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lunes, septiembre 30, 2024

¿Cómo llegó Velázquez a ser el pintor de cámara de Felipe IV?

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Juan CastroviejoDoctor en Humanidades

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Velázquez captó como nadie la personalidad y el alma de Felipe IV, como hizo con cuantos retrató. El apoyo del conde-duque de Olivares y su buena relación con el monarca le permitieron vivir en la corte y desarrollar una fulgurante carrera.

Topographia de la Villa de Madrid de Pedro de Teixeira (1656). Tras una breve incursión en 1622, el joven pintor regresó a la corte al año siguiente. Foto: ASC.

En 1622, Velázquez llevaba una vida cómoda y se había ganado una buena reputación artística en Sevilla, donde contaba con varios locales y un aprendiz. Su maestro y suegro, Francisco Pacheco, estaba bien relacionado y organizaba en su casa tertulias a las que acudía la flor y nata hispalense, incluido el futuro conde-duque de Olivares, un reconocido amante del arte.

Velázquez —tan ambicioso como talentoso— y su mentor coincidían en que el mercado sevillano se le quedaba pequeño. Hacía un año que, con solo dieciséis, Felipe IV se sentaba en el trono con el asesoramiento de su valido. Pacheco comprendió que se trataba de una gran oportunidad e hizo los contactos pertinentes para que el artista fuera presentado en la corte. En abril de 1622, Velázquez hizo su primera visita a Madrid con unos cuantos lienzos como carta de presentación. Pero su estancia no rindió muchos frutos y, antes de que el año finalizara, estaba de nuevo en Sevilla. No había obtenido el reconocimiento esperado, y su breve estancia podía parecer un viaje fallido. Sin embargo, no había sido en balde: pintó un retrato de Luis de Góngora, cuya calidad despertó gran interés en círculos cortesanos y llegó a oídos de Olivares.

El retrato de Luis de Góngora se conserva desde 1931 en el Museo de Bellas Artes de Boston. Foto: ASC.

El regreso a la corte

Pronto apareció la ocasión definitiva. En agosto de 1623, estaba otra vez en Madrid. Tenía veinticuatro años, y aquel segundo viaje marcaría un punto de inflexión. Aunque sus lienzos sevillanos ya podían calificarse de obras maestras, a partir de entonces dejaría atrás el costumbrismo del pueblo llano para abrazar la majestuosidad de la corte. Era su oportunidad de oro, y no la desaprovecharía. Olivares lo había llamado con carácter urgente nada menos que para que retratase al mismísimo monarca. La importancia de los cuadros a nivel diplomático era indiscutible, y el conde-duque lo sabía bien. El rey era el hombre más poderoso de Europa, así que Velázquez debió sentirse abrumado ante la magnitud del encargo, más aún teniendo en cuenta su limitada experiencia. La responsabilidad era máxima, pero superó la prueba con creces. 

Pintó un cuadro imponente. Felipe, distante e inexpresivo, viste de negro, muy acorde con el estilo del artista en esa época, centrado en una sobria paleta de negros, blancos, grises y marrones. El lienzo tenía como función dar a conocer, comunicar la actitud del rey, de seriedad y responsabilidad de Estado, basada en la importancia del trabajo bien hecho. Su mano derecha sostiene un papel que representa sus tareas administrativas, mientras la izquierda descansa en el pomo de la espada, símbolo de su rol como defensor del país.

La sobria indumentaria del rey Felipe IV, retratado por Velázquez, refleja su voluntad de austeridad. Foto: Museo Nacional del Prado.

Este cuadro, además de marcar el inicio de una larga y buena amistad entre el artista y su modelo, tuvo un gran éxito. Tanto, que su autor fue nombrado casi de inmediato, en octubre, pintor del rey. Felipe IV sería su primer cliente, y ya solo posaría para él.

Un trato especial

El nuevo cargo fue posible porque había muerto uno de los seis pintores de corte, Rodrigo de Villandrando, y quedaba una vacante, y también porque Velázquez contó con el apoyo incondicional de Olivares. Era habitual que los puestos en la corte se obtuvieran por recomendación, y el conde-duque le permitió demostrar ante el rey su maestría en los retratos, muy distintos a los que hasta entonces realizaban los artistas palaciegos. Solo así se entiende que lograra la plaza sin tener que competir por ella con otros colegas, y que obtuviera además un sueldo más alto que sus compañeros. Parece ser incluso que el conde-duque le prometió que sería el único en retratar al rey, situándole por encima de Santiago Morán, pintor de cámara, y del resto de los pintores del monarca.

El conde-duque de Olivares, retratado por Velázquez en la imagen, abrió las puertas de la corte al joven pintor. Foto: ASC.

El apoyo de Olivares también explicaría que se creara una plaza de pintor del rey en un momento en que las arcas no estaban demasiado boyantes y las plazas tendían a desaparecer. Con lo que costaba conseguirlas, es lógico que a los pintores del rey no les gustara que se creara una nueva, y menos aún para un recién llegado. De todos modos, no consta que ninguno mostrara sus quejas, al menos por escrito.

