híbrida es un método asimétrico para alcanzar objetivos militares: una batalla simultánea en tierra, mar, aire y en el espacio informativo, sin enfrentamientos convencionales entre enemigos. Su principal instrumento es la desinformación, que implica medias verdades y mentiras difundidas por medios de comunicación y en redes sociales con el fin de desestabilizar el sistema político, militar y económico de las sociedades rivales.
Dimitri Kiselyov, director de la agencia Rossiya Sevodnaya (“Rusia hoy”), ha resumido involuntariamente las similitudes entre la revolución y guerra permanente: “hoy en día es mucho más costoso matar el soldado de un ejército enemigo que en la Primera o en la Segunda Guerra Mundial. […] Si puedes persuadir a una persona, no hace falta matarla”. El ciclo revolucionario ruso todavía no se ha cerrado.