De un modo u otro, está claro que hubo un trato especial. Finalmente, solo Velázquez y Angelo Nardi quedarían como pintores del rey con sueldo. Y, desde 1628, Velázquez cobró, aparte de su elevado salario como pintor del rey, una ración de la despensa por la cámara, y empezó entonces a llamársele pintor de cámara, adquiriendo así la plaza de Santiago Morán, algo desconocido hasta ese momento, y sintomático de su fulgurante carrera y ascenso.

Retrato de la infanta Margarita Francisca, h. 1610. Santiago Morán había ocupado la plaza de pintor de cámara desde 1609. Foto: ASC.

Las puertas del éxito se le habían abierto de par en par. De la noche a la mañana, su vida había cambiado, y para bien. Estar en Madrid tenía muchos pros: aumento de su prestigio, una pensión mensual, encargos excepcionales…; pero también un contra, pues la rigidez de la corte podía hacer mella en su libertad artística, obligándole a pintar según unas normas inalterables.

En su aventajada posición solo le hizo sombra —y únicamente durante un breve período— Pedro Pablo Rubens, que estaba en su plenitud mientras Velázquez aún no había cumplido los treinta. Su llegada a España en 1628 fue un gran acicate para Velázquez y su presencia en la corte le sirvió de ejemplo y de impulso para viajar a Italia. En 1629, en las vísperas de este primer viaje a Italia, pintó Los borrachos. Llevaba algo más de un lustro al servicio de Felipe IV y acababa de conocer a Rubens. Por entonces estaba especializado en retratos, pero tenía una amplia experiencia en escenas costumbristas, lo que le sirvió de mucho. 

Abordó irónicamente un episodio con pícaros presididos por el semidesnudo dios Baco, que con su manto rojo y pliegues blancos resalta sobre la calidez de la escena. Puesto que trataba por primera vez un tema mitológico, quiso recuperar gamas cromáticas de sus años en Sevilla, junto con novedades formales. También conocida como El triunfo de Baco, esta obra es buen ejemplo de su abandono del tenebrismo —pues distribuye la iluminación por todo el escenario— y del aclaramiento de su paleta.

Cuadros para palacios

Por entonces, en la década de 1630, el taller real produciría obras de forma frenética. La razón era que el rey deseaba construir nuevos palacios, como el del Buen Retiro, y necesitaría cuadros con los que decorar sus estancias. Alrededor de un tercio de las 110 obras atribuidas a Velázquez se elaboraron en este período. En una de ellas, La rendición de Breda, ideó una nueva moral de la guerra de asedio a través de sus dos personajes principales: el vencedor, Ambrosio Spínola, y el vencido, Justino de Nassau.

En La rendición de Breda (h. 1635), Velázquez recrea lo sucedido el 5 de junio de 1625, cuando Justino de Nassau entrega las llaves de la ciudad a Ambrosio Spínola. Foto: ASC

Durante la considerada segunda etapa de su carrera, Velázquez realizó una gran cantidad de retratos de Felipe IV en los que mostraba la imagen del monarca tal y como quería Olivares, que ejercía de relaciones públicas (se encargaba de promover al rey ante sus súbditos como un líder capaz y válido en una variedad de facetas, ya fuera con armadura, a caballo, cazando…). También captó a los personajes más influyentes de la corte, entre ellos al propio conde-duque. Se trata de retratos de cuerpo entero con una gama cromática todavía oscura, en la que ya prueba su enorme habilidad como retratista mostrando la personalidad de los modelos, sacando su alma.

Una estrecha relación

Gracias a una colección de pinturas que incluía obras de Tiziano y que había heredado de su abuelo, Felipe II, el rey había aumentado su interés y sus conocimientos sobre arte. Le atraían poderosamente tanto la música como la pintura. En ese aspecto conectó muy bien desde el primer momento con Velázquez, y la buena relación entre el monarca y el pintor perduraría en el tiempo. A lo largo de treinta y siete años, ambos mantuvieron un contacto casi diario e invertían muchísimas horas en charlar. Si bien en algunas ocasiones trataban temas palaciegos, en otras muchas hablaban por el simple gusto de intercambiar opiniones, hasta el punto de que el monarca tenía una silla reservada en el taller del artista.

Felipe IV en Fraga, 1644. En este nuevo retrato realizado por Velázquez el rey empuña el bastón de mando. Foto: ASC.

Podría decirse que su relación se basaba en el respeto mutuo. Por descontado, el rey contaba con la discreción del artista, más que probada. Como doble virtud, Velázquez sabía escuchar los problemas de los demás y responder en el momento preciso. Esa fue, más que probablemente, la clave de su larga estancia en la corte. Mientras que los otros consejeros reales iban cayendo en desgracia, él sobrevivió a intrigas y decepciones.

Aparte de su indiscutible valor como artista, el rey apreciaba también su valía como persona, mientras Velázquez hacía lo propio con él. Conocer bien a Felipe IV le ayudó a plasmar en los múltiples retratos su progresivo desencanto vital. Y eso no debía importar al rey, pues nunca los mandó retocar para disimularlo, ni tampoco para que no se notara en su rostro el paso del tiempo.

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